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Visita de Juan Pablo II a España

El Papa pide en Sevilla medidas urgentes de los poderes públicos para rentabilizar el sector agrario

Juan Arias

Juan Pablo II expuso ayer en Sevilla, ante medio millón de personas, la necesidad de que "los poderes públicos afronten los urgentes problemas del sector agrario, reajustando debidamente costos y precios que lo hagan rentable, dotándole de industrias subsidiarias y de la transformación que lo liberen de la angustiosa plaga del paro y de la forzosa emigración, que afecta a tantos queridos hijos de esta y otras tierras de España". "Ojalá", dijo el Papa, "que las próximas etapas de vuestra vida pública logren avanzar en esa dirección, alejándose de fáciles demagogias que aturden al pueblo sin resolver sus problemas y convocando a todos los hombres de buena voluntad para coordinar esfuerzos en programas técnicos y eficaces". En este acto, Juan Pablo II beatificó a la religiosa sor Angela de la Cruz

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No hicieron falta ni paraguas ni abanicos. Porque ni llovió ni tampoco lució el sol de Sevilla. "¡Qué lástima, Dios mío! ¡Qué tiempo esaborío!", exclamaba una mujer que empinaba a su churumbel para que pudiera ver al papa Juan Pablo II, que estaba llegando al Campo de Feria para la primera gran manifestación de masas andaluza. El cielo sevillano era gris, de plomo y amenazaba lluvia.El DC-8 de la Fuerza Aérea, blanco, ribeteado de rojo, trajo ayer a Sevilla al papa Wojtyla, que por primera vez pisó suelo andaluz. No besó la tierra. Le saludó antes que nadie el arzobispo de la ciudad, Amigo Vallejo, que subió a recibirle al mismo avión. Abajo, en la escalerilla, le dio la bienvenida a Sevilla el presidente de la Junta de Andalucía, Rafael Escuredo. "El político más guapo de España", explicaba una chica a los periodistas extranjeros. Veinte mil personas aplaudieron con calor al Papa viajero en el aeropuerto de San Pablo.

En el Campo de Feria le esperaba ya más de medio millón de personas para asistir a la beatificación de esa santa tan sevillana: sor Angela de la Cruz. El primer gran cartel que apareció ante los ojos del Papa lo llevaba en procesión un grupo de jóvenes. Decía: "Andalucía con sor Angela, porque fue de los pobres".

En aquel Campo apretado de casetas durante las ferias sevillanas, en aquella "calle del infierno" de los caballitos, paraíso de los niños, el Papa celebró el acto solemne de una beatificación. Era la segunda vez en la historia de la Iglesa que un acto tan importante iba, a tener lugar fuera de San Pedro y de La Gloria de Bernini. La otra excepción la había hecho también el Papa Wojtyla en Manila. "Con nuestra autoridad apostólica...". La muchedumbre enmudece. Se oye hasta el tráfico lejano de la ciudad. Sor Angela de la Cruz va a subir a la gloria de los elegidos. Juan Pablo II siente la solemnidad del momento. Y se equivoca al pronunciar el nombre de la nueva beata. Dice Angéla, que resuena a todo altavoz. La gente aplaude como para perdonarle el error de acento. Un informador de la radio italiana comenta: "Es una equivocación profética. Quiere decir que Andalucía cambia acento, cambia tono". Detrás del Papa, el altar preparado para la ceremonia por los sevillanos. Imponente. Nunca Juan Pablo II tuvo, en todos sus viajes alrededor del mundo, algo semejante: 25 metros de alto, con el gigantesco retablo de plata repujada del orfebre jerezano Juan de Pina, del siglo XVII, que había sido usado para la canonización del rey san Fernando. Se conserva en la catedral de Sevilla. Es desmontable y se usa sólo el jueves santo.

El fondo sobre el que estaba colocado el soberbio retablo era de terciopelo granate. En lo más alto, la imagen de sor Angela, un retrato al óleo de dos metros de diámetro, regalo de la alcaldía de Sevilla. Como en San Pedro, en La Gloria de Bernini, el retrato, tapado hasta entonces por una cortina, fue descubierto en el momento solemne de su proclamación como beata.

La cuerda se encasquilló, no corría... Unos segundos de ansia en las hijas de sor Angela, que miraban extasiadas y doloridas. Y en seguida, la alegría, los aplausos y la suelta de 300 palomas, que hicieron mil piruetas sobre la muchedumbre, para alejarse seguidamente por detrás del altar: "¡Qué pena que al menos una no haya ido a posarse sobre el Papa", suspiró una señora de las primeras filas, tocada de peineta y mantilla hasta los pies, devotísima.

Silencio impresionante

Los que llegaron de fuera de Sevilla se maravillaron viendo aquella marea de gente andaluza, durante la ceremonia, siempre en silencio, sin aire de fiesta, severa en su religiosidad, sin más folklore que el número final de los seises de la catedral bailando ante el Papa "Pero ¿qué les pasa a estos sevillanos que están tan serios?", preguntaban algunos observadores. Le respondió en seguida un sacerdote de Sevilla: "Para que vean que nuestra religiosidad, cuando es necesario, sabe ser austera, respetuosa y honda". No hubo casi aplausos, ni cuando habló el Papa y dijo que "el campo continúa siendo hoy la cenicienta del desarrollo económico". No cabe duda que los sevillanos son obedientes porque la megafanía había pedido antes de empezar, a grandes voces: "No interrumpan al Papa cuando hable". Y en seguida, todos en silencio. "Sólo cuando el Papa levante los ojos, ustedes ya le conocen", subrayó el monitor, pueden aplaudir". Pero ayer el Papa no declamó. Leyó su sermón sin cambios de voz, como ajustándose al clima de pobreza y de austeridad que inspiraba la nueva santa, de la que dijo el Papa que "había vivido las condiciones existenciales propias de los pobres".La radio estaba anunciando que se habían recogido bolsas de sangre del grupo sanguíneo de Karol Wojtyla por si, decía, "desgraciadamente se hicieran necesarias". Felizmente, no lo fueron.

El cielo seguía siendo gris. Sólo una vez parecía que el sol quería iluminar a Sevilla: "Que sale, que sale", decía la gente. Y salió un momento; pero no allí, más tarde, cuando el Papa se despidió de los sevillanos desde el balcón del palacio arzobispal, al lado de la Giralda, para rezar el ángelus con la gente que se había apiñado en la plaza, y todos aplaudieron al sol. Desde los balcones llovían papelillos que se quedaban pegados en los naranjos. Los jóvenes levantaban en alto las guitarras. En un edificio a la izquierda de donde hablaba el Papa, cinco monjitas agitaban en el balcón, como locas, globitos inflados blancos y amarillos. Tan contentas que casi se salían del balcón.

Y Juan Pablo II acabó con un gesto de los suyos. Llamó a su balcón, para estar a su lado, al anciano cardenal Bueno y Monreal. La muchedumbre le aplaudió con calor, quizá recordando los tiempos en que había abierto ese palacio a los sin techo o cuando, a la vuelta del Concilio, había confesado en la catedral: "Vuestro arzobispo ya no es el mismo. El Concilio le ha convertido".

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