La segunda muerte de la humanidad
Si los pobladores de la Tierra autorizaran a un consejo a hacer todo cuanto fuera necesario para salvar a la humanidad de la extinción por causa de las armas nucleares, éste podría perfectamente decidir que un buen primer paso sería ordenar la destrucción de todas las armas nucleares existentes en el mundo. Una vez cumplida la orden, sin embargo, los países belicosos o que estuvieran en guerra todavía estarían en condiciones de rehacer sus arsenales nucleares posiblemente en cuestión de unos cuantos meses. Un segundo paso lógico, por tanto, sería ordenar la destrucción de las fábricas donde se construyen las armas. También podrían reconstruirse las fábricas, y el margen de seguridad del mundo no habría aumentado mucho. Un tercer paso, pues, sería ordenar la destrucción de las fábricas que construyen las fábricas que fabrican las armas, una medida que podría exigir la destrucción de una parte considerable de la economía mundial.Un consejo muy resuelto podría decidir, a continuación, detener la economía mundial en un nivel prenuclear arrojando los planos y los manuales técnicos para la reconstrucción a la misma hoguera, que para entonces habría consumido ya todo lo demás; pero este recurso también fracasaría en último extremo, porque sería fácil volver a trazar los planos y volver a escribir los manuales. Para poder recobrar la seguridad mediante medidas técnicas, únicamente, tendríamos que desarmar la materia misma, devolverla al estado relativamente seguro, inerte, no explosivo de la física newtoniana del siglo XIX, algo que ni siquiera la física de nuestro tiempo puede enseñarnos cómo se hace.
'Una de las formas más comunes que reviste la esperanza de liberación del peligro nuclear por medio de los avances técnicos es la idea de que la especie se librará de la extinción abandonando el planeta en naves espaciales. La idea parece ser que mientras que los hombres se destruyan en la Tierra, las comunidades que salgan al espacio serán capaces de sobrevivir y seguir adelante. Esta idea no le hace justicia a la Tierra, el lugar donde hemos nacido, el hábitat en el que vivimos.
Según la Biblia, cuando Adán y Eva comieron el fruto del árbol de la ciencia, Dios les castigó quitándoles el privilegio de la inmortalidad y condenándoles a ellos y a su especie a la muerte. Ahora nuestra especie ha comido más a fondo la fruta del árbol de la ciencia y ha afrontado, cara a cara, una segunda muerte: la muerte de la humanidad.
La posibilidad de que los vivos puedan impedir que lleguen a vivir la generaciones futuras nos obliga a planteamos algunos interrogantes básicos sobre nuestra existencia, el más profundo de los cuales es el que hace referencia al significado que para nosotros tienen las personas que no han nacido todavía, y a la mayoría de las cuales jamás- llegaremos a conocer, aun cuando nazcan. Nadie se ha preocupado nunca de plantear esta pregunta antes de nuestra época, porque ninguna generación anterior a la nuestra ha tenido en sus manos la vida y la muerte de la especie. Pero si apenas podemos Regar a comprender la posible muerte en un holocausto de los miles de millones de personas que viven actualmente, ¿cómo vamos a llegar a comprender la vida o la muerte de¡ infinito número de posibles personas que todavía no existen en absoluto?
La creación de un mundo común es el uso que los seres humanos, y ninguna otra de las criaturas de la Tierra, hemos hecho de la circunstancia biológica conforme a la cual cada uno de nosotros es mortal; pero nuestra especie es biológicamente inmortal. Si la humanidad no hubiese creado un mundo común, Ia especie seguiría sobreviviendo a sus miembros individuales y seguiría siendo inmortal, pero nosotros desconoceríamos esta inmortalidad, que no serviría para nada, como ocurre en el reino animal, y las generaciones, ignorantes de la existencia de las otras, se sucederían como las olas en la playa, dejando todo exactamente igual que como estaba.
