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Tribuna:Crónicas urbanas.
Tribuna
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Adolfo Suárez, sentado en la acera

Manuel Vicent

En aquel tiempo, Adolfo Suárez tenía el diseño muscular de un actor secundario para película de romanos. Al comenzar la proyección, en medio de un barullo de lanzas, siempre se ve a un joven pretoriano anónimo, pero macizo, al pie de la escalinata o en un ángulo del atrio, la pantorrilla liada con cinta de cuero, la minifalda de hojalata, la pica crispada en el puño, formando la guardia de palacio, mientras un César blandengue, con medio kilo de uva moscatel en la calva, pasa con la comitiva de patricios ensabanados en dirección a la bacanal, La cámara se detiene brevemente en ese centinela cuadrado; analiza en un primer plano su mandíbula de jabalí, la ansiedad de su mirada. El espectador adivina en seguida que aquel tipo acabará cortando el bacalao, aunque los compañeros de reparto lo ignoran todavía.La nariz, en el sentido de la brisa

Hace diez años, el César era un abuelito que echaba cabezadas fraileras con el belfo caído en los consejos de ministros. Caminaba con la pata ligeramente chula bajo el palio; obreros domesticados bailaban la jota en su honor sobre el césped del estadio Bernabéu; salía a pescar sardinas con un destructor de la Armada; si le venía de paso, inauguraba una presa o un enlace de ferrocarril y, a veces, sacaba el bracete automático, el mismo de firmar sentencias capitales, para bendecir a sus súbditos desde un balcón; pero al final sólo alegraba los ojitos cuando alguien le hablaba de escopetas, perdices rojas y ciervos de catorce puntas. En esta película de romanos, que narraba la caída de una gloria en alpargatas, Adolfo Suárez también hacía un papel de extra con frase. En lugar de vestir coraza de latón y casco con plumas de pato, llevaba chaqueta blanca de camarero imperial, camisa azul con corbata negra y, en aquel cotarro de sátrapas, era el único que tenía un instinto de insecto para el poder, aunque la cámara pasaba de largo, sin detenerse en el maxilar bruñido de este figurante.

Entonces Adolfo Suárez ya no dormía nada, engullía de pie -como ahora- una tortilla a la francesa, se fumaba tres paquetes de cigarrillos, tomaba treinta cafés diarios; realmente, sólo se alimentaba de una pálida ambición insomne. Los otros tenían el olfato averiado y seguían adulando con meliflua constancia a un dictador en estado residual; pero él ya había enfilado la nariz en el sentido exacto de la brisa; es decir, asistía a misa en la misma iglesia, a la misma hora, que Carrero Blanco y, en la penumbra de la nave, le hacía señales de heliógrafo con los cantos dorados del devocionario; jugaba al tenis con López Rodó y se dejaba ganar por aquel fondón tecnocrático; instalaba su veraneo en las cercanías del pez más gordo en cada momento, y todo su interés por las cosas de la mar, siendo de Avila, consistía en sonreír al delfín de secano; por eso no despreciaba al príncipe Juan Carlos, como el resto de aquella corte de pretorianos, sino que le hablaba de balandros y motocicletas con camaradería deportiva. La política es una carrera muy dura.

-Muchacho, ¿quieres salvar a la patria?

-Sí, jefe.

-Súbeme del estanco un cartón de Ducados.

-A sus órdenes, jefe.

Suárez le compraba el tabaco a Herrero Tejedor con la aplicación de un chico para todo. Tener la secreta intención de salvar a la patria no es incompatible con bajar al quiosco de la esquina, y en aquella época Adolfo ya era un tipo muy simpático, lo que se dice un liante de anteaespacho con gesticulación propia: la oportuna llamada por teléfono, el ramo de flores para la parturienta de ministro, la sonrisa más o menos abierta según el compromiso, el guiño de ojo con el diafragma perfecto de luz y distancia en cada caso, el golpe de ceño, la palmada amistosa en las costillas del enemigo íntimo, el abrazo emotivo de vieja escuela campamental, el apretón de manos sacando el codo para frenar el impulso del contrario y ese gesto de liberar la yugular del dogal de la orbata tirando desde arriba la quijada, mientras se alarga la muñeca en el aire para extraer el puño de la camisa, como hacen los ejecutivos cuando toman el aperitivo en la barra de Balmoral.

