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Tribuna
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Fanatismo y contrafanatismo vascos

Una de las labores que bajo el empuje del psicoanálisis han germinado con mayor auge en la corriente del pensamiento moderno ha sido, por un lado, la desmitificación de las figuras idolatradas de la historia, y por otro, la crítica y desmantelamiento de las ideologías que, erigiéndose como veraces y portadoras de salvación, se nutren en realidad del esfuerzo, no confesado, de unos grupos sociales en perpetuar los dogmas y creencias que les aseguren el mantenimiento de una posición dominante sobre los otros componentes de la sociedad. Numerosos son, por ejemplo, los trabajos de psicología social que, inspirados en el psicoanálisis, apuntan a una comprensión dinámica de ese sorprendente fenómeno histórico que es el nacionalsocialismo en la Alemania de los años de la preguerra.El psicoanálisis ha hecho posible la desmitificación de las idolatrías nacionalistas, poniendo al descubierto el entramado de motivaciones inconscientes que configuran la mentalidad fanática inscrita en dos coordenadas que lo definen: por un lado, la ciega y religiosa sumisión a unos líderes, a una ideología y a unos símbolos que son afectados de un valor sagrado e incuestionable, y por otro, la proyección sistemática de la agresividad sobre toda realidad exterior que se presente como obstáculo o limitación al cumplimiento de los postulados de la ideología fanática. Es precisamente este fenómeno psicológico de proyección lo que hace que el fanatizado se ignore como tal. Su odio es sed de justicia, celo divino o sublime patriotismo. Su venganza es siempre justa victoria. Al amparo de sus símbolos y en nombre de su religión nacionalista, el fanático puede así cometer los crímenes más atroces sin sentimientos de culpa. El malo y opresor será siempre el otro: el que no se somete a los principios supremos de su ideal.

¿Cuántas vidas ha ofrecido la humanidad a la muerte en aras de la unidad, de la grandeza y de la libertad de la patria? ¿Puede una patria amada exigir tanta sangre? ¿No será idolatría lo que se nos presenta como ideal? Todos los fascismos han utilizado la violencia de los símbolos, y la historia de la España franquista no ha sido una excepción: frente a esa España una, grande y libre, su glorioso Movimiento Nacional o su guía supremo, caudillo de España por la gracia de Dios, no se podía menos que cerrar los ojos y someterse a la ideología y a las tareas dictadas por un poder que usurpó para sí los símbolos de Dios y patria, de gloria y libertad. Pero "la gloria es el halo de los muertos", escribió Balzac cuando intuyó esa profunda complicidad con la muerte que subyace siempre a las ideologías y fervores patrióticos de gloriosa intransigencia.

El brote nacionalista vasco

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Fruto de la dinámica social que preside y guía el curso de la historia, un brote de nacionalismo de extraordinaria virulencia estalla en importantes sectores de la comunidad vasca precisamente en el momento en que los pueblos de España logran, después de la muerte de Franco, distanciarse del yugo fascista y sentar las bases de una deseada convivencia democrática en el marco de la Monarquía parlamentaria que hoy conocemos. A los excesos fascistas del poder central responden ahora en eco diferido los. excesos fanáticos de la exaltación nacionalista abertzale con su trágica sombra de sangre. Tal para cual. Al grito macabro: ¡Viva la muerte!, del manco resentido Millán Astray al mando de las tropas franquistas, responden ahora, en tina trágica sintonía de complicidad con la muerte, los fanatizados de la idolatría abertzale con el rebuzno necrófilo: ¡.... mátalos!

¿No habrá, pues, que denunciar, sean del bando que sean los nacionalismos a ultranza, los que socavan la posibilidad de convivencia y ¡progreso social y más concretamente los que propugnan como solución la locura de la lucha armada y se declaran así sometidos a una ideología fanática que ofrece vidas humanas en aras de una patria idolatrada? Todos ellos, terroristas o golpistas, y los cómplices de unos y otros, participan de una misma contextura mental, que les incapacita para el reconocimiento de las realidades que no se ajustan a sus ambiciones de grandeza, pureza y perfección patriótico-nacional.

