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Tribuna
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El Papa, en Cataluña

Al hablar de la visita del Papa a Cataluña me vienen a la memoria dos recuerdos romanos. El primero es la sesión anual, celebrada en Roma poco después de la elección de Juan Pablo II, del grupo Bozze, integrado por cristianos muy de avanzada (Raniero La Valle, Giuseppe Alberigo, Giancarlo Zizola, Gianni Baget-Bozzo o Enzo Bianchi). Habían sido muy críticos con Pablo VI, y en cambio se mostraban esperanzados con el estilo iniciado por el nuevo Papa. Querían subrayar que lo recibían y aceptaban no a pesar de ser polaco, sino con todo su ser polaco. No querían que "para hacerse romano y universal tuviera que diluir su identidad de cultura, de lengua y de historia y alejarse de sus orígenes", porque la catolicidad "no es pérdida de identidad y progresiva cancelación de las diferencias, sino comunión de identidad y de diferencias". En aquella sesión de estudios de Bozze varios oradores subrayaron que mientras algunos papas italianos habían dejado la diócesis de Roma en manos de subalternos, él no parecía acomplejado, sino orgulloso de su origen.El segundo recuerdo que me viene a la mente es la plaza de San Pedro del Vaticano la tarde en que muchos miles de fieles esperábamos a Juan Pablo II de regreso de México. Unos grupos nutridos de jóvenes de Comunione e Liberazione repartían unas hojas con la letra, en polaco, de unas canciones que querían que cantáramos al Papa cuando apareciera. Ostentaban una pancarta que decía: "Queremos construir la Iglesia de Roma según el modelo de la Iglesia polaca". Esto me pareció excesivo, tirando más que a papismo a papanatismo. Eran como cierto catedrático que tuve que soportar, que se tenía por orador castelarino, sólo por el trémolo de voz con que soltaba los latiguillos de sus peroratas. Juan Pablo II es demasiado serio, como Papa y como hombre, para reducirlo a detalles secundarios o folklóricos.

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Lo más serio, a mi entender, del Papa actual es la robustez de su fe, que se traduce en el carisma de confirmar la nuestra. ¿Que se muestra demasiado seguro? ¿Pues no decían de Pablo VI que era un Hamlet, que se angustiaba, que necesitábamos un hálito de optimismo? Pues ahí va Juan Pablo II, inasequible al desaliento.

Necesitamos en Cataluña, como en todas partes, que el Papa nos confirme en la fe y nos libre de complejos de inferioridad eclesial (aunque sin confundir la fe teologal con la sociológica y, por tanto, sin recaer en triunfalismo ni en sectarismo); pero para los catalanes lo más destacado de la visita del Papa polaco es que con su fidelidad a sus raíces nos anima a mantenernos nosotros fieles a las nuestras. Y ya sabemos que la raíz última de Cataluña es la lengua. (¿Quién fue el cínico que dijo que un dialecto es la lengua de los pueblos que carecen de ejército propio?).

No se puede ser universal renunciando a la propia identidad, sino proyectándose a partir de ella. En los actos programados en Cataluña, el catalán habrá de aparecer como la lengua propia y normal de nuestro pueblo y, sin prescindir del castellano, se prevé un generoso uso del latín, lengua oficial de la Iglesia y de su obispo.

Deseamos y esperamos que la visita del Papa no sea desfile fugaz ante una masa, sino encuentro y diálogo con una Iglesia, con un pueblo. ¿Será precisamente por eso que la visita a Montserrat había despertado tanta suspicacia? Lástima que el recorte del tiempo concedido a Cataluña no permita contactos más profundos. Cataluña es tal vez el caso límite del equívoco entre dos modos de programar la visita papal a España: o un programa por materias (aquí los intelectuales, ahí los obreros, más allá las religiosas, etcétera), o un programa que le permita sumergirse en la realidad viva de las nacionalidades, países y regiones de la piel de toro, con toda la efervescencia de esperanzas y también de tensiones tanto cívicas como eclesiales que plantean. Pero reducir esa múltiple identidad al folklore sería resucitar el seudorregionalismo de coros y danzas o imitar la ingenuidad de Comunione e Liberazione.

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Hilari Raguer es monje de Montserrat.

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