Poderes eclesiales
Mientras el papa Wojtyla clausura el VIII centenario de San Francisco de Asís, Brzezinski acusa a la URSS de ordenar el atentado contra Juan Pablo II. Y se sabe que el búlgaro Antonov, presunto cómplice de Alí Agca, podría ser puesto en libertad. No me ocupa la acusación rusa contra el Papa. Me ocupa el Papa.Aquel ingenuo atentado que se nos quiso presentar como tal, en uno de los viajes del Papa, tenía tras de sí, parece un complicado argumento, como el atentado -también fallido, afortunadamente- contra Reagan y los consumados -ay- contra los Kennedy y los Lutero King. Para los atentados siempre se echa mano de un loco, pero incluso en Dostoiewski, donde efectivamente matan los locos, detrás del loco hay una conspiración que suele ser el propio loco, o sea, el novelista.
El silencio de la Iglesia, en fin, ese silencio secular, que unas veces se manifiesta como palabra obvia y otras como tal silencio, era una cosa que trasantaño contribuía a crear distancia, sacerdotalismo, carisma y respeto. Hoy, con el planeta recorrido por una enredada red de comunicaciones (y no la red mística que soñaba, en teología lírica, Teilhard de Chardin), el silencio medieval de la Iglesia no tiene sentido, y la Iglesia es la primera perjudicada. No sería yo quien acusase de nada a tan anciana corporación. Sólo digo que su política del silencio ya no tiene sentido en el siglo de la palabra múltiple (y estamos, como quien dice, en el 200 l). Según el Libro de Estilo de este periódico, "los rumores no son noticia"; pero allí donde no llega la noticia se llega con la punta del rumor, y hoy sobre la Iglesia se rumorea mucho.
Estuve con Anthony Burguess tomando una copa cuando vino a presentar su libro Poderes terrenales, novela que leí el verano pasado y que trata, sí, de los poderes eclesiales. Nadie puede obligar a la Iglesia a hacer confesión general, ni sé yo si en veinte siglos tiene algo que confesar. (Francisco
Yndurain, en su estudio sobre la "prosa grave" de Quevedo, habla del artificioso / ingenioso enfrenta miento Judas / buen ladrón que hace nuestro barroco.) Me limito, como "comunicólogo" de oficio, que diría Vidal Beneyto, a recordar que el silencio ya no es un lengua je, ni siquiera un distanciamiento ajardinado, en los tiempos de la palabra y la imagen a la velocidad de la luz, y la luz a unas velocidades que la marean. Para recuperar las vocaciones perdidas, dentro y fuera de los seminarios, la Iglesia tendría que mostrar sus cuentas (sin duda, claras) al mundo entero. Valdría más un ejercicio contable del Vaticano que todos los viajes de los Papas. Los Papas, desde Pablo VI, están, involuntariamente, tapando los números con palabras. Palabras en todos los idiomas de la Tierra.
Pero el número es la palabra más pura, y Jean Cocteau tuvo un hallazgo genial, en el teatro, cuando hizo hablar en números a un oráculo griego. ¿De qué otra forma puede expresarse la divinidad? Las "divinas palabras" de la Iglesia y de Valle-Inclán han quedado superadas por la traducción simultánea.
Los cristianos toman Roma desde las costas mediterráneas, africanas, y se apropian del latín como instrumento de dominación. Con igual audacia, desde playas más audaces, tendrían que apropiarse el nuevo latín de los grandes números y explicarnos un poco todo eso de Calvi, la Banca Ambrosiana y el que los primeros accionistas del Casino de Montecarlo fueran el obispo de Mónaco y un cardenal que luego habría de ser León XIII.
Sería pueril y blasfemo denunciar las columnas del Vaticano desde esta columna tipográfica, pero uno está en el cirio de la comunicación y sabe que, si una imagen vale por mil palabras (sobre todo si la imagen es mía), un dato vale por mil imágenes. Aunque sean del Papa.
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