Que el Estado funcione
ENTRE LAS expectativas de cambio suscitadas por la oferta electoral de Felipe González figura, en lugar destacado, el compromiso socialista de luchar para que las cosas funcionen en nuestro país, objetivo compartido por la totalidad de los españoles siempre y cuando sean los demás quienes corran con las cargas necesarias para poner en práctica ese llamamiento a la eficacia, a la responsabilidad y al trabajo bien hecho. Por esa razón, el futuro Gobierno socialista tiene el deber inexcusable de ocupar el primer puesto en esa empresa colectiva de moralización de la convivencia social, a fin de lograr que las exhortaciones retóricas terminen materializándose, por la vía del ejemplo, en hábitos de conducta. Los representantes electos de la nueva mayoría y los cargos públicos de libre designación por el poder ejecutivo socialista estarán obligados al escrupuloso cumplimiento de sus funciones y a la completa transparencia de sus actuaciones.La anunciada ley de Incompatibilidades permitirá comprobar la firmeza de las promesas socialistas en lo que se refiere al definitivo abandono de esas prácticas viciosas con los fondos públicos, a caballo entre la corrupción y la indelicadeza, que tanto han prodigado en nuestro país los ocupantes de los puestos políticos. La pluralidad de ingresos pagados por el presupuesto -acumulando el beneficiario remuneraciones como representante electo en el Parlamento y la Administración local, cargo del poder ejecutivo, funcionario de carrera, asesor ministerial, consejero de empresas públicas, etcétera- ha sido el caso más estridente de apropiación privada, sin infracción formal de la legalidad, de los recursos públicos. Pero los futuros gobernantes, además de aplicarse a sí mismos el régimen de incompatibilidades por el que habían luchado mientras permanecían en la oposición, deberían prohibirse también la utilización de los gastos estatales para fabricarse economías externas, buscar gratificaciones simbólicas o colocar a sus clientelas, rehuyendo el peligroso camino iniciado en alguna comunidad autónoma. La pedrea de los centenares de cargos de libre designación en las administraciones públicas y en las empresas estatales -hasta ahora confortable asilo para políticos en vez de incómodos embolados para gerentes- servirá como piedra de toque de la sinceridad de esos propósitos. Seguramente el monto total de esos ahorros será, dentro de las cifras billonarias del gasto público, el equivalente del chocolate del loro. Sin embargo, no se trata de cuestiones de intendencia, sino de ética política. Y tampoco se trata de moralinas para puritanos, sino de obvias exigencias para los administradores de bienes ajenos. Porque resultaría difícil que los ciudadanos respondieran con convicción a los llamamientos de solidaridad ante la crisis si descubrieran que los nuevos gobernantes se disponían a manejar los dineros públicos con el mismo desenfado que algunos de sus predecesores.
Pero los parlamentarios, los gobernantes y los cargos políticos, aunque ocupan el vértice jerárquico de la organización estatal, constituyen una ínfima minoría de las personas que trabajan para la Administración pública y obtienen sus ingresos de esa fuente. Su honestidad y dedicación serán una condición necesaria, pero no suficiente, para conseguir que la función pública de verdad funcione y se convierta en motor de arranque del resto del país. La Administración es todavía para muchos españoles, dignos herederos de los personajes galdosianos, un cobijo vitalicio que protege contra las inclemencias del despido, se comporta como patrón benevolente con sus empleados y equilibra la mediocridad de las remuneraciones con la tolerancia para los bajos rendimientos, el incumplimiento de los horarios o el absentismo. Sería injusto, sin embargo, ignorar la otra cara de la moneda y olvidar que un sector cada vez mayor del funcionariado cumple ejemplarmente con su trabajo, defiende la idea de servicio público y tiene la voluntad -para expresarlo con palabras de Ortega- de "hacer eficaz la máquina del Estado". En definitiva, una Administración, comparable a la de los países industriales, que huya del doble riesgo de asumir el protagonismo de la entera vida social y de sumirse en la rutina y en la ineficiencia.
