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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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España en la crisis financiera mundial /1

Durante la década de los setenta, numerosísimas economías -ante todo, las menos desarrolladas e importadoras de petróleo, pero no sólo ellas- habían cubierto sus grandes y crecientes déficit de balanza corriente recurriendo intensamente al endeudamiento exterior. Este recurso había sido en conjunto fácil; puede decirse que, en la mayoría de los casos y ocasiones, los financiadores o prestamistas han perseguido literalmente a los financiados. El salto en el importe de la deuda viva ha sido con ello espectacular: desde unos 75.000 millones de dólares a principios del decenio hasta unos 500.000 millones a finales de 1981 para sólo el grupo de países en vías de desarrollo no miembros de la OPEP y para la deuda a plazo superior al año contraída por entidades públicas o con garantía pública (que es aquélla sobre la que se dispone de registros estadísticos más completos).También han sido muy fuertes su crecimiento en cifras deflactadas y el empeoramiento en las proporciones entre, por una parte, deuda y pagos por servicio de la deuda, y por otra, magnitudes como el PIB (producto interior bruto), los ingresos corrientes de divisas por exportaciones de bienes y servicios y los ingresos impositivos. Al iniciarse el decenio, el servicio de la deuda pública (el importe anual de los pagos por intereses y amortización) absorbía un 12%, del valor de las exportaciones del grupo de países mencionado; en 1981 absorbió un 22,3%.

En alta medida, esta financiación se ha materializado en créditos concedidos a los sectores públicos de los países deudores (al mismo Tesoro, al banco central y a la banca oficial, a las empresas estatales) por la banca privada internacional, a tipos de interés ajustables y basados en el libor. A finales de 1981, más de la mitad de la deuda viva de nuestro grupo de países estaba constituida por este género de créditos. La banca reciclaba así con gran fluidez los fondos en ella depositados precisamente desde los países en excedente, acreedores y exportadores del petróleo; obtenía sus beneficios -muy respetables- gracias a los márgenes fijados sobre el libor en cada crédito y a los ajustes periódicos de los tipos de interés activos a los pasivos; realizaba eficazmente grandes operaciones con un mínimo de costes de gestión, y todo iba muy bien mientras iba bien.

Pero este mecanismo de reciclado -y de creación, según algunos- de fondos comportaba fragilidades que se están evidenciando especialmente en los últimos dos años. En ellos, el coste del endeudamiento ya contraído se ha elevado fuerte y bruscamente, porque el libor ha seguido la elevación sin precedentes de los tipos de interés estadounidenses; al mismo tiempo, la recesión mundial, en especial a partir de la segunda multiplicación de los precios de los crudos, ha deprimido los ingresos de divisas por exportaciones que reciben los países deudores, y la misma contención o tendencia al descenso de los precios del petróleo está ahora restringiendo los fondos antes aportados a la banca internacional por las economías excedentarias.

Cuestión que se ha hecho crucial es la necesidad en que se hallan los países deudores de acudir de forma ininterrumpida a un mercado financiero internacional enrarecido, ya sólo para rotar la financiación antes recibida, sustituyendo los créditos vencidos por otros nuevos y evitando así el convertirse súbitamente de importadores en exportadores netos y en gran escala- de capital. Disminuida la confianza de la banca en un país o grupo de países, esta rotación se dificulta o interrumpe; la desconfianza crea más desconfianza y el temor a la insolvencia provoca la insolvencia efectiva. Lo más grave de este círculo vicioso es que, en rigor, ningún país -por saneada que sea su posición de fondo- está a salvo de verse arrastrado por él.

Un derrumbamiento evitable

Sin embargo, está claro que el pánico y el derrumbamiento financieros que amenazan a la economía mundial no tienen nada de inevitables. Y es de esperar que sean evitados, por muy irracionales que puedan resultar con frecuencia las conductas económicas, sobre todo en el plano internacional. Las fórmulas para contrarrestarlos son bien conocidas y los instrumentos para emplearlas están ya inventados y hasta bastante rodados. No tiene que repetirse la quiebra del Credit-Anstalt, uno de los grandes episodios-símbolo de la crisis de 1929, sencillamente porque ya ocurrió una vez, y de ella se obtuvieron las correspondientes lecciones.

Es necesario que el conjunto de bancos centrales acierten ahora a actuar como garantes colectivos de la solvencia, o "prestamistas de última instancia", de cada uno de ellos. El Fondo Monetario Internacional, en primer término -pero también otras instituciones, como el Banco Internacional de Pagos, y diversos arreglos ad hoc-, son los marcos propios para este tipo de cooperación internacional. Es preciso asimismo que los países deudores y sus acreedores cooperen en la negociación (es decir, la renegociación) de calendarios de vencimientos menos exigentes o más aplazados que los iniciales, en la preservación de la rentabilidad de los vencimientos aplazados y en la reanudación de un flujo de nuevos créditos.

Los llamados Club de París y de Londres -que reúnen, respectivamente, a los países acreedores con los deudores, y a estos últimos con sus acreedores bancarios privados- y los grupos de ayuda auspiciados por el Banco Mundial figuran entre los ámbitos adecuados para este género de negociación. No se trata, en realidad, de que estas instituciones y grupos hagan nada nuevo; se trata de que actúen ahora con mayor intensidad y contundencia y mucha mayor abundancia de medios. Todo lo cual tendrá ciertamente sus costes y conlleva un peligro inflacionista. Costes y peligros menores o muy menores en comparación con los que se derivarían del hundimiento del sistema financiero internacional.

Parece muy probable que el mercado de eurocréditos entre bancos privados y deudores soberanos no vuelva ya a ser lo que fue durante su gran etapa de expansión -que ahora se juzga demasiado alegre y confiada- de los años sesenta y setenta.

Tendrá que operar en el futuro, en todo caso, con mucha mayor cautela y mayor apreciación de los riesgos. Pero, con todo, está muy claro que lo inmediato y urgente es apoyarlo y complementarlo para evitar que sea bruscamente reemplazado por un peligrosísimo vacío.

José Luis Ugarte es director de la Compañía Española de Seguros de Crédito a la Exportación. Sin embargo, las observaciones aquí expresadas se hacen a título personal y no expresan, en absoluto, la opinión de CESCE.

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