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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El síndrome de los defensores de la sanidad pública

La Asociación para la Defensa de la Sanidad Pública, cuyo secretario G. Hernández Less, es un médico asalariado de la Diputación Provincial de Madrid, aprovecha de nuevo el expediente que me ha incoado la Diputación (respecto al cual los tribunales y no la Diputación dirán la última palabra) para echar su cuarto a espadas en contra de la medicina privada en un artículo firmado por el comunista o procomunista Pedro Zarco (ver EL PAIS del 4 de julio), profesional con brillante trayectoria en el ejercicio privado de su especialidad. Y lo hace con evidente oportunidad en las fechas, diez días antes de que se celebrara la elección del presidente del Consejo General de Colegios de Médicos de España, y con la indudable intención de desacreditar públicamente a uno de los candidatos a dicho puesto, precisamente porque se oponía de forma rotunda a la socialización de la medicina, y porque su programa incluía una actuación decidida frente a cualquier Administración, del signo político que sea, que pretenda nacionalizar la sanidad, en un Estado en que la Constitución reconoce la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado.La medicina que el enfermo español quiere

Por fortuna, los artículos como el que comentamos (u otros de la ADSP en que se opone a la colegiación obligatoria de los médicos y dice no apoyar a ninguna candidatura a la presidencia del consejo), si bien influyen en la opinión pública, tenían pocas posibilidades de influir en esta elección de la organización médica colegial, porque el cuerpo electoral está constituido por los 52 presidentes de los colegios médicos provinciales, todos con alto sentido de su responsabilidad en estas elecciones, con conocimiento de la problemática sanitaria española probablemente muy superior al de los componentes de la ADSP, y con experiencia en lo que son unas elecciones libres entre profesionales de la medicina, por haber resultado ellos recientemente elegidos. Pero en cualquier caso, aunque la elección fuese directa, tendrían muy pocas posibilidades de influir sobre los médicos españoles porque, aunque tengamos mucho que aprender, hay una cosa que sabemos muy bien: el tipo de medicina que el enfermo español quiere. Y lo sabemos sin realizar complicados estudios ni encuestas. Lo sabemos porque lo hemos aprendido viendo enfermos.

Sabemos que el enfermo español, cualquiera que sea su categoría social, su nivel cultural y su ideología política, quiere ser visto por el médico que él elige, quiere que éste escuche sin prisas la narración de sus problemas, quiere que le explore detenidamente, quiere que le explique personal y directamente el tratamiento a seguir, y si al iniciarlo surgen dudas, quiere llamarle por teléfono, aunque sea por la noche, y que el médico se las aclare.

Sabemos que el enfermo quiere ir a un especialista determinado en una determinada institución, bien porque lo conoce, bien porque su médico se lo recomienda, y sabemos que si hay que hacer una operación quiere elegir el cirujano y la clínica, quiere hablar con el cirujano y que le dedique el tiempo necesario para explicarle la operación y reasegurarle en la conveniencia de efectuarla, quiere que, a pesar de la eficiencia de las unidades de cuidados posoperatorios, sea su cirujano el que se responsabilice de esta fase del tratamiento, y si las cosas van mal, la familia del enfermo quiere recibir la noticia del propio cirujano.

Médicos frustrados

Esta medicina libre y humana, puesta al día con los últimos avances científicos y tecnológicos, es la que exige la sociedad española de los años ochenta. En un país que carece del esplendor económico de sus vecinos y modelos de Occidente, no hay más remedio que admitir que sólo es posible conseguirla a través de un sistema mixto de sanidad pública y privada en el que se genera una sana competitividad entre los médicos y con ella el necesario incentivo vocacional, de prestigio y económico para que dediquen esfuerzos y horas de ocio a una constante puesta al día, de la que es evidente que se beneficia tanto la sanidad pública como la privada, aunque, por decirlo así, lo costee esta última. La participación del enfermo en los gastos de su asistencia, decía recientemente Segovia de Arana, "se ha demostrado claramente correctora de la demanda asistencial injustificada, además de crear relaciones transaccionales positivas entre médicos y pacientes".

Esto, que está claro para los enfermos y para la mayoría de los médicos españoles, pretenden ignorarlo unos cuantos profesionales en los que se manifiesta últimamente un curioso síndrome que tiene las siguientes características: por un lado, son médicos frustrados por no haber conseguido lo que ambicionaban en la profesión (cátedra universitaria, en unos casos; jefatura de servicio, en otros; prestigio, clientela, etcétera). Por otro lado, han tomado la decisión de obtener el puesto deseado a través no de las vías establecidas, sino de vías nuevas, anómalas, recién desarrolladas, en las que cuenta fundamentalmente la adscripción al partido político que controla la institución (catedráticos extraordinarios, jefes de servicio o de sección por nombramiento, gerentes, directores o subdirectores de hospitales por contrato o elección por candidato único, etcétera). Y por último evidencian una intensa preocupación por defender la sanidad pública (que habría que pensar que no precisa defensa alguna, dados los ingentes presupuestos que maneja). El síndrome se ha completado ya en algunos casos mediante el pago de los "servicios prestados" con el puesto o nombramiento apetecido, lo que nos hace temer que se extienda en el futuro, llegando, a adquirir pronto carácter de auténtica epidemia.

Ramiro Rivera ex jefe del Servicio de Cirugía Cardiovascular del Hospital Provincial de Madrid.

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