La utilidad de la vida
La cuestión del valor de cada vida humana individual, al igual que la cuestión del valor de la humanidad, plantea también la cuestión de cuál pueda ser la utilidad de la vida -si es que podemos decir, efectivamente, que la vida sirve para algo-, pero con una diferencia crucial, y es que mientras que el individuo puede sacrificar su propia vida por otros, la humanidad no puede hacer nada similar pues incluye en sí misma a todos los otros posibles. Al enfrentarse el hecho desconcertante de que, si bien podemos tratar de juzgar el valor de todas las cosas de la creación preguntándonos en qué medida sirven como medio para algún fin de la humanidad, ésta, por su parte, no parece ser un medio para ningún fin, y, por consiguiente desde este punto de vista, es, estrictamente hablando, inútil.
Es teóricamente, posible, naturalmente, que lleguemos a descu brir en el espacio otras criaturas dotadas de las facultades mentales, psicológicas y espirituales que actualmente distinguen a los seres humanos de todas las demás formas de vida, y que entonces podamos valorarnos en relación con ellas conforme a un patrón de medida adecuado qué surgirá por si solo en cuanto aparezcan esas criaturas. Incluso ahora mismo podemos imaginar libremente que una criatura extraterrestre o algún dios podría medir nuestra pérdida considerándola como una brecha de determinada magnitud y tamaño en el orden de una creación universal vivíente de cuya existencia no somos, por ahora, conscientes. Pero estas elevadas lucubraciones, en las que abandonamos nuestra perspectiva humana para adoptar otra sobrehumana y puramente especulativa, son una evasión, porque nos elevan limpiamente por encima del dilema humano que tenemos la obligación de afrontar.
Otra perversión de las ideas religiosas estrechamente emparentada con la anterior, e incluso más grave, es la sugerencia formulada por algunos tradicionalistas cristianos de Estados Unidos, para quienes el holocausto nuclear que amenazamos con desencadenar es el día del fin del mundo con que Dios amenazó en la Biblia a la humanidad. Con esta identificación, no solamente nos arrogamos el conocimiento de Dios, sino también su voluntad. Sin embargo, no es Dios quien, seleccionando y escogiendo entre las cosas de su Creación, nos amenaza, sino nosotros mismos, y la extinción por medio de las armas nucleares no sería el Día del Juicio Final, en el que Dios destruye el mundo, pero hace que se levanten los muertos y después juzga con perfecta justicia a todos los que han vivido; sería la destrucción profundamente insensata y totalmente injusta de la humanidad llevada a cabo por los mismos hombres.
Imaginar que Dios guía nuestra mano en esta acción sería literalmente la más absoluta evasión de nuestra responsabilidad como seres humanos, una responsabilidad que recae sobre nosotros porque (siguiendo un momento más con la interpretación religiosa) tenemos el libre albedrío que Dios nos concedió.
En todo lo que he venido diciendo hasta ahora en torno al dilema nuclear hay una perplejidad implícita que me gustaría tratar ahora explícitamente, porque, en mi opinión, conduce al cogollo mismo de nuestra reacción -o, mejor dicho, de nuestra falta de reacción- ante el dilema. Ya he señalado que nuestra especie es la más importante de las cosas que, como habitantes de un mundo común, heredamos de las generaciones pasadas; pero no basta con señalar esta importancia superior, como si al encarar el problema de la extinción se nos pidiera que eligiéramos entre, por ejemplo, la libertad, por un lado, y la supervivencia- de la especie, por otro.
Porque la especie no solamente abarca, sino que también contiene todos los beneficios de la vida en el mundo común, y hablar de la necesidad de sacrificar la especie en nombre de estos beneficios desemboca en el absurdo de querer destruir una cosa a fin de conservar una de sus partes; algo así como si alguien intentara quemar una casa para poder volver a decorar la sala de estar, o matar a una persona para mejorar su carácter. Pero al señalar este absurdo no se capta todavía en toda su amplitud el peligro de la extinción, porque la humanidad no es un objeto valiosísimo que esté fuera de nosotros y que queramos proteger para poder seguir beneficiándonos de él; la humanidad, más bien, somos nosotros mismos, y sin nosotros todo lo que existe de a de tener valor.
