Dos sombras en el momento electoral
En cualquier país de trayectoria democrática los períodos electorales son algo consustancial con la vida política. El público atiende y analiza los mensajes y programas de los partidos políticos antes de tomar su deciión en las urnas. Allí como aquí surgen a la vista de todos en su plenitud los problemas de cada sociedad, sus aspiraciones y las diversas propuestas para alcanzarlas. Las diferencias pueden estar más bien. en la falta de hábitos de la ase política española y en el propio público, tan poco habituado a unos modos cuyo asentamiento requiere su tiempo. "Si embargo,' hay dos temas preocupantes que difíilmente pueden tener su equivalente en un país de la Europa occidental: el golpismo y el problema autonómico".La defensa del sistema democrático aparece en las manifestaciones de todos los partidos significativos; unas veces son proclamas de identidad democrática; otras, lealtades constitucionales o propuestas de Frentes para defensa de la democracia, etcétera.
No es que esté en contra de ello, pero me parece necesario hacer un alto en el camino de tantas afirmaciones y formular algunas preguntas elementales. ¿Es éste el remedio para el mal que se quiere evitar? ¿La repetición de tales proclamas a título de jaculatoria puede por sí sola ahuyentar a los espíritus de retrógradas tinieblas?
La moderna. historia de España está salpicada de ilusionadas aspiraciones democráticas, de deseos de hacer del país algo realmente moderno e incorporado a la comunidad cultural, política y económica de Europa, ole la que geográficamente es parte inequívoca. Pero también está salpicada de propósitos definidamente contrarios, de hacer de España algo aislado, concretado en una nostalgia que sólo algunos son capaces de interpretar. Para los primeros, sólo un sistema de democracia política puede hacer desaparecer las calamidades seculares que han permitido decir hasta la saciedad que España es diferente. Para los otros, un sistema democrático, homologable a los que rigen en los países de Occidente, es precisamente la fuente de todos los males, es algo que, al parecer, les resulta intrínsecamente perverso.
Estos sectores desean que el Ejército tome partido por su postura y la imponga por la fuerza de las armas. Esto es trágico, pero es así. Decía no hace mucho un corresponsal inglés que España es probablemente el único país del Occidente europeo en el que partes importantes de su población tienen temor de su propio Ejército Unos y otros juran amor a su patria como nadie. Este tipo de planteamientos es inconcebible en cualquier democracia. Se podrán discutir los programas políticos, las causas de los problemas y sus remedios y, en cierto modo, hasta eso que se llama el modelo de sociedad. Pero, salvo para oscuras minorías fascistas o marxistas, lo que no es concebible es que se discuta el sistema de libertades. El derecho del pueblo, del conjunto de hombres. y mujeres que aspiran a la posible felicidad terrena, a ser fuente de todo poder, a de decidir, por sí y para sí, cuál es la opción o programa político que prefieren. Cuál sea su futuro.
Los tanques no pueden hacerlo mejor
En Europa hay tantos partidarios del orden, de la paz o incluso de un cierto espíritu de autoridad como puede haberlo en España pero, todo esto es algo que los hombres de la calle quieren decidirlo ellos, sólo ellos y en cada caso. Nadie cree en las calles de Europa que unos tanques puedan hacerlo mejor y más responsablemente. Democracia es libertad y respeto, y otra cosa son los problemas de la sociedad, paro, segur¡dad social, medio ambiente, terrorismo, educación, etcétera. En estos momentos electorales en que una lógica avalancha de promesas trata de atraer la atención (no hay que olvidar que las dictaduras son maestras en hacer promesas), tengo la convicción de que los partidos políticos no hacen bien en mezclar las promesas y propósitos con el valor de la democracia.
Hay que defender la democracia sin lugar a dudas, pero puede resultar peligroso hacerlo de forma tal que los sectores peor preparados, menos cultos, puedan pensar que un fracaso, por ejemplo, en la política de paro sea consecuencia directa del sistema democrático. Distingamos las cuestiones que ya se encargarán otros de emborronarlas.
