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Tribuna
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El linguista de la poética

Hace catorce años, un crítico afamado de la vida cotidiana escribió que el estructuralismo estaba tan de moda en España, que se hablaba de él hasta en las peluquerías de señoras. Por la misma época, la mayor parte de las revistas de rango cultural (Insula, Estafeta Literaria, Papeles de Son Armadans, Revista de Occidente, Destino, incluso Triunfo y Cuadernos para el Diálogo) solían repetir en sus graves páginas literarias un mismo artículo con diversas firmas, algunas ciertamente ilustres. Se trataba de un escrito que a veces surgía disfrazado de marxismo barato, otras de positivismo lógico, en ocasiones de erudición castiza a lo Menéndez y Pelayo, también de idealismo al antiguo estilo, por lo general de teologismo de la berza escolástica. Esta pluralidad de máscaras ocultaba un mismo temor: las hordas estructuraleras, cabalgando sobre la ciencia del lenguaje, lo invadían todo dispuestas a cargarse la historia, el contexto, el compromiso, el significado social, la diacronía, las musas, la emoción y, sobre todo, la realidad -o sea: el realismo dominante-.Quiero decir que Jakobson fue un perfecto desconocido en la vida cultural de este país hasta hace bien poco tiempo, precisamente cuando la estrella estructuralista empezó a declinar por sus propios méritos y excesos. Sobre todo, en lo que al desarrollo y aplicación de las teorías poéticas de Jakobson se refiere, y al margen del reducido eco universitario que por entonces tuvieron sus decisivas aportaciones fonológicas y gramaticales.

Como tantas otras veces, nos vacunaron contra la "moda" antes de que el sarampión cuajara mínimamente por estos pagos. Estabamos de vuelta sin apenas haber iniciado el camino. Sólo mucho después, y gracias a las influencias pedagógicas de Alarcos, Adrados, Alvar y Lázaro Carreter, empezó el interés por relacionar empíricamente lo literario con la ciencia del lenguaje; un interés que se reduce, para lo esencial, a los trabajos de Carmen Bobes, Martínez García, Prieto, Talens, Romera, Garridogallardo, Illera, Pizarro, Esteve, Torderá y Pérez Gallego.

No causará, por tanto, un hondo impacto en el mundillo cultural español la muerte de Roman Jakobson. Y sin embargo, sus trabajos continúan siendo centrales tanto en el terreno de la lingüística general como en el de la teoría literaria, especialmente en lo que al lenguaje poético se refiere. Para lo primero, no sólo es que Jakobson fuera uno de los maestros de la corriente estructural de la lingüística postsaussureana, junto con Hjelnislev, Sapir, Bloornfield, Troubetzkoï y Harris, sino que ha sido el único lingüista de envergadura de su generación cuyos trabajos han resistido el gran cambio de rumbo provocado por la gramática generativa de Chomsky, a finales de los años cincuenta.

Una deuda cultural

Pero es en el ámbito de la poética -en el sentido no sólo literato del término- donde la deuda cultural con Jakobson es mayor. Recuerdo el argumento central de los pobres jakobsonianos españoles de hace casi tres lustros, cuando los mandarines literarios de la época se cachondeaban del maridaje entre la literatura y las ciencias del lenguaje. "Si el modelo lingüístico es necesario en la teoría, investigación y crítica literaria", escribíamos, "entonces hay que utilizarlo. Pero si se afirma que no es necesario, en todo caso, no queda más remedio que acudir a la lingüística para demostrarlo".

Lo que Roman Jakobson regaló a la literatura contemporánea, en palabras de Barthes, fue la lingüística. Los tratos entre la escritura poética y el lenguaje, evidentemente, son tan antiguos como la cultura. A fin de cuentas, toda la retórica clásica, hasta el siglo XIX, no es más que la historia de los sucesivos coqueteos íntimos entre lo uno y lo otro. Los positivismos decimonónicos interrumpieron bruscamente la relación establecida y enclaustraron las prácticas en un esfuerzo por disciplinar las humanidades, por convertirlas en disciplinas. Jakobson no fue el primero en liquidar la falacia de estas especializaciones absurdas, pero sí el más decidido a establecer un puente sólido entre la ciencia del lenguaje y la más prestigiosa de las producciones del lenguaje: la literatura.

Heredero del espíritu de los llamados "formalistas rusos", escuela de la que formaría parte, se enfrentó directamente a los problemas que dentro de la lingüística plantea el resbaladizo estatuto de la poética, sentando las bases de la mayor parte de las futuras investigaciones sobre el asunto a partir de sus estudios acerca de las funciones del lenguaje (la función poética se establece cuando el mensaje se orienta hacia sí mismo), la versificación (la relación entre ritmo y sintasis) y el sentido de las figuras retóricas (la dicotomía metáfora-metonimia). Además de sus análisis brillantes de ciertos textos de Baudelaire (el famoso estudio de Los gatos, en colaboración con Lévi-Strauss, cuya antología completa acaba de editar Vidal Beneyto), Shakespeare, Dante, Pasternak, Maiakovski, etcétera, y de su fe inquebrantable: en la construcción de una ciencia general y generalizada de los signos, en una semiótica.

Lo cierto es que aquella invasión lingüística implicó una ruptura radical con las teorías decimonónicas entonces imperantes (las, teorías del reflejo burdo, del determinismo grosero, del contexto-rey, del realismo social). Gracias a la muy higiénica labor crítica y analítica de la poética jakobsoniana, la literatura recobró el derecho a la ambigüedad de los sentidos, el placer del texto, la libertad de movimientos, la desfachatez mítica, el denostado privilegio de lo inmanente, la credibilidad cultural y el extraño poder de su lujo. En realidad, los valores literarios actualmente en candelero, que no otra cosa es la narratividad, la linealidad, la superficialidad y la irracionalidad poética.

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