Roxy Music y King Crimson llenaron de magia la noche de Usera
El pasado lunes se produjo en el estadio Ramón Valero, de Usera, el primer concierto de los tres que realizan en España los grupos ingleses King Crimson y Roxy Music. El recinto se fue llenando lentamente y los cálculos finales hablan de casi 20.000 asistentes. Esta era la séptima actuación de la gira europea de ambos grupos y su presencia Ibérica finaliza hoy mismo en el campo del Sant Andreu en Barcelona.
Fue extraño. Y maravilloso. Contradictorio, paradójico, plural. Había allí quienes permanecían de pie, como minaretes expectantes. Había quienes comenzaban a practicar el amor suave sobre la hierba. O quienes sumidos en el recogimiento trataban de paladear los sentires que aquella música desataba. Y, ¿por qué no decirlo?, también hubo quien sufrió la desgracia de aburrirse como una estatua. Hubo de todo, porque la que escuchábamos no era música totalitaria, sino más bien una expresión abierta y compleja que cada cual podía aceptar, rechazar o disfrutar con libertad, incluso con la suprema libertad de amuermarse.King Crimson y Roxy Music son bien diferentes. La primera es una eficiente organización entregada a la gran música. Roxy representaría más bien un lecho sobre el cual uno actúa y se comporta según la noche, según el día, según el sueño o la excitación. Son entidades complementarias y lanzadas al arte, que dicen su sensibilidad a través de una música pura, que no necesitan de ideas preconcebidas para ser apreciadas. Se llega y se siente. ¿Qué? ¡Ah! Cualquier cosa. ¿O es que, tal vez, uno debiera poner su corazón a un ritmo prefijado? Ni siquiera tiene mucho sentido establecer preferencias. Ambos son superiores y distintos, no hay comparación posible más que en el asombro. Aunque sea divertido pelearse con los amigos cantando en tono pendenciero unas u otras excelencias. La polémica es sana. Nos levanta a todos el ánimo.
El concierto comenzó mal. Quiero decir que dicho comienzo parecía más bien un jaque rey-reina. Si actuaba Bloque, como estaba previsto, malo. Decía Ana Pegamoide que tocar delante de estos dos grupos son ganas de ir a la ruina. Pero si no tocaban, como finalmente sucedió, pues peor, porque muchas personas prefirieron evitar una posible hecatombe de los montañeses y, llegando tarde, tuvieron a mal perderse casi toda la actuación de los reyes carmesí. Reyes que, para desesperación de muchos , utilizaron una potencia de pajes. Y es que King Crimson ha de sonar fuerte, incluso brutal.
Muchos de los presentes percibieron a King Crimson como algo casi vulgar, al situarse un poco apartados. Los que estábamos cerca, saturando nuestros oídos de decibelios locos, apreciábamos otra cosa. Veíamos y escuchábamos a un batería capaz de convocar las tormentas o el tintineo de los cristales. Era Bill Bruford. Y también a un bajista de cabeza rapada que utilizaba su instrumento aquejado de una fiebre intensa y repleta de imágenes: Tony Levin. O a un guitarrista de aspecto marciano vestido en rojos, cantando gritos de recuerdo, de impotencia y de soledad. Manejando su guitarra como un acero afilado, arrojándola en brazos de la otra guitarra presente, esa que suena a silbido imposible, a martillo que golpea sobre sensaciones adormecidas y pocas veces complacientes: Adrian Belew y Robert Fripp, respectivamente.
Ellos eran quienes nos revelaban la belleza de la pesadilla, el ambiguo placer de sentir cómo te atraviesan el espíritu y cómo, al mismo tiempo, se llena de energía tu cuerpo. La misma energía que estás haciendo surgir a cada instante. Eran canciones de sus dos últimos elepés (Discipline y Beat) más alguna cosa de Larks tongues in aspic y una repetición bárbara con Red. Era un grupo de vanguardia haciendo música de hoy día, experimentando con sus propios recuerdos, recogiendo el trabajo de otros más nuevos, como Talking Heads.
Si el lugar parecía escasamente adecuado para Crimson, mucho más podría decirse de Roxy Music. Y en esto casi todos parecían de acuerdo. Roxy se nos presentó arropado por una, superficie cóncava en la que las luces creaban juegos de sombras ambientando la magia. Bryan Ferry surgió a escena hecho un brazo de mar. Chaqueta blanca, camisa blanca, fajín sangre de pichón, pajarita y pantalones negros tomasolados. Esa era la puesta en escena. Luego estaba la música. Sonando con majestad, reviviendo canciones prendidas en el recuerdo como Do the strand o Songfor Europe, homenajes a Lennon en Jealows Guy y Neil Young en Like a hurricane. Convirtiendo Avalon, la isla sagrada de la leyenda arturiana, en un enclave caribeño en el que la bruja Fata Morgana y sus acólitos debían ser la gente negra de Chic con sus coros y esa cadencia en el baile tan elegante como económica. Andy McKay soplaba los saxos como podía y sus errores puntuales no lograban hacer olvidar la intensidad de su voz. Phil Manzanera se mostraba mejor cuanto más etéreo, y el bajo, batería, percusión y teclas coincidían para dar forma a un sonido esplendoroso, en el que todo estaba claro. Roxy Music se comportó como un grupo cortesano sacado al asfalto. Tan de hoy como de ayer, ¿cómo de mañana? Tal vez un poco más suaves, más refinados. Menos aventureros.
Babelia
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