Riesgos del contrafanatismo

¿Pero acaso es posible combatir el fanatismo sin caer en la trampa de otro fanatismo de distinto signo e igual naturaleza? ¿Mi deseo de vehemencia al escribir estas líneas no estará alimentado por mi propio contrafanatismo fanático? Viene ahora a mi memoria el gesto guasón de un cordobés vociferando con socarrona sonrisa: ¡A los intransigentes habría que matarlos a todos! Porque pudiera suceder que al denunciar la violencia nacionalista dé yo satisfacción a mi fanatismo antinacionalista, fanatismo que yo ignoro tanto como ellos ignoran el suyo. Si así fuera, estaría ahora con mi pluma de psicoanalista arrojando mi porción de leña al fuego de las pasiones destructoras de la reconciliación de los pueblos de España con el pueblo euskaldún. Bajo mi sincero propósito de contribución a una dinámica pacificadora, corro el riesgo muy grave de fomentar la dinámica de los enfrentamientos, acariciada y deseada por esos increíbles orates políticos de nuestra historia ensangrentada. Un Blas Piñar, de FN, que por la fuerza reimplantaría la pena de muerte en nombre de Dios y de España. Un Pedro Solabarría, de HB, que se declara sin vergüenza partidario de los crímenes de la ETA "porque limpian la tierra vasca de mafiosos".

¿Es posible, pues, escapar a la oculta paradoja que encierra la denuncia del fanatismo? Sí, pero ello únicamente a condición de que nuestra percepción del comportamiento fanático no esté contaminada por la proyección (inconsciente) de nuestra propia agresividad. Y de ello sólo podemos estar seguros en la medida en que lo que vivamos frente al fanático sea dolor y no odio, vigorosa defensa de nuestra integridad y no sed de venganza. Y ello está muy lejos de ser tarea fácil cuando la muerte se ceba entre nosotros de manera tan absurda y repugnante.

Sin embargo, ahora más que nunca, ahora que un sol de esperanza despunta en el horizonte plural de las Españas, es primordial no caer en la trampa que encierra la dialéctica infernal de la violencia y no ceder a la tentación poderosa de un contrafanatismo fanatizante. Nos ayudará a ello el no dejar nunca de reconocer, detrás de la acción abominable, al hombre enfermo de pasión fanática. Pues todo lo que se haga fuera de esa actitud de reconocimiento de la realidad humana de las pasiones fanáticonacionalistas es caer en la misma dinámica que alimenta el fuego que pretendemos combatir, ya que, víctima de su propia mentalidad, el fanatizado necesita un enemigo donde evacuar su agresividad y donde dar fiel cumplimiento a sus ideales de lucha. Por eso, los excesos y brutalidades, a veces terribles, en que desgraciadamente han incurrido los agentes de la seguridad son acogidos con exaltación por las facciones fanatizadas del nacionalismo vasco, que los utilizan como pruebas de legitimación de su combate patriótico.

No perder la serenidad ni responder con ira a las insolentes provocaciones de violencia es una lección que ilustró ejemplarmente el rey Juan Carlos I en su alocución en la Casa de Juntas de Guernica. Una lección que no podremos olvidar los que deseamos ardientemente la reconciliación de los pueblos que viven a lo largo y a lo ancho de esta piel de toro, hermosa y entrañable, pero desgarrada y crónicamente ensangrentada por luchas fratricidas.

Si es cierto que la responsabilidad del nacionalismo abertzale más radical recae inevitablemente sobre sus fieles adeptos, no lo es menos que nosotros, los españoles no vascos, en Euskadi y fuera de Euskadi, hemos contribuido con nuestra muchas veces cerril incomprensión del hecho nacional vasco a la fanatización de los sectores abertzales. Y lo hemos hecho cada vez que nos hemos obstinado en negar al pueblo vasco sus legitimas aspiraciones a asumir su identidad diferencial. Los que como españoles nos sintamos parte integrante de una misma España, nación de naciones, y vivamos con el dolor del desmembramiento las aspiraciones a la independencia de los más exaltados abertzales, tendremos que exigirnos nuestra parte de responsabilidad frente al foso de rechazo y odio que hoy todavía nos separa de Euskadi.

Sólo el reconocimiento de la realidad nacional del País Vasco nos permitirá hablar con honestidad de la unidad de España como nación de naciones. Porque no es honesto, como lo hacen ciertos oradores en el foro político español, el manejar a su conveniencia el tópico de la "unidad de España" como reacción defensiva, reaccionaria y estereotipada, que mina y desvitaliza más que ninguna otra el sentimiento de identidad del que participamos la inmensa mayoría de los españoles y del que no deseamos renegar. La unidad que ellos predican. no la necesita España. La necesitan ellos para justificar el ejercicio de un poder político centralizado que satisfaga sus ambiciones de poder y su idealizada visión de una España que no es España. Porque mientras no se demuestre lo contrario, España es el país de todos los españoles.

Juan Petschen Verdaguer es médico psiquiatra en Ginebra.

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