El Dodge Dart no era un coche muy seguro

Todo iba bien para la joven promesa; mas, por lo visto, el Dodge Dart no era un coche muy seguro. En poco tiempo dos padrinos políticos de Suárez se fueron al cielo en un automóvil de esta marca. En el cruce de Villacastín, al sacar el morro por un desvío, Herrero Tejedor se encontró con Dios cara a cara, y poco después Carrero Blanco acudió a su encuentro, dejando atrás los nidos de golondrinas en el alero, una mañana de diciembre, cuando ya estaba listo el bombo de la lotería. Adolfo Suárez se quedó aquí abajo en fuera de juego, enredado en aquel lío de palabras que vino a continuación: el espíritu de febrero, el pluralismo plurimorfista -o sea, el plurimorfismo pluralista de Fernández Miranda-, las tendencias de Girón, la lata de la apertura con camisa blanca, sin prisa, pero sin pausa. Fueron unos años muy divertidos. Murió Franco. En la televisión, Arias Navarro se secó el moquillo de dolor con un pañuelo. Fraga llegó de Londres como el indiano que acude a la partición de la herencia. Se agotaron las existencias de botes de humo, gases lacrimógenos, balas de fogueo y algunas de verdad. En medio del baile, Adolfo Suárez ftindó una asociación, algo así como la unión del pueblo no sé qué, una especie de Movimiento Nacional pasado por Cortefiel.

En la primavera de 1976, la democracia era una gata caliente en el tejado de zinc; quiero decir que no había suficientes pelotas de goma para cazarla. Y las computadoras se pusieron a trabajar. Se necesita joven político aguerrido, con sed de porvenir, sin ideas concretas de nada, que conozca el tinglado por dentro, con experiencia en ventas, dispuesto a desmontar la panoplia del franquismo, cumplido el servicio militar, permiso de conducir, sueldo fijo más comisiones, con posibilidad de quedarse en la empresa.

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Lo que se pedía en la tarjeta perforada era el retrato robot de Adolfo Suárez y, lógicamente, su cargo de presidente del Gobierno saltó escupido de la máquina. El tampoco se lo creía. Ahí está esa foto donde se le ve dentro del coche, a la salida del palacio de la Zarzuela, mordiéndose el labio por la sorpresa de haber acertado una quiniela de catorce para él solito.

Un diseño latino sobre una Vespa trucada

Para su físico, Adolfo Suárez había aparecido quince años tarde, cuando en materia de virilidad ya se llevaba el marbete anglosajón, un desgarbo de piernas largas, el esternón hundido, un desaliño posindustrial. Este hombre tenía un diseño latino, era un galán de tiempos de la Vespa; pero comenzó a hacer estragos bajo el secador de las peluquerías, arrastró una leva femenina algo pasada de onda, mujeres con la primera pata de gallo y carrito de supermercado en barrio residencial, que admiran todavía el modelo clásico de omoplato, esa mezcla de angustia clásico de omoplato, esa mezcla de angustia y audacia del macho en peligro. Adolfo Suárez salió a la calle en plan chico italiano. Llevaba a la democracia, como si fuera Antonella Lualdi, en el portaequipajes de la motocicleta. Sorteaba puestos de sandías y fuentes romanas; los guardias urbanos, con un guiño de complicidad, dejaban libre el cruce sólo para él; los tenderos con mandil saludaban a Adolfino, aquel simpático muchacho del barrio que había ligado. Y Adolfino Suárez sonreía a todos en medio de la velocidad, amenizada por una tarantela, con el tubo de escape trucado; mientras, Antonella Lualdi, excitada por las filigranas del motorista demócrata, pegaba el seno enamorado en el espinazo del galán. Desde un ángulo estrictamente español, Adolfo Suárez también parecía un fresco repartidor de bimbo -en este caso, los donuts de UCD- que le había quitado la novia a Fraga.

