Sonny Rollins, el poder y la gloria
¡Oh, prodigio! ¡Oh, maravilla! ¡Oh, milagro! Sólo con la presencia asombrosa de Sonny Rollins el siempre repleto Festival Internacional de Jazz de Madrid habría cumplido sus objetivos: dejar belleza enquistada en el recuerdo. Sonny Rollins, saxo tenor de Nueva York (1929), surgió sobre el escenario luciendo un bonete escarlata. La sonrisa creció en nosotros y él, fuerza de la naturaleza desatada y benigna, comenzó a soplar.
Trece minutos de entrada y sin parar. Pero aquello no era un simple esfuerzo físico sino, como en el caso de Dexter Gordon o del desaparecido Art Pepper, una melopea genial, que se introducía en exploraciones inesperadas, en miles de citas mínimas y perfectamente reconocibles de temas ya populares, movimientos laterales que te dejaban arrojado, de pronto y sin saber, en la cuneta de su propia sensibilidad. Luego te ofrecía una mano y te recogía para que siguieras viajando por el sonido henchido y casi pavoroso de su metal. En Sonny Rollins nada es predecible porque todo es presente y futuro, parece un jugador de ajedrez que conoce dónde estará quince o veinte movimientos más allá, mientras los demás sólo vemos un cambio de peones en el centro, sin entender que eso, indefectiblemente, conducirá al mate.Da lo mismo que se bambolee en un calypso y nos haga mover el cuerpo, que comience Smoke get in your eyes y haga que ese humo nos arrebate y nos haga sentir bellamente ridículos de emotividad porque él ironiza tanto sentimentalismo. Y así lo entendió un público que había acudido en masa sin saber muy bien y acabó sabiendo de maravilla, que se levantó como una sola persona al finalizar el primer tema y lo volvería a hacer una y muchas veces, conociendo que en pocas ocasiones habrá gastado tan rentablemente su dinero, entendiendo que esto del jazz no es un disfrute de minorías y que ese calypso debería escucharse en discotecas y ser número tino en los Cuarenta Principales, que si eso no ocurre es porque todavía somos demasiado salvajes y aún hemos de ganarnos el reino de la sensación pura. Su grupo, con dos guitarras, uno de ellos fantástico, bajo, aunque sonando mal. Daba lo mismo, ya podía haber salido solo que Sonny Rollins, ese dios negro de la gran música, hubiera bastado y sobrado. No fue cosa que se escuche todos los días, ni siquiera todos los años, fue algo sensacional, increíble, glorioso y emocionante. Fue mucho, muchísimo.
El rey de la noche
Jorge Pardo, que había actuado antes con su grupo, estuvo bien, pero ¿qué es bien cuando luego llega semejante fuerza de la naturaleza? Ni siquiera el fabuloso Phil Woods, que cerraría el programa, podía hacerle sombra al rey de la noche. Y no es que fuera peor, sencillamente es que resultaba menos explosivo.
Su sonido con el alto (saxo) poseyó una limpieza extraordinaria, su elaboración de los temas fue profunda, sensible, inteligente. Era el típico concierto que en otro lugar y ocasión hubiera hecho palidecer de impresión. Su grupo, casi tan extraordinario como él mismo, formaba una unidad coherente, una máquina casi perfecta... preciosa. Es necesario que vuelva y que le podamos prestar la atención que merece. Phil Woods no es un segundón, sino una gran estrella, que pareció lucir menos sólo por situarse tras otra.
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