Reunión en las alturas
Mientras se discute si Michael Fagan, el intruso que se metió en las habitaciones de la reina de Inglaterra, era un enamorado, un loco o un fumador empedernido, podemos aventurarnos a presumir que si un aficionadillo es capaz de colarse de rondón en Buckingham, un espía bien entrenado, cualquier día de éstos, se lleva en un camión los archivos de la OTAN, incluidos generales, perros guardianes y mecanógrafas.En 1968, los oficiales de seguridad de Alemania se reunieron con sus colegas de la NATO en algún lugar. Resulta divertido consignar que la gente que se dedica al espionaje o contraespionaje no suele citarse en un sitio determinado, por ejemplo, bajo la estatua de Colón o en el ala izquierda de la Puerta del Sol, no. Siempre lo hacen en algún lugar. Lo que los alemanes y norteamericanos querían dejar en claro en ese lugar era la ola de suicidios que estaba haciendo estragos en los mandos militares y en el aparato de espionaje de la República Federal. Se tiene que escudriñar los bunkers atómicos, las tablillas de escucha en los teléfonos, los códigos secretos: los tovarich están hasta debajo de la sopa.
El 8 de octubre, Horst Wandland, un general de 56 años, subdirector de la inteligencia militar de la NATO, se encerró en su despacho y se levantó la tapa de los sesos. La explicación oficial fue que "desde hacía mucho tiempo sufría una profunda depresión, agudizada por las dudas y las tribulaciones". No deja de ser extraño que un militar -o un civil- en ese estado de salud pueda estar en un puesto de tan gran responsabilidad en el espionaje; pero, en fin, cosas más extrañas, como veremos, irán sucediendo.
Diez días más tarde, el 18 de octubre de 1968, el teniente coronel Johannes Grimm se tumbaba en su sillón del Ministerio de Defensa para no despertarse nunca más. La explicación fue más lógica: "Sufría de cáncer". El 21 de ese mismo mes, Gerhard Bohem, adjunto al Ministerio de Defensa -su jefe era Grimm-, desaparece de sus lugares habituales y en noviembre unos pescadores se encuentran con una pesca infrecuente. Mientras sacan el cadáver del río, la explicación en paralelo: "Estaba deprimido porque no fue ascendido con el resto de su promoción". Dos suicidios más dentro del Ministerio,de Defensa colmaron lá medida. Todas las explicaciones comenzaron a sonar á falso. El suicidio del contralmirante Herman Ludke, 57 años, jefe de los Servicios Logísticos de la NATO, culmina la serie. Como en las mejores novelas de espionaje, Ludke era el último hombre del que se podía sospechar. Era un caballero de maneras distinguidas, culto, una vida sin mujeres ligeras ni alcohol, fanático de los deportes náuticos y terrestres. El instructor del American Club de Bonn, donde Ludke nadaba siete veces por semana, aseguró que "estaba en su mejor forma. Hacía quince largos cada día".
El contralmirante había cometido un error imperdonable hasta a un recluta novato: al encargado del revelado fotográfico del Servicio Logístico le entregó un rollo de película, lo cual no es nada anormal, pero junto con las tres estampas sobre la vida campestre -a Ludke le gustaban también la campiña, las montañas y los lagos- tparecieron nueve copias sobre las que se leía el sello de NATO top secret. Como el encargado no quería quemarse los dedos cori más ácido del necesario, tomó el teléfono y llamó a la policía militar.
Ludke abandonó su oficina y su casa. Urios días después -con un intermedio de cables cifrados entre todos los componentes de la NATO- apareció por su despacho y el ministro de Defensa, Schroeder, le agradeció los servicios prestados y le indicó la puerta de salida.
De Herman Ludke, contralmirante galardonado en todos los mares y océanos, no se supo nada más hasta el 8 de octubre, cuando a unos kilómetros de la frontera con Bélgica se apuntó con un máuser último modelo la tetilla izquierda y disparó. Todavía hoy se están contabilizando los datos que Ludke pasó a sus camaradas de Moscú.
En las primeras semanas de noviembre de 1968 al canciller Kíssinger se le subió la mostaza a las narices le ordenó "una tajante investigación total". Salta a la palestra el nombre del productor Ludwig Martin, que había denunciado en 1967 dos robos de campeonato: la desaparición de un cohete aire-aire tipo Sidewinder y dos detectores ampleados en la aviación. Lo más increíble, la medalla de oro al desparpajo, fue que los agentes enviaron a Moscú los dos detectores ¡por vía aérea!, abonando el flete normal. Al cohete Sidewinder, robado en una base, lo transportaron a Berlín este ¡en un automóvil!, y aunque su cabeza emergía por la ventanilla, no llamó la atención a nadie. Como se ignoraba quién o quiénes habían realizado semejante epopeya, el fiscal general se lo atribuyó a un misteriosísimo mister X, el cual, unas veces, podía ser un periodista checo, y otras, un vendedor de antigüedades. Se detuvo a dos posibles cómplices, a los que fue imposible hacerles hablar. Mientras tanto, el canciller Kissinger pedía dimisiones que nadie cumplimentaba.
Las capturas -todas de sugundones para abajo- seguían involucrando al personal de la NATO: un turco que fotografiaba documentos secretos y un italiano que tenía en su poder reproducciones de la sección cartográfica de la OTAN. Tanto uno como otro tenían un amigo común, el contralmirante Herman Ludke.
Por esas mismas fechas se conoció la enternecedora historia de amor de Viola, nacida Gesela Mók, espléndida en su madurez de 48 años y, por casualidad, mecanógrafa del Estado Mayor. Y enamorada hasta las cachas de un galán que se decía colaborador ultrasecreto del Instituto Científico Alemán. El seductor la puso en contacto con la red comunista y su rápido suicidio precedió al de una empleada del Ministerio de Economía que, con su renuncia, se llevó una tonelada de documentos- "sólo para los ojos del Ministerio de Defensa". Top secret.
Presumo que en la plaza Dzerjinski sabrán cosas más sustanciosas relacionadas con la NATO. En la Organización Atlántica -al igual que en el Pacto de Varsovia-, la alteración de códigos secretos es cosa normal, y los emplazamientos y depósitos se revisan y cambian en cuanto un espía posa sus ojos en ellos.
También se sustituye a los agentes del ININ (contraespionaje de la NATO), pero ésas son cuestiones que nadie conoce, salvo, claro está, los propios interesados, ya que, en esa profesión, el silencio es un compromiso que se acepta antes de cobrar la primera nómina.
En la jerga del espionaje, cuando el enemigo detecta a un agente, se suele decir: "Este buzón ya no sirve". Entonces caben algunos supuestos, por ejemplo, renunciar y, con el agradecimiento de la organización, dedicarse a plantar rosales en algún recóndito rincón.
Pero para quien sea un agente idealista, un espía conspicuo, un buen profesional, suicidarse es parte del trato.
Que un militar deshonrado o un espía descubierto se peguen un tiro, o se traguen un frasco de pastillas, me resulta comprensible. Que las mecanógrafas imiten a sus jefes, ya no me parece tan lógico. A no ser, cosa que ignoro, que los mandamás del espionaje, antes de pasar a mejor vida, envíen a sus empleados y empleadas una invitación rogándoles que se reúnan con ellos en el otro mundo.
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