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Tribuna:Estampas de una década
Tribuna
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El viejo y la mosca

Manuel Vicent

Después de todo, morir en la cama no está tan mal, aunque tu cadáver sea descubierto algunos meses más tarde. El cuerpo adopta en el catre cierta naturalidad funeraria, las sábanas pueden servir de mortaja y la alcoba siempre tiene un aire de panteón familiar, de modo que no pasa nada si te quedas tieso allí para toda la eternidad con los ojos fijos en el techo convertido en una mojama, mientras los vecinos hacen su vida normal al otro lado del tabique. Lo que a él le horrorizaba era morir sentado a la mesa del comedor o en la taza del retrete o en el escritorio de la biblioteca, porque al acabar de pudrirse totalmente, su esqueleto pelado quedaría en la estancia componiendo una figura patética de relato de terror entre muebles castellanos, vitrinas y lámparas. Todos los días, a las diez de la mañana, recibía la llamada de teléfono. Entonces aún se sentía bien. A la hora exacta, el aparato sonaba a la vez en la consola del salón y en la mesilla de noche. El hombre levantaba el auricular y durante algunos años siempre se produjo el mismo diálogo escueto:-¿Diga?

-Buenos días.

-Gracias, oye.

-Hasta mañana.

Era la contraseña para demostrar que aún seguía vivo. Cuando un hombre está solo en el mundo, a cierta edad, hay que tomar algunas medidas, así que él había pedido a un antiguo compañero de oficina, también jubilado, que le llamara por teléfono cada mañana de forma rutinaria. Tenía el compromiso adquirido, si nadie contestaba, de avisar al portero, de abrir el piso para comprobar lo que había pasado. Seguramente él estaría muerto y encontrarían su fiambre en pijama tirado en el pasillo. En ese caso debía llamar a la funeraria y encargar un entierro de tercera, siguiendo las instrucciones de ese sobre cerrado que el amigo conservaba en su poder.

El único familiar que le quedaba en la tierra era una mosca. ¿Dónde estaba ahora? La mosca estaba ahora en el visillo del segundo balcón. Cada mañana, al levantarse, la primera labor de este jubilado consistía en buscar a aquel ser entrañable para darle los buenos días. Recorría los sucesivos salones de la casa, las siete habitaciones, la cocina, el cuarto de baño, inspeccionaba búcaros, bandejas de plata, espejos, cuadros y tresillos meticulosamente hasta encontrar lo. Entonces se producía una escena de ternura entre los dos. Al parecer, la mosca conocía aquel amor de su dueño, y acudía a su voz. Apenas le veía, se le depositaba en la mejilla en forma de beso, se ponía a volar a su alrededor, le seguía a todas partes mientras el hombre se aseaba y le despedía en la puerta, como una buena esposa, cuando salía a la calle para cumplir con sus obligaciones.

Por lo demás, este jubilado era un viejo atildado de 75 años, con traje canela, ahora en verano, y sombrero blanco con una cinta negra, y cada jornada cumplía un horario medido. A las once atravesaba el alto zaguán, saludaba al portero, daba cuarenta y tres pasos contados en la acera para llegar al quiosco, donde compraba el Abc; esperaba dos minutos en el semáforo de la esquina, cruzaba la calzada y entraba en la cafetería; se sentaba siempre en la misma mesa, tomaba siempre una ensaimada idéntica, siempre aquella taza mediana y el vaso de agua, echaba un vistazo al periódico, blasfemaba por lo bajo si las acciones de popularinsa, telefónicas y renta inmobiliaria habían perdido algún entero, se levantaba, se despedía con la mano, aunque no lo viera el camarero, y se iba a repasar sus cuentas corrientes en cuatro sucursales de banco por los aledaños de la calle Goya. Prácticamente era el terror de las ventanillas. Después de siete años, los empleados le conocían demasiado bien. En cuanto aparecía por la puerta, ellos sacaban los cartapacios, los extendían en el mostrador y los abandonaban a su merced para que el viejo examinara, revisara, comprobara cada partida, analizara las matrices del talonario y certificara los saldos con una exactitud de céntimo. Las cuentas no se movían en absoluto, estaban petrificadas, porque aquel señor no tenía más ingresos que la jubilación de funcionario, pero el hombre desarrollaba un trabajo todos los días dando la lata. Incluso, a veces, pedía audiencia a un director por un desfase de tres pesetas en la liquidación de unos bonos del tesoro.

Después mataba el rato, hasta la hora del almuerzo, como inspector anónimo de edificios en construcción. Había visto crecer desde los fundamentos las últimas obras del barrio. Le gustaba mirar grúas plantadas en el barrizal de las hoyas, las hormigoneras y los sopletes soldando viguetas allá arriba. Se paraba a contemplar, con las manos detrás, las taladradoras del asfalto cuando levantaban un conducto del gas y se estremecía de placer si la mañana le deparaba la inmensa suerte de ser testigo de algún accidente de coche, sobre todo si había heridos y llegaban ambulancias, pero también se conformaba con un simple tortazo en la chapa o con el reventón de una cañería. No es que fuera un mal hombre. Simplemente estaba aburrido y le servía cualquier cosa, la discusión de un taxista, el cabreo de un guardia urbano, el desmayo de alguna señora, un frenazo brusco, el chico de la tienda al que se le desparrama el pedido, para salir del tedio mortal.