Decir esto es otra forma de decir que la extinción no es un fenómeno único porque destruya a la humanidad como objeto, sino porque destruye a la humanidad como
Copyright Jonathan Schell. Argos Vergara, 1982.
La segunda muerte de la humanidad
fuente única de todos los sujetos humanos, y esto, a su vez, es otra forma de decir que la extinción es una segunda muerte, porque nadie ha visto nunca la extinción, y nadie la verá jamás. La extinción es, pues, un futuro humano que jamás podrá llegar a ser un presente humano.
En efecto, ¿quién sufrirá esta pérdida, que en cierto sentido creemos que es la pérdida suprema? Nosotros , los vivos, no la sufriremos: estaremos muertos. Tampoco los que no han nacido derramarán lágrimas por haber perdido la oportunidad de existir; para hacerlo, tendrían que existir. La perplejidad que tiene toda la cuestión de la extinción es, pues, que aunque pueda parecemos la mayor desgracia que podría llegar a sufrir jamás la humanidad, no parece que le ocurra a nadie y nos preguntamos dónde se notará su impacto, y quién lo padecerá.
El mal radical
La distinción entre causar daño a los habitantes del mundo y la llegada del fin del mundo -o incluso del fin de un mundo, como ocurrió con los judíos europeos durante la época de Hitler- podría proporcionarnos una clave para entender la naturaleza de lo que Arendt, tomando prestada una expresión de Kant para describir los crímenes sin precedentes cometidos en la Alemania de Hitler y la Rusia de Stalin, califica de mal radical El auténtico sello que caracteriza al mal radical, "acerca de cuya naturaleza tan poco sabemos", dice Arendt, es que no sabemos cómo castigar esos crímenes ni tampoco cómo perdonarlos, y, por tanto, estos delitos "trascienden el reino de lo humano y las potencialidades del poder humano, ambos radicalmente destruidos cada vez que se cometen esos crímenes".
Cada aparición del mal radical ya es una pequeña extinción, y debería entenderse desde este punto de vista. Entre la muerte individual y la extinción biológica, por tanto, hay otros posibles niveles de eliminación que tienen algunas de las características de la extinción. Uno de ellos es el "fin de la civilización", es decir, la total desorganización y descalabro de la vida humana, que rompe los vínculos entre el pasado y el futuro de la humanidad. El fin de una civilización, el genocidio y la extinción, tienen en común el hecho de ser ataques que no van dirigidos solamente contra las personas y las instituciones vivas, sino contra la herencia biológica o cultural que los seres humanos se van transmitiendo de generación en generación; es decir, que son crímenes contra el futuro.
El hecho de que lo que las superpotencias pretenden conseguir si estallara un holocausto (dejando por el momento de lado los efectos colaterales o secundarios) es llevar a cabo el genocidio del otro bando, borrar de la faz de la Tierra el pueblo y la cultura del adversario, subraya asimismo la semejanza entre genocidio y extinción. Por su propia naturaleza, la extinción humana no tiene ni tendrá nunca un precedente, pero los episodios de mal radical que ha vivido hasta ahora el mundo nos advierten de que no porque sean impensables dejarán de cometerse crímenes monstruosos y vesánicos. Por el contrario, puede que por ello mismo sean tanto más probables. Heinrich Himmler, uno de los principales protagonistas de la destrucción de los judíos, aseguraba de cuando en cuando a sus subordinados que sus esfuerzos eran especialmente nobles porque al asumir la penosa tarea de crear una Europa libre de judíos libraban "batallas que las generaciones futuras no tendrán que volver a librar". Su observación puede aplicarse perfectamente a un holocausto nuclear, que podría crear una Tierra "libre de seres humanos".
