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Tribuna
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Del 'ismo' al 'pos'

Un prefijo recorre el mundo. A su paso avasallador se tambalean las viejas certezas culturales. Desde hace apenas un lustro, el acontecimiento ha dejado de escribirse como solía, a base de aquellos ideológicos sufijos en ismo procedentes de la era de los primeros artilugios de vapor. Ahora, los discursos de la actualidad cultural se pronuncian desde el prefijo en pos. Ya no decimos vanguardismo, socialismo, cristianismo, marxismo, industrialismo, modernismo..., sino posvanguardia, postsocialismo, poscristianismo, posmarxismo, posindustrial. posmodernidad...Aquella recia cultura que no hace tanto tiempo nos contemplaba desde lo alto de sus aceradas mayúsculas y de la que emanaba el característico olor sudoroso que hacen las máquinas reductoras altamente utópicas, está siendo alegremente colonizada por una modesta preposición inseparable que sólo señala el transcurso del tiempo y únicamente emite desconcierto. Incluso hablan, y no paran, del postsesentayocho, nos dicen cosas terribles de la época posconsumista en la que entramos, organizan mesas redondas para discutir de la cultura posfranquista, y los finos teóricos de las ideologías duras, dialécticas y diacrónicas no pestañean cuando afirman que estamos en la era de las posideologías; apresurándose, eso si, en citar a Lucio Colletti para conjurar el enojoso fantasma de Gonzalo Fernández de la Mora volando sobre la primera edición de El crespúsculo de las ideologías.

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Este radical cambio de pronunciación cultural de los últimos tiempos es menos anecdótico de lo que a primera vista pudiera parecer. El paso silencioso de la cultura del ismo a la cultura del pos ilustra de manera muy gráfica (ortográficamente) la caída estrepitosa de aquellos grandes universales de pensamiento que estuvieron en el origen del discurso político de la izquierda esencial hasta la fecha simbólica de 1968, a la vez que informa con todo detalle de la envergadura de la mutación operada en los tradicionales escenarios donde se producía y consumía el hecho cultural.

Esta avasalladora cultura del pos (del detrás, del después de) se define por su indefinición, se reconoce por su absoluta perplejidad, se caracteriza por su incertidumbre espléndida. Algo está ocurriendo después de la batalla perdida, detrás de aquellos acontecimientos mayúsculos que no dejaron títere con cabeza, al cabo de la mítica crisis. Algo tan nueva y alterador, que todavía tare e de nombre, que excluye el beneficio de los ismos al uso, que jubila cualquier dogma, que resiste firmemente alas leyes fatales del definir, del ordenar, del clasificar, del exorcizar. En el principio ya no es el verbo, el nombre, la teoría, el sufijo, sino la ruptura, el cambio, la preposición perpleja.

No sabemos cómo llamar a esta nueva cultura que nace de las ruinas utópicas y circulares. Pero sí sabemos reconocerla a poco que observemos el patio de la actualidad con otra mirada. Se trata de un tipo de cultura que tiene bastantes más tratos con la revolución científico-tecnológica que con la revolución política. Más al atenta a la compleja repetición planetaria que a las simplificadoras diferencias nacionales; que traslada el poder del intelectual de letras al intelectual que mantiene tratos directos con la biología, la física o la cibernética. Cultura que no le teme al futuro, que entiende los riesgos de la nueva y poderosa ciencia, pero que también sabe de sus enormes ventajas históricas, sociales e individuales. Menos obsesionada por rescatar, recuperar y recordar que por innovar, avanzar e investigar.

Cultura altamente efímera, de usar y tirar inmediatamente, pero de enorme impacto instantáneo. Estrechamente vinculada a los procesos industriales de cada país y huida como gato escaldado de los absurdos duelos a muerte entre lo mundano y lo académico, la cultura y la naturaleza, las masas y las elites, la escritura y lo audiovisual y otras necias dualidades surgidas directamente de los primeros humos industriales.

Si tuviera que elegir una palabra para nombrar esta innombrable cultura del pos (que no anuncia precisamente postrimerías), escogería la voz complejidad. Aquellas culturas del ismo irrumpían de la simplificación filosófica y al cabo, incurrían en simplismo. Estas culturas del después de surgen directamente de la complejidad y tal es la razón profunda por la que ni siquiera se atreven a bautizarse como tales culturas, temerosas de precipitarse en el reduccionismo, en el duelo imaginario, en el pasado simple.

Porque el verdadero acontecimiento no ha sido el crack de aquellos grandes referentes, sino la irrupción de lo complejo en el discurso cultural. Y no por azar, sencillamente porque las ciencias duras nos enseñan a diario que el nuevo paradigma de conocimiento tiene como antagonista la simplificación.

Pero nos advierten, sobre todo, que eso que desde el siglo XVIII hemos dado en llamar alegremente lo rea/ es una categoría hipercompleja; algo que acaso todavía se puede poetizar o novelar (hay teorías al respecto), pero categoría que ya no es posible exorcizar o tutelar con el instrumental del literato decimonónico, como por aquí suele ser costumbre extendida y celebrada. Sólo deseo que tan curioso casticismo intelectual no llegue a transformarse un día en decreto-ley.

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