Al mediodía, en aquel restaurante formaba ya parte del mobiliario. En un ángulo de azulejos, bajo una cabeza disecada de toro, comía una perenne sopa de fideos, una rodaja de merluza con patatas y el flan de la casa; así durante siete años seguidos, tiempo en que vio caer en la tumba a diez parroquianos fijos. A las tres se reintegraba en aquel piso de salones desolados con arcones castellanos, bandejas de plata, espejos, aparadores barrocos, tresillos isabelinos y, en primer lugar, buscaba, como siempre, la mosca. ¿Dónde estará ahora? La mosca esperaba a su amo en el brazo del sofá, y allí él echaba la siesta hasta la hora de dar aquel paseo absurdo por el contorno, arrastrando las patas entre atascos.

Lo peor era al caer la tarde. Cuando volvía a casa, metía el llavín en la cerradura, que resonaba en el hueco de la escalera, y penetraba otra vez en aquel espacio de sombra. Se ponía el pijama, vagaba por los pasillos de aquella vivienda de quinientos metros cuadrados, renta antigua, del barrio de Salamanca, y una mano de soledad le invadía del todo hasta calarle los huesos, en un silencio donde crujían los muebles. Encendía el televisor y se tragaba cuanto salía de allí, esperando la medianoche. Entonces se metía en una cama de alto cabezal con hojas de acanto pulimentadas en negro y se quedaba con los ojos abiertos en la oscuridad del techo y una idea le taladraba la frente como esa termita que se oía roer la balda del armario ropero. No tenía a nadie en el mundo, excepto a una mosca fiel planeando en el aire del salón y a un antiguo compañero de la oficina, al que no veía nunca, pero que le llamaba todos los días por teléfono para saber si aún estaba vivo. Como siempre, aquella vez también recibió la llamada puntual. Fue la última:

-¿Diga?

-Buenos días.

-Gracias, oye.

-Hasta mañana.

A la mañana siguiente el teléfono no sonó. Tampoco al otro día. Al jubilado le entró con eso cierta paranoia, aunque quiso resistir un poco más. Tampoco era el caso de ponerse demasiado pesado. Pero, después de una semana, el hombre se dispuso a comprobarlo. En seguida se enteró de que su antiguo compañero de oficina había muerto. A partir de entonces ya sólo le quedaba una mosca en esta tierra. Ese ser entrañable era el único que, llegado el momento, podría avisar al portero de cualquier desgracia. Y entonces el viejo tomó una decisión bastante lógica.

En esta vida hay que dejarlo todo atado y bien atado, como dijo aquél, así que, sin pensarlo más, al día siguiente el jubilado fue a casa del notario. Realizó una paciente espera sentado en una jamuga, junto a unos especuladores de solares, frente a un mueble inservible lleno de columnas, ángeles y dragones de palosanto. Cuando le llegó el turno, una secretaria madura le hizo pasar a una habitación donde tecleaban dos individuos.

-Vengo a hacer testamento.

-Siéntese, por favor.

-Tal vez sea un poco complicado.

-Nada, por Dios. ¿Tiene usted herederos?

-Sí.

-Entonces, dígame.

-Quiero nombrar heredera universal a una mosca.

-¿A una mosca?

-Eso es.

-Un momento.

El oficial de la notaría desapareció por una puerta, mientras el otro que quedaba allí sacó la bola de los ojos hasta la punta de la nariz. Después de todo, no era tan raro. El jubilado tenía unas acciones de popularinsa, bonos del tesoro, algunas telefónicas y pequeñas inversiones en renta inmobiliaria, además de dos cuentas corrientes, cuatro cartillas de ahorro y el alquiler del piso. La mosca se había portado muy bien con él. La pareja se amaba frenéticamente en el fondo de aquella soledad de los salones en penumbra; ella le seguía a todas partes por los corredores y alcobas, se le posaba en el brazo, se paseaba por su mejilla e incluso una noche de amor durmió con ella pegada al labio. El notario en persona salió del despacho para atender aquel caso.

-Puedo pagar lo que sea.

-No es eso.

-Mire usted, yo amo a esa mosca.

-¿De verdad?

-Es lo único que me queda en este mundo.

-Bien.

No se sabe si el notario hizo una excepción fuera del reglamento, pero el testamento se formalizó a renglón seguido. La mosca se lo llevaba todo, sin cláusula alguna que restringiera la pasión de aquel hombre solitario. Al llegar a casa, ella le esperaba, como siempre, en el brazo del sofá. Comenzaron los dos a hacerse cariños hasta llegar al acto más íntimo. Aquel ser tan entrañable sabía lo que le gustaba a su pareja. El viejo se tumbaba desnudo en la cama y entonces ella, afilándose previamente las patas con las alas, le recorría el cuerpo, le besaba los ijares, le bailaba en el sexo y después subía hasta el rostro sonriente y se posaba en el labio. Vivieron ambos una larga temporada de amor, hasta el punto de que el jubilado apenas salía ya de casa. Cuando sucedió aquello, la mosca también supo estar a la altura.

Como era de suponer, el viejo un día se quedó tieso en el sofá, fulminado por un infarto, mientras veía la televisión. Fue una muerte dulce. El cadáver estaba con la pierna elegantemente cabalgada, la mano pellizcada en la barbilla, los ojos abiertos como si aún siguiera con interés el telediario, sin inmutarse ante la noticia más pesimista. Su cuerpo se reflejaba en el espejo del salón y se veía adornado con bandejas de plata y cerámicas, se descomponía en los rombos de las vitrinas, se licuaba en el barniz de los muebles. Todavía puede estar allí sentado, porque nadie en este mundo le ha echado de menos. Pero, a partir del instante de su defunción, la mosca comenzó a realizar sobre el cuerpo de su amante el acto definitivo de amor. Ella, sus hijas y sus nietas se lo están comiendo apasionadamente ahora mismo, comenzando por las partes más blandas. El viejo sonríe en medio del mobiliario.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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