36 años de pasividad
Hay constancia de que en nuestros 36 años de vida en un mundo que posee armas nucleares nos hemos mostrado generalmente pasivos ante el peligro nuclear, y me gustaría analizar más detenidamente ahora qué ha representado esta pasividad para nuestro mundo.
Reconocemos intelectualmente que hemos preparado nuestra autoexterminación, y que cada día la preparamos mejor, pero emotiva y políticamente no hemos sido capaces de reaccionar.
El coste moral del armamento nuclear consiste en que nos convierte a todos en avales de la matanza de cientos de millones de personas y de la anulación de las futuras generaciones, acción que no disculpa en lo más mínimo el hecho de que cada uno de los bandos piense llevaría a cabo solamente como represalia. De hecho como veremos, esta represalia es una de las acciones menos justifi cables que se hayan concebido ja más, por ser absolutamente inútil
La preservación de la especie
Una nueva clase de generaciones empieza con la generación que no ha llegado a conocer un mundo sin la amenaza de las armas nucleares. Cada persona de esta nueva clase está Ramada a asumir su parte de, responsabilidad en la empresa de garantizar la existencia de todas las generaciones futuras
Y de este nuevo sentido de la responsabilidad debe surgir un programa mundial de acción para la preservación de la especie. Este programa gaxantizaría la existencia de los que todavía no han nacido y dejaría constancia del honor y la humanida,d de los vivos.
Su puesta en práctica supondría la fundación de un nuevo mundo común, que superaría notablemente por su. importancia y la solidez de sus vínculos el antiguo mundo común prenuclear. Sin un programa así en marcha, cualquier otra cosa que emprendamos juntos carecerá de todo sentido práctico o moral. De este modo, el peligro nuclear, aunque por primera vez en la historia pone a todo el mundo común en peligro, introduce en él muchas cosas que antes quedaban fuera, sobre todo la herencia biológica terrestre. El peligro que corre nuestra sustancia biológica afecta incluso a las cosas que pertenecen a lo que Arendt llamó el "reino de lo privado", de modo que en último término no solamente cambia el sentido de las instituciones, las artes y las ciencias -la duradera, fuerte estruc tura del mundo-, sino también el de las cosas fugaces: la sensación el deseo, "el relámpago estival de la felicidad individual" (Alexander Herzen). Las cosas fugaces pare cen incluso más vacilantes a la luz de la nueva doble mortalidad de la vida.
Al exigirnos que cuidemos la vida de los que no han nacido, el peligro de extinción nos remonta al antiguo principio del carácter sagrado de la vida humana, pero nos lleva hasta él por un nuevo camino. En lugar de exigimos que no matemos a nuestro prójimo, nos pide que le permitamos nacer. Si fuera posible hablar de un beneficio derivado del peligro nuclear podríamos decir que ha sido beneficioso en la medida en que nos in vita a ser más profundamente conscientes del milagro del nacimiento y de la renovación del mundo. "Porque un niño ha nacido entre nosotros". Lo cual es verdaderamente una buena noticia.
Pero cuando apartamos la vista de la extinción, que nos silencia con su nada, para contemplar la abundancia de la vida, volvemos a quedarnos mudos, debido esta vez a la plenitud de lo que vemos. La muerte es un misterio, pero la vida también lo es, y mayor incluso. Descubrimos la grandiosidad, la insondabilidad e indefinibilidad de nuestra especie. (Auden ha observado que la naturaleza humana no puede ser definida, porque la definición es un acto histórico que puede trastomar la realidad humana que trata de definir.) No podemos sentir más que un temor reverencial ante un misterio que es, al mismo tiempo, lo que somos y algo que rebasa nuestro entendimiento.
