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El obrero y la 'koljosiana'

Ante mí está, una mañana soleada de julio, un coloso de color amarillo oro. Un genio maligno occidental, podrido de modernidad y de vanguardia, sopla en mi oído adjetivos repelentes. Espanto el genio y fijo la mirada ante el coloso. El conjunto lo forman dos figuras bien conocidas, bien populares: un obrero y una campesina. Ambos levantan el brazo -brazo izquierdo del obrero, brazo derecho de la mujer- empuñando, respectivamente, un martillo y una hoz. No se dan la mano, sólo se rozan. No se miran a los ojos. Adelantan la pierna izquierda y derecha, en simetría, esbozando un movimiento de ballet marcial, el otro brazo hacia atrás a modo de ala desplegada. Son la Victoria de Samotracia del estalinismo, espolón de proa de la socialización. No se puede. ser espolón de proa y mirar hacia atrás, no se puede ser estalinista y memorizar el propio pasado. Stalin no fue discípulo de Lenin, del último Lenin. Este decía: "... Uno se puede hacer comunista tan sólo cuando ha enriquecido su mente con toda la riqueza del conocimiento acumulado por la humanidad".La última palabra escrita por Lenin a los suyos, a los comunistas rusos, se resume en este consejo extraño: "estudiar". Estudiar el propio pasado, conocer la historia propia, efectuar ejercicios prácticos de memoria histórica. No sea que el propio pasado zarista conformara la crisálida a punto de tomar vuelo de la patria socialista; y el adjetivo, patria socialista rusa, se convirtiera en sustantivo. Temía que pudiera suceder como en esos pueblos conquistadores de países mucho más cultos, civilizados y experimentados que acaban dominados por los países recién conquistados. Stalin desoyó estas palabras del viejo bolchevique occidentalizado, mucho más viejo ruso, que el georgiano recién. venido al universo moscovita, desconocedor de lenguas extranjeras y extraño respecto a toda experiencia de exilio parisiense o berlinés.

El viento de la historia sopla sobre estas figuras inmensas salidas directamente del cincel mental estalinista, esculpidas por dictado del gran mogol, el oscuro secretario general. El viento de la historia las arrastra hacia adelante, hacia grandes saltos hacia adelante. La escultura es, por colosal, sublime. Y es, desde luego, simbólica. Es mayúscula en dimensión cuantitativa, porque es también mayúsculo cuanto sugiere, a saber, letras mayúsculas, como esas que tanto gustan, para negarlas, a nuestros amigos ácratas. Uno debe leer esta escultura: es pedagógica.

Pero esas dos figuras, el obrero y la campesina, cuyas miradas no se entrecruzan idílicamente sino que se hallan fijas, cual miradas de medusa de la historia, hacia adelante, hacia donde el viento de la historia, unidireccional, las arrastra, esas figuras no son dragones ni son dioses con veintisiete brazos, ni tampoco gigantes de procesión (figuras carnavalescas y paródicas de nuestro mundo occidental mediante las cuales demostramos en qué resto de significado queda aparcado para nosotros lo sublime-oriental, lo simbólico-asiático). Son figuras que hay que leer en serio, al pie de la letra, alegorías en el más sobrio sentido del concepto. Expresan ideas, pero ideas reveladas a través de lo gigantesco, mediante un tour de force cuantitativo. En esta patria trascendental socialista vige ese tour deforce de la extensión, de la cantidad y del número como trágico ademán inmenso de Titán por captar una lejana utopía, un lejano sueño comunista. Todo es inmenso, alegórico y sublime, en el nudo frágil en que sublime y grotesco se emparentan y en que la fascinación se cruza con el temor y con la repulsa. sarcástica. Sublime, inmensa es la explanada que constituye la Exposición de Adelantos de la URSS, baile de pabellones y de cifras, de tiovivos de ensueño y de todas las mil y una noches del! socialismo retador y competidor pacífico: allí habitan, hermanados, Carlos Marx y Rimsky Korsakof.

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Pero esas figuras, el obrero y la koljosiana, son figuras humanas. Sus rostros, ademanes y movimientos son de hombres, no de dioses ni de animales fantásticos. Son un obrero y una campesina, no un dragón que saca espumarajos por la boca ni una diosa que desmenuza el movimiento omnipotente de sus brazos en veintisiete tiempos, a brazo por tiempo.