Hay que insistir una y otra vez, al margen de toda otra cuestión, en que el problema básico no consiste en determinar si debemos confiar el poder a una o varias personas, o cuál sea su ideología. Como acertadamente señaló Bryce, el poder siempre radica en unos pocos y lo importante es averiguar cómo esos pocos hayan de ser designados, de tal forma que luego respondan de su misión del modo más perfecto posible. Hasta hoy, sólo se han inventado dos sistemas para hacer esta designación: la voluntad de todos (las urnas) o la voluntad de unos pocos (la fuerza, los cañones). Esta sencilla idea debe conseguirse que cale hondo en los últimos rincones.
La estructura del Estado
La otra cuestión que me resulta preocupante es el tema autonómico. Es una cuestión que afecta a la estructura del Estado, en cuanto se refiere a la organización de los poderes, y que afecta también a la propia estructura social, porque, a fin de cuentas, los planteamientos autonómicos, en lo jurídico-político, no son más que consecuencia de unas demandas de grupos o colectividades, cualquiera que sea el nombre oficial.
De una inflación autonómica en anteriores períodos electorales hemos pasado a una situación de casi silencio total, salvo en casos muy concretos y de larga trayectoria histórica. No creo que esto sea bueno. Los extremos no son buenos nunca y tengo el presentimiento de que en esta materia seguimos. en los extremismos del péndulo. Hace no excesivos meses, de creer lo que algunos decían, había de mandas autonómicas por doquier hoy parecen haber desaparecido. Esto no es normal, antes o ahora hay algo que falla y esto exige también reflexión. ¿No será que se han estado equivocando, mezclando también las cosas?
Detecto que hacen temer que así haya sido. No hace mucho escribía un significativo periodista algo que me pareció una clara confirmación de que en sectores que de una u otra forma detentan poderes se sigue sin reflexionar o sin aceptar lo que es la esencia de la cuestión autonómica. Mezclar o confundir el concepto de Estado con el de Gobierno central o de la nación es algo que parece estar aún vigente en determinadas concepciones. Por ello, se sigue diciendo o insinuando que, cuando una competencia, una parcela del poder, ya no corresponde al Gobierno central, sol ha cercenado una parte del Estado. De aquí a las desmedidas invocaciones de la soberanía o de los viejos demonios familiares no hay sino un paso.
Todo esto no es cierto y es grave que así se confunda, máxime cuando hay quienes desean hacer aún más difícil la clarificación de. las ideas y la viabilidad de los estatutos autonómicos. De hecho, comportamientos de esta naturaleza se observan también en la propia clase política, responsable de la configuración del Estado de las autonomías. No me referiré a los pactos autonómicos de los dos grandes partidos ni a la LOAPA, consumado ejemplo de lo que es la falta de sentido de la oportunidad política, del talante de estadista. En este momento se observan maniobras y combinaciones destinadas directamente a satisfacer la ingenua y escasamente democrática esperanza de hacer desaparecer o disminuir el peso de los partidos nacionalistas. Para no dar a estas líneas talante electoralista no haré alusión a personas y ocasiones, basta recordar la escandalosa discriminación de Televisión Española, cuyo abultado presupuesto lo pagan nacionalistas y no nacionalistas.
Lo cierto es que la incipiente democracia española juega también aquí de forma equívoca, por un lado, las palabras y, por otro, los hechos. Una cosa es la contienda lógica y obligada para buscar votos y otra, grave y peligrosa, que aquella actividad se desarrolle queriendo jugar con ventaja sobre hechos y realidades que la historia proclama a gritos.
No es estadista quien se autoproclama como tal para llamar a otros provincianos, etcétera, sino quien siente el Estado y el pulso de la sociedad. Quien sabe coordinar una y otra realidad sin negar las reglas esenciales del Estado y sin ignorar el flujo imparable de la vida de los pueblos y los hombres. Dos temas difíciles, en los que es necesaria toda la claridad y serenidad posible. Poco o nada podrá hacerse con bien si no se explican en su real dimensión. Ni ignorarlos ni desvirtuarlos, sólo así se podrá conseguir que este difícil país vaya encontrando poco a poco Su definitivo asiento.
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