La reforma funcionarial del PSOE
El partido hasta ahora mayoritario y ubicado en el poder, la UCD, no ha sabido en los últimos años acometer la difícil, pero indispensable, tarea de actualizar la organización y funcionamiento de la Administración pública. El partido ucedista no sólo no ha avanzado en el propósito de dar al país una Administración moderna y una función pública profesionalizada, sino que tampoco ha sido capaz de detener el proceso de deterioro creciente que, en la actualidad, ha alcanzado unas cotas alarmantes de desconexión, despilfarro y desmoralización.UCD, prisionera de sus luchas internas, atrapada en la malla tejida por los grandes cuerpos reacios a toda variación que lastime sus intereses, dominada por una mentalidad que confunde la Administración con un campo propicio al disfrute de prebendas y privilegios, ha dejado el terreno perfectamente abonado para que el partido de la oposición, el PSOE, al tomar el relevo, se encuentre con una situación que habrá de revisar con urgencia.
Rememorando la vieja frase de Churchill, jugando con las palabras, cabría decir hoy, ante la herencia que dejan los ucedistas, que nunca tantos hicieron tan poco en favor de una verdadera transformación de la Administración pública, con el fin de acompasarla al ritmo de los nuevos tiempos y ajustarla a las exigencias de la Constitución.
El partido socialista ha detectado esta pasividad y tomado buena nota de que UCD no estaba dispuesta a afrontar, con el consiguiente desgaste político, el gran reto de la reforma administrativa. Así, en el XXIX Congreso, celebrado en 1981, una de las conclusiones ratificaba la idea de que "a medida que transcurre el tiempo desde la instauración de la democracia aparece cada día más nítidamente que la consolidación de la misma pasa, por una reforma en profundidad de la Administración pública.
Para el PSOE, como defectos más graves de nuestra Administración, hay que resaltar "la estrecha connivencia y mezcla en sus niveles directivos de los intereses públicos y privados", determinando que el poder político, el administrativo y el económico residan en las mismas manos. La Administración local, aplastada y doblegada por un centralismo feroz, apenas se ha desarrollado y es en sus dimensiones básicas muy inferior a la de otros países de Europa. Tampoco el funcionamiento del engranaje estatal y paraestatal alcanza módulos elementales de eficacia y profesionalidad, mientras se produce "una patrimonialización abusiva por parte de ciertos grupos de funcionarios" que usufructúan parcelas enteras de aquél. Y, en cuanto a los esquemas organizativos, hay "una enorme cantidad de organismos y entes administrativos que funcionan como compartimentos estancos entre sí", a la vez que existen multitud de cuerpos y escalas de funcionarios que se interfieren y condicionan recíprocamente.
Cambios en la función pública
Una parcela esencial de la Administración pública es la que forman los funcionarios. De ahí que el PSOE, consciente y conocedor de los problemas que les afectan, trate de atacarlos con un repertorio de medidas que, en su conjunto, hay que calificar como moderadas y sensatas. No estamos ante soluciones radicales (por ejemplo, la supresión del sistema de cuerpos), ni ante proposiciones innovadoras (por ejemplo, la aplicación del régimen funcionarial tan sólo a un sector dé la función publica, sometiendo al resto al régimen laboral), sino más bien ante iniciativas que no aspiran a trastrocar de arriba abajo las líneas maestras de nuestra burocracia, sino a reordenarla paulatina y gradualmente. Quizá las dos aportaciones socialistas más llamativas sean la de defender el derecho a la negociación colectiva de los funcionarios públicos y que sólo se admite en algunos países europeos (Bélgica, Italia y Suecia), y la de elaborar, cada año, un plan de oferta de empleo público que venga a racionalizar la política de acceso a los destinos y ocupaciones del sector público.
A mi juicio, estos dos puntos son los que merecen una atención más especial por lo que suponen de progreso y originalidad. Los demás puntos recogidos en el programa socialista, tales como la profesionalización, la carrera administrativa, la unificación de cuerpos, las incompatibilidades, el horario, las retribuciones, etcétera, no quiero decir que no sean importantes, que lo son, y mucho, sino que son tan elementales, tan básicos, que casi no debiera ni discutirse a estas alturas. En otras administraciones públicas, este tipo de cuestiones están ya plenamente superadas y se dan por resueltas a nivel legal. Aquí todavía seguimos discutiendo sobre las oposiciones, sobre la carrera administrativa, sobre los niveles político y administrativo, lo que es un certero e infalible índice del grado de inmadurez y retraso en que nos encontramos. Aquí todavía seguimos defenestrando jefes de negociado cuando hay un cambio en el poder, mientras en Europa son estables los directores generales (Francia) e incluso los subsecretarios (Inglaterra); o permitiendo que los cuerpos de funcionarios se autogestionen sus retribuciones a espaldas de la sociedad, o tolerando que miles y miles de funcionarios, los de la Administración local, carezcan de un derecho tan vital como es el de la Seguridad Social.
Este lamentable panorama no es más que la prueba fehaciente de que los poderes públicos no han tenido la audacia de abordar las grandes cuestiones pendientes para la generalidad de los funcionarios; prefiriendo satisfacer las apetencias insolidarias de los grupos más influyentes a costa de marginar las legítimas aspiraciones de la mayoría.
Verdaderas dimensiones del problema
A los hombres del PSOE les acecha el riesgo muy próximo e inmediato de que su pretendida reforma. administrativa sólo toque la fachada, sin penetrar en las interioridades y amplias avenidas de la Administración. Quiero decir que, por ejemplo, no hasta con instaurar un régimen severo de horarios ni con aplicar un estricto régimen de incompatibilidades que, a lo mejor, sólo se aplica a los funcionarios medios e inferiores, mientras que, como ha ocurrido en ocasiones precedentes, los altos funcionarios seguían compatibilizando lo divino y lo humano.
Estas y otras medidas son necesarias, pero van a resultar absolutamente insuficientes, ya que de lo que se trata, y ahí radica el fondo de la cuestión, es de organizar el trabajo, de incentivar a los funcionarios, de implicarles responsable mente en las tareas, de repartir los efectivos con cabeza y sin fáciles demagogias, de dignificar el ejercicio de las actividades públicas, de conseguir una adecuada productividad, de clarificar organigramas, de sanear los espacios administrativos de todo lo que suene a desidia, corrupción o incompetencia. Tales son las auténticas dimensiones del problema que, por tanto, no se solucionará con el artificio de unas medidas halagadoras, tal vez, para la opinión pública, pero impropias para desmontar las imperfecciones existentes.
El impulso de los políticos
A mí me pareció siempre que la Administración y la función pública no han actuado estos últimos años como debieran por la sencilla razón de que falló el resorte más decisivo: el propio Gobierno, o sea los políticos. Quiero significar que no es posible, aquí ni en ningún sitio, que el dispositivo administrativo-burocrático funcione correctamente si quien ha de impulsarlo, dirigirlo y controlarlo, las instancias políticas, se resienten en su contextura y no están en condiciones de marcar el rumbo que ha de seguirse. El PSOE, que llegó eufórico al poder, no debe olvidar esta verdad tan simple como trascendente: para que la Administración marche al compás que requieren las circunstancias, para que la función pública sea un factor de dinamismo social, el poder político debe saber jugar su protagonismo y presentarse como el primer factor de impulsión. En caso contrarío, por bellas medidas que se dibujen en las campañas electorales, el camino de la reforma administrativa seguirá una vez más sin andarse, y por todos los ambientes de la sociedad española se extenderán la desilusión, la impotencia y la frustración.
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