El primer principio de una vida en el nuevo mundo común sería el del respeto a los seres humanos, tanto los nacidos como los que estuvieran todavía por nacer, basado en nuestro amor común por la vida y en el riesgo común que suponen nuestros propios poderes e inclinaciones destructivos. Este respeto nacería de la gratitud de cada generación hacia las generaciones anteriores por haberla permitido existir. Cada generación se vería a sí misma como una delegación elegida por una asamblea de todos los muertos y todos los que todavía no han nacido para que les representase en la vida. Los vivos considerarían entonces la vida como todo representante político electo debería entender su elec ción a un cargo: como una confianza temporal que hay que utilizar para el bien común. Porque si la superficie del globo es la anchura del mundo, el tiempo, que la política tiene ahora la misión de garan tizar, es su profundidad, y no podemos esperar que el mundo sea coherente en el plano horizontal si no posee coherencia en el plano vertical. En este nuevo mundo, el pueblo que forma las generaciones actuales será, si es capaz de cumplir su responsabilidad, el más viejo de los abuelos, y desempeñaría un papel de fundador.
Un segundo principio de la vida en el mundo común nuclear sería el del respeto a la Tierra. Este respeto no es sino una plena comprensión del principio ecológico, según el cual el medio ambiente terrestre no debe entenderse simplemente como un elemento que nos rodea y en el que es más o menos agradable vivir, sino como el soporte de la vida de los hombres y todas las demás especies. Ya es visible a nuestro alrededor la unicidad de la Tierra como sistema que sostiene la vida.
Hoy día, por mucho que los estadistas se esfuercen en afirmar el poder soberano de sus naciones, lo cierto es que todos ellos están atrapados en una red cada vez más fina de vida mundial, en la que la supervivencia de cada país requiere la supervivencia de los demás. Nadie tiene derecho soberano a destruir la creación terrestre de la que depende la supervivencia de todos.
Poder soberano
La Tierra se parece cada vez más a un único ente, o, por utilizar la metáfora del doctor Thomas, a una única célula, habitada por miles de millones de inteligencias y voluntades individuales. En estas circunstancias, utilizar la violencia es como atacar a la mano derecha con la mano izquierda, o como si ambas manos atacaran a la garganta. Queremos conservar la independencia mental y volitiva de cada persona -porque nuestra libertad consiste en esto-, pero al hacerlo no debemos aniquilar el cuerpo celestial en el que todos nosotros nos hemos encarnado.
Un tercer principio sería el del respeto a Dios, o a la naturaleza, o al nombre que cada uno quiera darle al polvo universal que nos hízo o que se convirtió en nosotros. Debemos recordar que no nos hemos creado a nosotros mismos ni como individuos ni como especie. Y necesitamos recordar que nuestro poder amplificado no es poder creador, sino únicamente destructivo. Podemos matar a todos los seres humanos y cerrar la fuente de la que brota la vida de todas las personas futuras, pero no podemos crear ni un solo ser humano, y mucho menos crear las condiciones terrestres que ahora nos permiten vivir a nosotros y a otras formas de vida. Incluso nuestro poder de destrucción nos es casi ajeno. Como propiedad fundamental de la materia, la energía nuclear fue creada por la naturaleza, y nosotros nos limitamos a descubrirla. (Lo que es verdaderamente nuestro es el conocimiento que nos ha permitido explotar esa energía.)
Con respecto a la creación, las cosas permanecen donde siempre han estado: unos poderes extrahumanos realizan el milagro, y los seres humanos reciben los frutos. Nuestro modesto papel no consiste en crear, sino únicamente en conservarnos a nosotros mismos. La otra opción sería entregarnos a las tinieblas más absolutas y eternas: unas tinieblas en las que no quedará ningún país, sociedad, ideología, civilización; unas tinieblas en las que po volverá nunca a nacer ningún niño; una oscuridad en la que nunca jamás volverán a aparecer seres humanos sobre la Tierra, y donde no habrá nadie que recuerde que los hubo antiguamente.
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