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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
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El mito de la investigación farmacéutica en España

Se oye decir con insistencia que "la empresa farmacéutica es una industria con vocación investigadora", frase que, en cierto modo, pretende identificar la investigación farmacéutica con el cumplimiento generoso de una tarea voluntaria y abnegada. La verdad, sin embargo, es más vulgar. La empresa farmacéutica, como la de cualquier otro sector, investiga con el único fin de competir comercialmente; investiga para conseguir un producto nuevo y exclusivo que le proporcione dominio del mercado. "La innovación condiciona la posición (de la empresa farmacéutica) frente a los competidores y, en definitiva, su supervivencia más que ningún otro factor" (OCDE, 1980). Algunos -escasos- medicamentos nuevos aportan, además, auténticos beneficios sanitarios, sociales y económicos; la mayoría son simples novedades innecesarias.La investigación farmacéutica no es, pues, otra cosa que el mecanismo para acceder a una posición de virtual monopolio (la exclusividad de un medicamento) e impulsar al máximo las ganancias de la empresa. Permite a ésta, también, eludir en parte la intervención gubernamental y establecer de hecho el precio de sus productos. Cuando alguna de las compañías farmacéuticas multinacionales, las únicas que poseen la enorme capacidad económica indispensable para investigar, observa que la rentabilidad de uno de sus fármacos se deteriora por la inflación de costes o disminuye su cuota de mercado procura presentar un producto similar nuevo o aparentemente nuevo -con frecuencia derivado del antiguo por una ligera manipulacion molecular- que pueda ser autorizado a un precio de venta muy superior.

Siendo un medicamento original y exclusivo, las autoridades farmacéuticas carecen de referencias para discutir fundadamente y recortar, si fuese necesario, el precio propuesto por la empresa. En realidad, es la empresa multinacional, y no las autoridades farmacéuticas, quien fija el precio del producto. Así, por el artificio de crear medicamentos nuevos con precios altos, las multinacionales regeneran su rentabilidad y, a la vez, escapan en buena medida al control de Precios del Gobierno. (Para detener este costoso carrusel de novedades habría que introducir en la normativa del registro de medicamentos un estudio comparativo de la eficacia clínica y del precio del nuevo fármaco en relación con los terapéuticamente análogos que se encuentren en el mercado, estudio que sería realizado en centros estatales. Si el nuevo producto demostrase apreciables ventajas clínicas o económicas, un precio más alto estaría justificado; de otro modo, se negaría el registro del producto o, en el mejor de los casos, se autorizaría al mismo precio que el de los similares antiguos. Sin tal estudio comparativo, la reglamentación farmacéutica actual resulta, en la práctica, regida por el absurdo y peligroso criterio de que cualquier molécula nueva -y por ello más cara- es, invariablemente, y sólo por ser nueva, más eficaz, menos tóxica y más ventajosa que sus antiguos similares terapéuticos.)

La investigación, por otra parte, es un privilegio. Solamente pueden investigar aquellas empresas farmacéuticas que alcanzan una cifra de ventas muy elevada y disponen de una enorme capacidad financiera. Si la industria farmacéutica española investiga poco, es, simplemente, porque su economía no le permite hacer otra cosa. A nuestra industria no le falta voluntad, sino recursos. La cifra más alta que en 1981 invirtió en investigación un laboratorio español no llegó, seguramente, a doscientos millones de pesetas, mientras que cualquiera de las cincuenta primeras firmas multinacionales dedica cada año entre 8.000 y 20.000 millones de pesetas. Tan tremenda diferencia se acentúa todavía al considerar el elevadísimo y creciente costo que tiene la obtención de un medicamento nuevo (en el Reino Unido, por ejemplo, 58 millones de libras en 1978; hoy, probablemente asciende a los 75 u 80 millones de libras, unos 15.000 millones de pesetas) y el carácter competitivo de la investigación farmacéutica, que no es un ejercicio de indagación científica capaz de desarrollarse paulatinamente con medios escasos, sino un proceso de invención apremiado por la competencia comercial. La lucha por el dominio del mercado es implacable y por eso, en investigación farmacéutica, desde el primer día, hay que hacer, como mínimo, tanto como lo que pueda hacer el competidor. Las actitudes de ir empezando, o de paso a paso, o más vale algo que nada no conducen más que a engañarse uno mismo y tirar el dinero.

