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La 'cuota' de violencia de la campaña electoral es excesiva para un país de dimensiones continentales

, ENVIADO ESPECIALLa muerte a balazos, el miércoles por la noche, de un candidato a alcalde en un pequeño municipio de Pernambuco apenas mereció una quincena de líneas en las páginas interiores de la gran Prensa paulista. Marne Urquiza, que figuraba en una de las listas oficiales, fue ametrallado desde un coche en marcha.

A tres días de las elecciones, es la última víctima en una lista de, por lo menos, veinte ciudadanos. Le precedieron el martes otras tres personas, baleadas en, medio de un mitin que el partido oficial celebraba en el Estado de Maranhão. A los abucheos de un grupo de asistentes contestó una persona desenfundando su revólver. Tres muertos y un herido grave fue el saldo del tiroteo, digno de una película del oeste.

A menudo este tipo de incidentes no pasan de ser, sobre todo en el interior del país, disputas caseras entre grupos rivales de un mismo partido, ya que la ley electoral permite presentar varias candidaturas bajo una misma sigla.

En el curso de esta misma semana se produjo otra batalla campal en la población de Río Verde (Estado de Goiás) entre seguidores del gubernamental Partido Democrático Social (PDS) y los del Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB). En esta ocasión no hubo muertos, porque los contendientes limitaron su armamento ofensivo a piedras, latas de cerveza vacías y naranjas. Hubo, con todo, quince heridos.

El diario conservador O Estado, de São Paulo, registraba esta semana en la parte inferior de una de sus páginas interiores, y bajo un título nada escandaloso, el siguiente balance de los últimos días: dos muertos y diez heridos en Bahía; un muerto en Minas Gerais; el hijo de un candidato del Matto Grosso, muerto a tiros por una discusión sobre los votos nulos; una candidata a concejala queda casi ciega en Espíritu Santo; en Pará, un enfrentamiento deja secuela de varios heridos; en Itaporanga es apaleado un simpatizante del PDS; en Natal, el PMDB pide tropas federales para garantizar los resultados, y en Río Grande do Sul interrumpen a tiros un mitin del Partido Democrático Laboralista (PDT).

Cuando los comentaristas hablan, pese a todo, de un clima de cierta normalidad, están en lo cierto. Brasil es casi la mitad de América del Sur. Es seguro que el resto del subcontinente tuvo esos mismos días una lista de muertos y heridos bastante más amplia, aun sin el ingrediente de las elecciones.

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Además, el brasileño común está acostumbrado a leer en la crónica negra de los diarios historias mucho más espeluznantes y asesinatos que a menudo aparentan ser casi gratuitos. Y en esa relación suele haber con excesiva frecuencia un protagonista: la policía, a través de sus múltiples cuerpos.

Las policías brasileñas

Esto explica que un diario nada sospechoso de izquierdismo, como O Jornal do Brasil, abogue desde sus páginas editoriales por una urgente reforma de la estructura policial, considerándola como un objetivo prioritario de la nueva etapa política que se inaugura con las elecciones.

La temible policía militar, que según expresión de los paulistas tira a matar antes de preguntar nada, es desde los tiempos de la lucha contra la guerrilla urbana un cuerpo que actúa con excesiva frecuencia al margen del Derecho, incluso del que ha dictado el régimen militar.

La persecución de un ratero de poca monta por las calles de São Paulo se convirtió la pasada semana en una carrera a tiros, que acabó con la vida de un modesto comerciante. Basta un movimiento extraño en un automóvil para que surjan los disparos, como acaba de suceder en Minas Gerais. Un muchacho sin antecedentes cayó muerto a las puertas de una casa de socorro.

En todos estos casos fue protagonista la policía militar, que desde la prepotencia que le otorgan las leyes de excepción mantiene además una ostentosa supremacía sobre la policía civil.

El Ministerio de Justicia parece estar estudiando un proyecto de reforma constitucional para limitar el campo de acción de la PM y restituir la salvaguardia del orden público a las instituciones civiles.

"Superada ya hace tiempo", escribe el editorialista de O Jornal do Brasil, "la fase revolucionaria, en la que el Gobierno federal consideró necesario centralizar en Brasilia los servicios policiales, es más que oportuno el estudio de medidas capaces de restablecer las normalidad constitucional y devolver a los Estados, con las reservas que sean necesarias, unas condiciones mínimas para que pueda resguardarse el orden público sin comprometer la seguridad de las familias y sin que perezcan los derechos y las libertades de los ciudadanos".

No son pocos los que creen que uno de los obstáculos más serios para una democratización real del país está en la omnipotencia de unos cuerpos policiales que, sobre todo en su misión militar, han tenido activa participación en la guerra sucia.

Aunque las acusaciones ante la justicia por hechos anteriores a 1979 son inviables, en virtud de una amnistía que amparó a los torturadores, los sectores más conscientes opinan que es hora ya de someter a la ley civil las actuaciones de la policía.

Otras violencias

No es casual que los Escuadrones de la muerte, simples prolongaciones del largo tentáculo, hayan hecho su reaparición en el último año, coincidiendo justamente con la fase más definida de la apertura.

El pasado fin de semana, catorce personas fueron muertas a tiros en el término de Caxias, un suburbio de Río de Janeiro que forma parte de la Baixada Fluminense, una enorme ciudad de chabolas que, según estudios recientes patrocinados por la ONU, se considera corno la zona de mayor violencia en el mundo.

La policía culpó de estas muertes a la guerra entre los narcotraficantes. Representantes de los vecinos afirman, por el contrario, que es la vuelta del Escuadrón de la muerte. La Baixada Fluminense no sólo es escenario de tiroteos casi diarios, sino un lugar donde se depositan cadáveres que encontraron la muerte en otras zonas de la ciudad.

En la época más dura de la represión, que se extiende desde 1969 hasta 1974, el régimen militar instrumentó tantos órganos represivos para eliminar al enemigo interior que ahora resulta casi imposible desmontar un aparato que en su día fue entrenado, además, para una guerra en la que valía todo.

Más allá de los proyectos aperturistas que maneja la cúspide del poder, los ciudadanos corrientes no pueden ocultar su escepticismo ante una democracia que nace en medio de un clima saturado de autoritarismo.

Esos rasgos de autoritarismo se expresan a veces en un tono menos peligroso, quizá, para la integridad de los ciudadanos, pero no menos sintomático. Así, la policía que acompaña al presidente Figueiredo en su campaña por el voto soportó el abucheo generalizado de Río de Janeiro, pero dos días después arremetía a golpes contra quienes intentaban repetir la experiencia en Minas Gerais.

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