El director Carlo Maria Giulini se impone en el Covent Garden con la ópera 'Falstaff'
Tres años de trabajo, cuarenta días de ensayos en Estados Unidos, ocho representaciones en el Dorothy Chandler Pavillion de Los Angeles, otro mes completo de ensayos en el Covent Garden de Londres, seis representaciones en la Royal Opera House. Ese es el balance del montaje del Falstaff de Verdi, que ha supuesto el regreso al foso de una sala de ópera del hombre que -para muchos- es la máxima figura en la dirección de orquesta actual, Carlo María Giulini. Todavía, cuando la producción pase a Florencia, al teatro Comunale, el próximo enero, habrá otro mes de ensayos exigido por el maestro italiano.
Una vasta operación comercial complementa la historia de este Falstaff, grabación digital de la ópera, para el disco, en Los Angeles, filmación de una película -cine y vídeo- en Londres. La actividad comercial tiene esta vez lógico fundamento. La expectación internacional ante la nueva producción de la pieza verdiana ha sido, y es, enorme. Desde que en 1968 la Opera de Roma visitara Washington dirigida por Giulini, este artista no había vuelto a comandar una producción lírica. En estos catorce años, la ya notable carrera de este músico en las salas de concierto, ha tomado auge casi mitológico, y ello con toda justicia.Entre 1973 y 1976, Giulini actuó como titular de la Sinfónica de Viena y, poco antes, al principio de los setenta, se permitió rechazar la titularidad de la Orquesta de Chicago, que tomaría Solti con los magníficos resultados conocidos. En 1978, Giulini volvió a sorprender al mundo musical al asumir, en cambio, la dirección de la Filarmónica de Los Angeles, sucediendo en el puesto a Zubin Mehta.
Ernest Fleischman, el gerente de la Filarmónica de Los Angeles, es el hombre que ha organizado la presente "operación retorno" de Giulini a la ópera. El maestro de Barletta se alejó de los teatros por las crecientes dificultades para lograr un nivel artístico de calidad -los desplazamientos de los artistas, el constante cambio del repertorio, el difícil ensamblaje de las orquestas con un director concreto-. Fleischman le garantizó todo el tiempo necesario para ensayar y la constante presencia de los cantantes en América, Inglaterra e Italia. La promesa hecha a Giulini se cumplió en Los Angeles, pero en Londres varios de los protagonistas del Falstaff ha incumplido la palabra dada, aceptando acusaciones y grabaciones intermedias. En cualquier caso, el Falstaff londinense revela una preparación artística superior a la de cualquier trabajo normal en una sala de ópera.
Ronald Eyre, productor, y Hayden Griffen, escenógrafo, han tomado sobre sus hombros la ardua tarea de sustituir, con un nuevo montaje, la puesta en escena de Zefirelli, representada desde hace años en la Royal Opera. El éxito les ha sonreído sólo a medias. Los cuadros en la Hostería de la Jarretera son de un penoso esquematismo y solamente la secuencia en el jardín de la casa de Ford y, en parte, la del bosque de Windsor, revelan un mínimo de imaginación y vivacidad.
Reparos a los cantantes
Los cantantes, casi sin excepción, son el lunar de este Falstaff. Renato Bruson, incorporando al protagonista, suscitó serios reparos. La voz, limitada en graves y agudos, con escasa proyección, algo monocroma, no es instrumento adecuado para la partitura verdiana, y Bruson, músico excelente en tantas obras (inclusive de Verdi), naufraga aquí, inaudible además en el setenta por ciento de la función.Katia Ricciarelli (Mrs. Ford) ha compaginado las funciones de Londres con la grabación de Micaela de Carmen en Berlín y La Traviata en Ginebra: que sonara cansada y calante es lógico.
El epicentro de la producción es, naturalmente, Carlo María Giulini en el foso orquestal. Su figura en el podio galvaniza a los instrumentistas: altísimo, delgado, asténico en estado puro, aristocrático, enérgico en los gestos, este patricio italiano consigue en Falstaff resultados sonoros insólitos. Cada ritmo, cada ataque, cada centro de la partitura tiene en sus manos matiz distinto.
La orquesta del Covent Garden ha sonado bajo su batuta como la de Chicago o Berlín. Es el trabajo de un maestro absoluto, pletórico de fuerza, gracia, vitalidad y sensibilidad. Por desgracia, en una ópera no basta que el rendimiento de la orquesta sea óptimo: en Londres, Falstaff ha resultado ser un admirable poema sinfóritico en el que de vez en cuando suenan voces.
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