Hacia la fusión

No parece, sin embargo, a juzgar por los criterios seguidos en las ayudas establecidas en España, que las autoridades farmacéuticas del Ministerio de Sanidad y del Ministerio de Industria, la Comisión Interministerial y la Comisión Asesora de Investigación hayan comprendido que la naturaleza de la investigación farmacéutica es mercantil. La concesión a determinadas empresas farmacéuticas de contratos concertados con el Estado de presupuestos anuales cortos y, necesariamente, infecundos (ridículos ante las inversiones de los laboratorios multinacionales) han servido para poco más que para mitificar una investigación epidérmica e inútil. ¿Cuántos productos auténticamente nuevos se han obtenido en España?. En una intervención ante el Senado, en 1978, el ministro de Sanidad solamente pudo citar uno, que, por otra parte, no ha logrado ser incluido en las farmacopeas de crédito (europea, inglesa, norteamericana), ni alcanza en nuestro propio país ventas significativas. Son, incluso, poco numerosas las novedades españolas derivadas de meros retoques químicos de una molécula original. En función de ese montaje de investigación improductiva se otorgan cartas de nobleza a algunos laboratorios.

Esas empresas, calificadas de investigadoras, reciben un especial aumento en el precio de sus productos, que, en 1981, ha supuesto 1.300 millones de pesetas repartidas entre unos sesenta laboratorios. Con tan particularísimo aumento de precio, las autoridades farmacéuticas reembolsan a la empresa la cantidad invertida -o quizá más- en investigación, lo cual supone, por una parte, que la investigación es considerada por las citadas autoridades como gasto corriente, cuando a todas luces es inversión, y, por otra parte, que se obliga al consumidor español de ciertos productos farmacéuticos a donar gratuitamente su propio dinero -las pesetas que supone el aumento de precio especial- a una empresa privada. Las autoridades farmacéuticas imponen así, de hecho, al ciudadano español y, sobre todo, a la Seguridad Social, una exacción a favor de determinadas empresas farmacéuticas, algunas de ellas multinacionales, a las que convierten por las buenas en lo que los anglosajones llaman taxing authority, es decir, en entidades con autoridad para imponer una tasa a los consumidores de sus productos, poder que, obviamente, sólo corresponde al Estado. Tan aberrante situación parece, incluso, impensable; sin embargo, ahí está, real y difundida en la Prensa (del día 12 de febrero de 1982) por los propios Ministerios de Sanidad y de Industria como una decisión ejemplar. La mitificación de la investigación ha hecho, sin duda, su camino. Hasta se habla de que la investigación debe incluirse, ya abiertamente, en el escandallo o estructura del precio de los medicamentos.

La investigación farmacéutica la hace quien puede y no quien quiere. Investigan las grandes empresas con abundantes recursos y no las medianas y pequeñas, que malviven. Y ninguna compañía farmacéutica española se acerca siquiera a la dimensión suficiente para llevar a cabo una investigación fecunda y competitiva, indispensable para sobrevivir. De ahí que el único medio de desarrollar en España una firme investigación farmacéutica y mantener una industria nacional sea, a mi juicio, la reestructuración del sector mediante la fusión de los trescientos laboratorios existentes, o de su mayor parte, en sólo cinco o diez entidades importantes. Cada una de éstas podría ya hacer investigación, en concurrencia con las multinacionales, por la conquista del mercado y sin necesidad de ineficaces ayudas estatales.

Enrique Costas Lombardía es economista.

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