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El discurso del Rey

(...) Una vez más, en un momento decisivo de nuestra evolución política, el Rey ha dejado oír su voz para recapitular los logros de esa evolución, llamar la atención sobre sus peligros y apuntar soluciones. Su intervención en la apertura de la nueva legislatura de las Cortes merece ser leída y releída, analizada y meditada por todos los españoles, de cuyas inquietudes y esperanzas ha sido fiel intérprete, y por los políticos, que han sido sus inmediatos destinatarios. Es un discurso en el que, desde el puesto que le corresponde como Rey constitucional y máximo representante de la Nación, colocado por eso en un plano más alto del político, ha sabido señalar a los políticos el camino para que su legítimo pluralismo concurra en definitiva a aquellos fines en los que todos los españoles estamos interesados.En su breve y excelente interveción previa, el nuevo presidente del Congreso, señor Peces-Barba, expuso cuál es el lugar que en una Monarquía parlamentaria como es la nuestra corresponde a la Corona, como símbolo de la unidad y la permanencia por encima de la alternativa constitucional de los partidos. Las palabras de don Juan Carlos fueron la mejor demostración de cómo esos valores de unidad y permanencia han pasado de ser la fría expresión de un texto legal a encarnarse en su persona hasta el punto de que, como dijo el presidente del Congreso, los tres gritos con que éste acabó su disertación -¡Viva el Rey! ¡Viva la Constitución! ¡Viva España!- puedan sonar como un mismo y único grito.

Si el concepto dominante en la disertación del señor Peces-Barba fue el de la Monarquía, la intervención del Rey fue un discurso sobre el Estado, considerado como objetivo al que deben tender los gobernantes para servir a través de él al pueblo. Si ese pueblo ha sabido manifestarse de modo impresionante contra cualquier extremismo minoritario y violento; si ha demostrado también que sabe juzgar a quienes le gobiernan y premia las expectativas ilusionantes y sanciona la estrechez de miras, y si, por otra parte, la colaboración entre vencedores y vencidos ha sido la característica del período poselectoral, gracias a la serenidad de los primeros y a la comprensiva actitud de los segundos, síguese de ahí que el mismo espíritu debe inspirar en lo sucesivo la consideración del Estado como algo a salvo de los avatares de la política, a cubierto de contingencias y relevos, para que en ese plano los gobernantes puedan acometer la solución de los grandes problemas nacionales en los que todos podemos mostrarnos de acuerdo.

Estamos citando casi literalmente al Monarca, cuyo discurso nos atreveríamos a sintetizar en dos palabras: la primera, referente a los fines, "integración"; la segunda, concerniente a los medios, "prudencia". De leyes justas, oportunas, integradoras y prudentes habló.

Y obsérvese -dijo- que trabajando para el interés nacional y el robustecimiento del Estado es como los partidos se robustecen, y no atendiendo a fines exclusivamente partidistas. En definitiva, y ante el inicio de una nueva etapa política, el Rey instó a que esta política sea ambiciosamente nacional. Su referencia final al "mutismo glorioso" de las Fuerzas Armadas, disciplinadas y abnegadas víctimas de la transición, fueron acogidas con un aplauso por las dos Cámaras reunidas, y creemos que debe servir para disipar de una vez campañas alarmistas, malévolas o irresponsables. La democracia está consolidada, y si algo puede ponerla en peligro no serán las agresiones externas, sino las divisiones interiores que una política desacertada pudiese producir.

No hemos puesto en este comentario nada de aplauso cortés, nada que no sea la estricta, y en este caso consoladora, justicia. España tiene todo un pueblo. Este pueblo tiene todo un Rey. A los políticos toca demostrar, con su sentido del Estado, que España tiene también unos gobernantes. (...)

26 de noviembre.

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