La tarea de reforma con la que se enfrentará el futuro Gobierno socialista es complicada y difícil, ya que nuestra Administración pública, engrosada y deformada bajo el franquismo, ha hecho suyas, sin plena conciencia, aquellas terribles palabras de Sancho: "Yo imagino que es bueno mandar, aunque sea a un hato de ganado". Los tiempos de Larra se hallan separados de los nuestros por el enorme crecimiento de los aparatos administrativos y el aumento de sus competencias. Por esa razón, el vuelva usted mañana del siglo XIX agrava ahora su intrínseca desconsideración con las multiplicadas repercusiones negativas sobre una sociedad a la que el intervencionismo estatal abruma con permisos previos, licencias de apertura, papeleos infinitos y trámites interminables. Según la encuesta de población activa del segundo trimestre de este año, 1.600.000 personas están empleadas en el sector público, sobre un total de 10.900.000 españoles ocupados. Mientras nuestra población activa ha descendido, a lo largo de los últimos cinco años, en millón y medio de personas, el sector público ha engendrado 260.000 nuevos puestos. Las remuneraciones de personal de las distintas administraciones públicas rebasan el billón y medio de pesetas y aproximadamente un tercio de las personas que trabajan por cuenta ajena viven de los aparatos estatales. A estas impresionantes cifras hay que añadir los asalariados de las empresas públicas, carentes de derechos vitalicios, pero beneficiarios en muchos casos de la irresponsable prodigalidad de unos ineficientes gestores que, protegidos de la quiebra por el pozo sin fondo del presupuesto nacional, aplican el dinero de los contribuyentes a la fabricación de números rojos.
El futuro Gobierno socialista heredará, así, una Administración elefantasiaca, cara, ineficiente, torpemente intervencionista, mal preparada para dirigir una sociedad industrial en tiempos de crisis y atrincherada tras gruesos muros de piedra insolidaria que la aíslan de unos administrados a los que ignora. Los elevados costes de personal, de añadidura, no le dejan al Presupuesto renglones disponibles para sufragar servicios públicos, prestaciones sociales e inversiones de infraestructura. Ahora bien, la Administración pública no es un cuerpo extraño superpuesto a la sociedad, sino la organización de centenares de miles de personas, que también ejercen sus derechos ciudadanos, integradas en una estructura jerarquizada sometida a normas. Dentro de ese gigantesco colectivo hay, sin duda, un gran número de hombres y mujeres que han votado a Felipe González y que son los primeros interesados en que el Estado funcione. El futuro Gobierno socialista no querrá, lógicamente, enajenarse las simpatías de ese sector del funcionariado y tendrá que escuchar sus opiniones y satisfacer parte de sus aplazadas demandas. Pero la aceptación de esas reivindicaciones debiera tener como contrapartida la buena disposición de los afectados para colaborar en las tareas de moralización referentes al cumplimiento de los horarios, el absentismo, el pluriempleo, etc. El sentido común puede ser un útil consejero para facilitar el entendimiento e impedir una manipulación corporativista de los sentimientos de solidaridad orientada a hacer inviable cualquier reforma; por ejemplo, la jomada a tiempo parcial, con la correspondiente congelación de sueldos, puede ser más rentable para la Administración y más beneficioso para los funcionarios que obligar a estos a estirar un horario que no justifica el trabajo pendiente.
No cabe olvidar, en cualquier caso, que la Administración pública también cobija en su seno mafias dedicadas a la colusión con intereses particulares y altos cuerpos que han patrimonializado como bienes privados la función pública. Del futuro Gobierno socialista, esperan los ciudadanos, incluido buen número de funcionarios, una verdadera reforma de la Administración, que aumente sus rendimientos, racionalice su organigrama, simplifique su diseño, abarate su mantenimiento, disminuya la separación entre administradores y administrados, persiga las corrupciones y acabe con la altanería de los cuerpos privilegiados, que han terminado por creerse que son los dueños y no los servidores del Estado.
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