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Tribuna:
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Hay que mojarse todos

Como ya quedó anunciado en las crónicas y vaticinios preelectorales, la cuestión económica -y sus múltiples derivaciones- se convierte, cada día que pasa, en el centro neurálgico de las preocupaciones y sinsabores de los ciudadanos, y en la piedra de toque del acierto o infortunio en la gestión del nuevo Gobierno socialista. Porque, señoras y señores, no nos equivoquemos. Aquí y ahora se podrán tomar innumerables iniciativas en el terreno de la política internacional, de la cultura y de la educación, en el judicial o en el desarrollo de las libertades, con el fin de hacer de España un país más civil y moderno. Ojalá sea así, pues serán bienvenidas y valoradas con la justeza y la ponderación que se merezcan. La gente está deseando que así sea y que, el acierto acompañe la gestión de los asuntos públicos. Pero a mí no me cabe la más mínima duda de que el envite esencial hacia el futuro está situado en los resultados que se obtengan en la lucha contra el desempleo, en el mantenimiento o no de la capacidad adquisitiva, en la respuesta a la crisis industrial, en la subida de los precios y otros temas de este tenor. Porque durante estos últimos años, no hay que olvidarlo, se han perdido puestos de trabajo a chorros, se ha reducido la cobertura del desempleo, han bajado los salarios, sueldos y pensiones reales, los precios siguen creciendo a un 15%, la reforma fiscal se ha detenido, cuando no retrocedido, y la reestructuración industrial ha ido dando bandazos de la chapuza a la improvisación sin una programación coherente. Luego el cambio, en principio, debería consistir en que se abriera camino una política económica y social que produjese unos resultados opuestos a los descritos sucintamente en los anteriores renglones. De lo contrario, el cambio no pasaría de ser un espíritu, de los variopintos que se le han ofrecido al pueblo español. Están muy bien y son dignas de encomio todas las campañas espirituales y morializantes de la vida pública, pero aquí lo que hace falta también son soluciones concretas a los problemas reales que tenemos los españoles. Y en este terreno llega siempre el momento en que hay que optar en-, tre diferentes posibilidades, y esa elección presupone moverse entre intereses contrapuestos que es imposible atender al mismo tiempo. La neutralidad, pues, no existe ni en política en general ni en política económica en particular.Hoy por hoy la atención se centra en lo que suceda en la mesa de negociación entre sindicatos y patronales. La posición en ella de la CEOE no puede ser más dura, incluso superior a la de otras ocasiones. Los grandes empresarios pretenden que los salarios reales sigan bajando este año, que las mejoras sociales anunciadas por los socialistas en su programa electoral se atemperen o pospongan en el tiempo. De allí que pongan el grito en el cielo ante la posibilidad de una reducción de la jornada laboral a cuarenta horas semanales o la tenaz oposición a que se establezca una cláusula de revisión semestral de los salarios, y no digamos a que la famosa banda salarial se sitúe alrededor del 12%, punto porarriba, punto por abajo. De tal suerte que si las cosas siguen así los sindicatos no van a tener más remedio, como ocurre en todos los países de la Europa comunitaria, que ejercer su capacidad de presión con el fin de desbloquear la situación, pues de lo contrario ni se va a mantener la capacidad adquisitiva de los salarios ni se va a incidir en una política. eficaz contra el desempleo. Pues da la impresión, quizá equivocada, de que aquí cada cual está intentando que sea otro el que cargue con el muerto. El Gobierno con el ojo puesto en la mesa de negociaciones y diciéndoles a los funcionarios que para negociar los sueldos de 1983 -dato esencial para la elaboración de los presupuestos- hay que esperar a ver qué sale de la calle de Pío Baroja. Y la CEOE, a la espera de que el Gobierno presente el cuadro macroeconómico y ganando tiempo, posiblemente con la intención de que aquél se moje y cargue con la impopularidad de las rebajas.

Debo reconocer que cuando se analizan las medidas concretas y las declaraciones públicas de las autoridades económicas, en especial de su cabeza más visible, no dejan de producir una clara desazón e inquietud, que tiene su basamento en las dos líneas de fondo que se traslucen en dichas manifestaciones. Una es la idea de que la economía española sólo puede salir de su atasco actual cuando se pongan en marcha las locomotoras americana, alemana y japonesa; ergo, hay que tomar medidas que nos pongan en condiciones de poder aprovechar el momento culminante cuando se produzca el deseado tirón de las grandes potencias capitalistas. Tirón que los espabilados expertos de la OCDE han ido situando sucesivamente en el segundo semestre de 1982, luego en el primero de 1983 y ahora ya están hablando de no se sabe cuál de 1984. La realidad es que no se puede basar una estrategia de relanzamiento de la economía -y menos desde la izquierda- en las famosas locomotoras. Nada indica que éstas se pondrán en marcha con fuerza en un horizonte temporal prudencial. No hay más que analizar los últimos datos sobre la situación de las economías norteamericana y alemana, para no dejar mucho margen al optimismo. Incluso los sectores de tecnología avanzada, que en los años pasados habían seguido empujando, hoy se encuentran ralentizados. Hay que echarle, pues, más imaginación al asunto y apostar por poner en tensión, ante todo, nuestros propios recursos, situarnos en condiciones de hacer funcionar a tope la propia capacidad de la economía española. De lo contrario, querámoslo o no, nos encajonaremos en la política conservadora de siempre: primero hay que combatir la inflación, luego ya atacaremos el paro. Esta podría ser la segunda gran línea que se desprende de las recientes declaraciones del ministro de Economía y Hacienda: prioridad a la lucha contra la inflación. Es lo que se ha dicho e intentado siempre, y el resultado ha sido invariablemente el mismo. Ha crecido el paro, han descendido las rentas reales, y el nivel de inflación sigue impertérrito en dos dígitos abundantes. Lo preocupante, vive Dios, no es que se manifieste una voluntad política por combatir la inflación, pues ese es un objetivo con el que coincidimos todos. El drama podría radicar en la utilización de los instrumentos que se anuncian para combatir dicha inflación y que no son otros, en los hechos, que los de la tradicional panoplia de la política monetarista al uso: disponibilidades líquidas, devaluación de la peseta, política de control de rentas salariales, de precios, etcétera. Por lo menos, en política económica eso no significa ningún cambio. Ya que la inflación española, en la parte que depende de nosotros, tiene causas bastante más profundas que hacen referencia a viejos y nuevos problemas de la producción, de los sistemas industrial, financiero, agrario, administrativo, fiscal, a los monopolios, etcétera imperantes en España, que necesitan reformas serias y coordinadas. Mientras no ataquemos el mal en la raíz nos seguiremos moviendo en el terreno de las simplezas y en los llamamientos a la moderación en el crecimiento de las rentas salariales, como si éstas no hubiesen bajado varios puntos en los últimos años y no por eso ha dejado de apretar la maldita inflación.

En conclusión, aquí tenemos que mojarnos todos. No se puede decir, con dos millones de parados, que el problema esencial es la inflación. Hablar de mantener la capacidad adquisitiva, reducir la jornada a cuarenta horas y la jubilación a los 64 años y luego insinuar que de lo que se trata es de asumir lo que salga de la mesa de negociaciones entre sindicatos y CEOE. Pues de esa mesa, me temo, o hay una posición beligerante del Gobierno,y de los trabajadores en general, o va a salir bien poca cosa y se corre el riesgo de que más de uno acabe acordándose del AMI, del ANE y del sursuncorda.

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