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Efecto y defecto del caso Valladares

Fernando Savater

Cuando en su día un grupo de intelectuales franceses suscribió una desoída petición de clemencia a De Gaulle por la vida de Robert Brasillach, Albert Camus insistió en acompañar su firma de una nota que aclarase el motivo de su intervención: oposición a la pena de muerte en todos los casos. Robert Brasillach, además de colaboracionista con los nazis y denunciante de judíos durante la ocupación (de modo mucho más activo y eficaz que Céline), fue un discreto poeta, y nada más, cuya exaltación posterior poco menos que al genio es puro revanchismo derechista. Pero a Camus lo que le interesaba dejar claro es que no pretendía con su firma rescatar del pelotón de fusilamiento el talento de un poeta, fuese cual fuese (¿qué pesaba más en la balanza, la obra del literato o la del traidor?), sino la vida de un hombre. En tales casos, ningún mérito puede ir por delante de éste. Hace unos años, cuando se estrenó en España la película Galileo, de Liliana Cavani (quizá la menos mala de su deplorable filmografía), me atreví a protestar por el tratamiento que en ella recibía el caso Bruno y el del propio Galileo. Como por lo visto a la directora italiana lo que más le interesaba era probar que ambos tenían razón según la ciencia moderna frente a los inquisidores (y de aquí la injusticia oscurantista que con ellos se cometía), al pobre Bruno le hacía proferir unos fragmentos de doctrina más propios de la Dialéctica de la naturaleza, de Engels, que del autor de los Furores heroicos. Lo cierto es que, bien mirado, el cardenal Belarmino era más racionalista al gusto de nuestro actual sentido común que Giordano Bruno y, si enfocamos el asunto desde la teoría de la relatividad, quizá tuviese tanta razón como el propio Galileo. Pero ¿altera esto en algo la verdadera cuestión de fondo? ¿Acaso, si la historia de la ciencia hubiese confirmado inequívocamente el punto de vista dogmático de los inquisidores frente a Bruno, y Galileo, se confirmaría así la legitimidad de la persecución que sufrieron? ¿O es que quienes tienen ideas equivocadas pueden ser sin escándalo quemados o encarcelados por ellas?Todo esto viene a cuento de la desazón que se nota entre algunos de los que en su día solicitamos más de una vez públicamente la liberación de Armando Valladares -y volveríamos a hacerlo en situación semejante- ante la presencia de éste, por fin libre, entre nosotros. Hay que reconocer que la imagen pública de Valladares no es precisamente arrebatadora, salvo si uno es maniaco del anticomunismo o monja. En primer lugar, se habló de un exhausto paralítico, y se nos presenta un mozo de aire muy saludable. En segundo lugar, se dijo de él que era poeta, dictamen que no resiste la confrontación con ninguno de sus textos, por muy generosos que seamos en la aplicación genérica de tal calificativo literario. En tercer lugar, sus proclamas religiosas, no demasiado sutiles, y su insistencia en detallar qué requisitos ceremoniales considera imprescindibles antes de lanzarse a cumplir el débito conyugal ("sabes, chico, no somos bestias", etcétera ... ) tampoco logran emocionar a quienes compartimos mediocremente tales fervores. Pero lo peor de todo son los promotores que le rodean, reclutados entre lo más consecuentemente repugnante del panorama ideológico del momento. Los tales le declaran su cariño a voces, le proclaman una especie de cruce entre Miguel Hernández y San Tarsicio, regañan a quienes se le acercan sin el respeto debido y le hacen entrevistas apocalípticas donde la simplicidad algo mema de las respuestas se ve subrayada por cavernosos comentarios del interrogador: "Aprendan nuestros ingenuos progresistas... Avive el alma, dormida y despierte contemplando cómo se va el liberal y nos llega el comisario tan callado, etcétera...". Todo lo cual dificulta un tanto -o al menos desconcierta- la espontánea simpatía que reservábamos para el perseguido.

Hasta el punto que corremos el riesgo de olvidar que el perseguido es realmente un perseguido. Que, como tantos otros en numerosas partes del mundo, ha sufrido una inicua represión por sus ideas, sean éstas cuales fueren. Que la magnificación de su figura y su consiguiente utilización por determinados sectores no es culpa suya, sino de la torpe dictadura burocrática que le privó de sus derechos elementales y le regateó la dignidad debida como ciudadano. La solidaridad que despierta no se la gana como poeta ni por sus ideas religiosas o comentarios políticos, sino por el puro y simle ejemplo de lo que con él se ha hecho. Y es que los derechos humanos no son algo que se llega a merecer por ser un notable artista, o un gran científico, o un perspicaz ideólogo, ni si quiera un luchador honrado y consecuente, sino que son el mínimo intangible que a cualquiera le ha de ser reconocido por el solo factor de pertenecer a la comunidad humana. No son tanto una conquista política como el pacto ético que pretende resguardarnos de los efectos antihumanos del partidismo político. De aquí les viene su carácter más distintivo: la incondicionalidad. En cuanto un grupo pone condiciones a los derechos humanos o matiza circunstancialmente su aplicación y salvaguardia, ya ha pecado contra ellos al menos en espíritu.

Por esto preocupa oír a ciertos humanistas y a ciertos revolucionarios exigir requisitos o marcar diferencias en lo que o es incondicional o no es. Por ejemplo, Bernard-Henry Levy, usual defensor attitré de los derechos humanos, que llega a felicitarse de su violación si las víctimas son palestinos y que distingue entre la urgencia metafísica de luchar por los derechos humanos en Polonia y la reivindicación más postergable de los mismos en El Salvador o Guatemala. O, por ejemplo, los verdugos institucionales de ETA, siempre dispuestos a explicar a los dóciles posesos que les escuchan las terribles culpas de sus ejecutados. Y el descerebrado autosatisfecho se dice: "Ya sabía yo que algo habrían hecho...". Pues bien, si alguna lucha puede ser llamada revolucionaria, progresista, humanista o como ustedes quieran es la que afirma contra viento y marea que nadie merece la pena de muerte, que nadie merece la tortura, que nadie merece ser privado de libertad de expresión o perseguido por sus creencias y que ningún régimen político puede, esgrimir otra legitimidad que la coacción violenta si impide la libre asociación con fines cívicos. Lo demás es mafia de unos o mafia de otros: pero entre las mafias, lo justo es no elegir.

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