No; no son humanos, sino Humanos; no son un obrero y una koljkosiana, sino El Obrero y La Koljkosiana, que así se llama, con todo rigor, la escultura que tengo ante mí una mañana, soleada de julio, cuando una leve brisa moscovita matiza el vendaval, que, a cielo abierto, arrastra hacia símbolo y abstracción estas figuras, cuya carrera frenética, cuya gran fuga hacia adelante, habla de industrializaciones forzosas y forzadas, de colectivizaciones presurosas y apresuradas.

El obrero y la koljkosiana no son obras de arte, sino de pedagogía ilustrada, arte al servicio de la idea, sensibilización del Diamat, lección expuesta, al modo sublime-asiático, en el registro de lo colosal, de ciencia marxista. Son, pues, arte trascendido en ciencia. He de adoptar las tres grandes categorías hegelianas para comprender estas figuras. En ellas se realiza la categoría de lo sublime-oriental, pero también el antropocentrismo de lo bello helenizante (no en vano estoy en Europa, si bien aquí Europa es una máscara tras la cual se adivina la mirada rasgada y ladina del Gran Kahn). Pero lo bello ha sido, a su vez, trascendido en el arte simbólico al servicio de la idea, lo que Hegel llama "arte cristiano-romántico". Es más, lo artístico ha sido ya trascendido en estas obras. Su carácter progresivo se halla en su carácter puramente didáctico.

Esa carrera de la pareja, de esa pareja que no son amantes, es carrera contra reloj, contra el reloj de un atraso industrial y agrícola de siglos, contra el reloj de la dependencia colonial y del imperio del capital. Por eso estas figuras tan poco benjamineanas, tan distintas del Angelus Novus que magistralmente comenta el filósofo Walter Benjamin, me inspiran profundo respeto. Van corriendo, volando casi, en vuelo sideral, lejos de sí mismas, en escapatoria de su propio visceral desamparo arcaico. No pueden mirar hacia atrás, pues lo que está atrás está derriasiado cerca, son sus pies y la tilerra bajo sus pies y las cadenas de la servidumbre que ata los pies a la tierra señorial y las manos al gran capital. Van hacia adelante, a morir en alguna obra colosal dirigida por el gran arquitecto, el secretario general. O van a poner las bases, con su sangre y sus su frimientos risicos y morales, de la industria pesada o de la agricul tura colectivizada. No pueden mirar hacia atrás, deben desme moriarse de todo un pasado de horror y pesadilla y servidumbre. Deben entrar en el túnel de todos los horrores y de todas las pesa dillas para poder salir, ellos no, pero acaso sus hijos o sus nietos, en el nuevo día de una patria que al fin sea habitable. Una patria habitable que, por mucho que se quiera demostrar, por ignoran cia, por prejuicio, lo contrario, por mucho que padezca toda suerte de lastres e imperfeccio nes der ivadas de su propia Larga Marcha, hoy ya puede entrever se, o puedo entreverla, si mis ojos no me traicionan, esta ma flana soleada moscovita.

Admiración, temor, respeto por un pueblo que tuvo en el secretario general, hoy tan denigrado u olvidado, algo más que una simple y vulgar, terrorífica pesadilla nauseabunda: tuvo en él su propia pesadilla y su propia náusea, el asco propio de sí mismo, su doble siniestro hecho carne y sangre, funesto deseo realizado de un impulso hacia la libertad. Es muy distinto padecer el propio doble siniestro que sufrir un doble jeno, importado e invasor. Stalin era un bárbaro, pero, a diferencia de Kurtz, su "poder de las tinieblas" se orientaba de modo instintivo e inconsciente hacia la luz. Combatió barbarie con barbarie y construyó civilización con ignominia. No se empantanó en lo telúrico ni en lo mítico absolutamente, como otros césares contemporáneos. Aunque lo telúrico y lo mítico le investían de parte a parte, un oscuro presentimiento del logos orientaba sus métodos infernales.

Eugenio Trías es filósofo.

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