Esas cosas nunca se perdonan. Fraga era el hijo gordo de papá Bonanza, el que se iba a casar con la hija del ranchero con el fin de unir los lindes de la finca con una reforma de nada. Todo estaba preparado, incluso alguien había bordado las sábanas; pero Fraga anduvo muy lento de reflejos y como amante era un desastre, un sobón que acariciaba a la chica a manotazos. Aquel fresco repartidor de donuts se la birló. Eso no se perdona.

Desde los sutiles despachos del dinero, le las armas y de las indulgencias plenarias, este joven conquistador era vigilado de cerca. Le permitían coquetear con Antonella Lualdi, pero sin que se le fuera la mano hac¡a las zonas de pecado.

-A ver qué hace éste con la chica.

-Se la nevará al pajar.

- ¿Tú crees?

-Ya lo verás. Es un rojo.

Adolfo Suárez había sido llamado por la computadora para hacer un trabajo delicado, pero sucio. Debía limpiar lo más grotesco de la dictadura: descolgar algunos pendones, arriar ciertos escudos, adecentar la fachada y dejar el camino expedito para que entraran después, sin mancharse, los políticos suavones de cuello blando, esos humanistas con garras de acero bajo el guante de cabritilla. Aquí tramó Suárez la primera venganza. Consistió en exhibir unas artes muy ladinas para el pacto a media distancia, aquel diabólico regate en seco, su atractivo irresistible en las vallas, la fórmula secreta de encandilar hombres en el tresillo, las ojeras lívidas con la mirada arañada por la vigilia en la pantalla de televisión, esa mezcla de súplica y desafío de sus momentos estelares.

Driblar a un profesor Fraga torpón

Nadie podía sospechar que este joven fuera un gran político en estado puro, capaz de presidir con la misma cara una monarquía, una república o un soviet supremo con gorro frigio. Metido en faena, sólo tuvo que levantar el dedo mojado con saliva en medio de la calle para sentir de qué parte venía el viento, dejarse llevar por la empopada y arribar con la democracia hasta el pajar del Congreso, trayendo incluso a Carrillo en cubierta; un trabajo tan hábil por el que pasará a la historia.

Adolfo Suárez es un político que tiene el talento de saber qué persona detenta un poder real. En aquellos instantes de gloria en la cabecera del banco azul, este muchacho oía a Fraga en la tribuna del Congreso como un alumno de derecho político que desea aprender cosas lindas de Platón y de Montesquieu, pero pensaba que aquel profesor era muy torpón con la pelota y podría driblarlo cien veces si quisiera. Carrillo veía en Suárez a un chico muy simpático que lo había hecho todo de su parte para liberarle de la peluca. Se trataba de un chaval que aprendió socorrismo en un campamento del Frente de Juventudes y en un momento determinando, arriesgando su expediente, bajó con una cuerda de nudos a sacarle de la alcantarilla. Los democristianos consideraban que el bello Adolfo era un político mercenario con el servicio ya prestado. Los socialistas sólo querían tratar con gente fina, con ricos de toda la vida.

Es bien sabido que entre todos le quitaron a Suárez la trampilla bajo los pies. Pero entonces su segunda venganza fue más terrible. Se limitó a portarse como un héroe, mientras todos sus conspiradores estaban con la tripa en el suelo bajo el escaño, cuando entraron los cuatreros en la plaza del poblado. En el asalto al Congreso, Adolfo Suárez fue el vaquero alto y rubio que plantó cara con gallardía. Aparte de haber pilotado la arribada de la libertad, esa imagen suya rutilante en el vídeo es su único capital. Adolfo Suárez no es exactamente un hortera, sino la sublimación de esa parte hortera que el español medio lleva dentro: despierta el sueño indecible de hacer el salto del ángel desde la borda del yate, de lucir un bronceado de lámpara, de subirse la pretina del cinturón con un tironcillo de chuleta de billar, de tener un palacio en Avila en vez de una parcelita en la sierra, de ir vestido ligeramente entonado en azules, de jugar al tenis, de poseer un pisapapeles en el despacho de negocios como él. Adolfo Suárez somos todos.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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