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Los católicos ante el Papa

Con motivo de la visita del Papa es preciso recordar qué significado tiene su figura dentro del catolicismo.En el siglo pasado y en parte de este que corre llegó a su culmen la figura del Papa dentro de la Iglesia. Y particularmente entre nosotros, los españoles, se desarrolló una verdadera papolatría. Hoy, sin embargo, hemos puesto las cosas en su sitio siguiendo el sencillo expediente de mirar a la historia con un poco más de perspectiva. Y el Concilio Vaticano II ha ayudado mucho, poniendo un freno a todos los ultras y abriendo las ventanas de la Iglesia.

George Bernard Shaw, en el prólogo de una de sus obras, se muestra sorprendido al haber encontrado que el papado católico había tenido gran importancia histórica, pero que la famosa infalibilidad pontificia -tan combatida por los protestantes- no había tenido la trascendencia que unos y otros le habían dado a partir del Concilio Vaticano I. Es más, con gran sinceridad llegó a confesar: "Informaría mejor a mis lectores protestantes si les dijera que la infalibilidad del Papa es, con toda seguridad, la más modesta pretensión de este tipo en la existencia de los hombres. Y comparado con nuestras infalibles democracias, nuestros infalibles congresos médicos y nuestros infalibles Parlamentos, el Papa está situado mucho más abajo". Lo mismo que señaló el más importante pensador católico del siglo XIX, el famoso cardenal inglés John Henry Newman. Porque, ¿no dicen algunos teólogos -y nadie los ha condenado- que probablemente sólo utilizó el Papa esa prerrogativa en dos ocasiones en su larga historia de veinte siglos y sobre materias que no parecen tan esenciales?

Lo que ocurre es que a muchos católicos se nos ha mantenido en la ignorancia respecto a la real doctrina católica, o se ha falseado a través de catecismos y manuales de religión que daban la sensación de exigir que considerásemos al Papa como una especie de emperador divino que vestía con sotana, pero que fácilmente le añadía los más costosos y espectaculares ropajes, que terminaban con el tocado de la famosa tiara, hoy ya en desuso.

Sin embargo, el católico, hasta hace un siglo o dos, todavía no tenía maleado su juicio por la imagen -de rey absoluto que algunos católicos -como Veuillot en Francia y Ward en el Reino Unido- quisieron darle a todo trance y consiguieron que tuviera este impacto en el pueblo. Los grandes santos medievales -como san Bernardo y santa Catalina de Siena- dieron ejemplo de una postura mucho más digna ante la figura del Papa porque practicaron una extraña mezcla de respeto personal y de crítica pública. Cuenta el padre D'Arcy, SJ, una expresiva anécdota -si non é vero, é ben trovato- que revela la misma postura católica que tuvo el Dante en su Divina comedia, poniendo a tres papas en el infierno, o la que aparecía en los bajorrelieves de las catedrales, cuando se veía a los obispos cocerse en las calderas de Pedro Botero. Cuenta este pensador católico que "llegó un místico a presencia del papa Alejandro VI, besó el borde de la vestidura del Vicario de Cristo y tuvo un éxtasis en el cual se le reveló el severo juicio condenatorio de Rodrigo Borgia por sus pecados". Esta es la postura católica ante el Papa: nada de idolatrías ni tampoco de desprecios irrazonables.

No es un jefe

Por eso, con la visita del Papa a España hemos de recordar -católicos y no católicos- esta enseñanza tradicional, que está por encima de interpretaciones conservadoras y progresistas. El cátólico -como señala Karl Rahner, SJ- necesita recordar que "el papado tiene una función muy determinada en la Iglesia, que no tiene nada que ver con la de un jefe de un régimen totalitario". Y cuando nosotros le damos tal consideración, somos nosotros mismos quienes nos equivocamos falseando el sentido del papado.

Hay así muchas cosas que son mudables en su función concreta actual, y tenemos todo el derecho a "expresar estos deseos de forma muy enérgica". Lo que no es razonable es adoptar "una alergia irritada y amarga contra esta forma concreta del papado". Y, por supuesto, tenemos también que plantearnos la necesidad de encontrar los católicos, mediante una reflexión y confrontación serena, pero franca, cuál sea el modo que hoy tendría que asumir el oficio del sucesor de Pedro en la situación del mundo que vivimos, con sus nuevas características sociales y culturales. Se trataría de encontrar el camino útil que podría asumir el Papa de cara a la estructura que la sociedad ha adquirido en nuestros tiempos, en los cuales costumbres, mentalidad y relaciones entre los hombres son muy distintas de como lo fueron hasta hace poco. Y sobre todo deberíamos recoger la idea de Rahner, quien valientemente acepta que "la Iglesia tendría que ser una Iglesia desclericalizada". Porque demasiado tiempo se ha ido acumulando un poso de burocracia profesional y de dominio abusivo que han escondido en gran parte el mensaje del Evangelio o no han sabido dar al creyente una palabra que le sirva para alentarle, orientarle y animarle a comprometerse en una línea de más libertad, más igualdad y más fraternidad, sin perder por ello nunca la dimensión hacia arriba que debe tener todo lo que es religioso, porque los creyentes hemos de acostumbrarnos a descubrir lo invisible en lo visible y no quedarnos sólo a ras de tierra sin profundizar en lo que vemos.

Al venir el Papa a España le pediríamos una palabra de Evangelio acomodada a nuestra situación, sin sustituirse a la libre decisión que en las cosas humanas debemos tener los hombres que poseemos la fe cristiana, y un respeto claro a la legítima expresión personal de nuestra creencia, ya que el individuo en todas sus dimensiones -y también en la religiosa- es irrepetible.

Pero, ¿conseguiremos que Juan Pablo II salte por encima de informaciones parciales, de prejuicios adquiridos en su experiencia polaca y de presiones indirectas, más o menos ocultas, que sin duda habrá recibido? Esperamos que suceda así, porque lo que no cabe la menor duda es que el católico español necesita algo más que el silencio religioso a que nos tienen acostumbrados nuestros obispos; lo que necesita son palabras que, de acuerdo con los signos de los tiempos, alienten una nueva vida en el campo de la religiosidad sin acudir a rigideces de otras épocas, a frenos que son de otros tiempos, ni tampoco a ingenuos ensayos eclesiásticos que carecen de profundidad, porque sólo miran a atraer superficialmente nuevos seguidores sin conseguirlo.

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