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Israel, Palestina y sus diásporas

Mientras televisión y demás medios informativos nos siguen sirviendo imperturbablemente en bandeja, a la hora del desayuno o la cena, imágenes y relatos sobrecogedores del apocalipsis impuesto a las poblaciones libanesa y palestina por los organizadores de la operación Paz en Galilea, y los sentimientos de horror, indignación e impotencia ante este nuevo y más sangriento capítulo de la tragedia de un pueblo se barajan con los de asco y desprecio por la indiferencia casi general de los Gobiernos de Occidente y, lo que es peor, de los propios Estados árabes, el alar reunió entre la pila de revistas y periódicos que se amontonaban en casa, a mi regreso de un viaje, dos fotografías. La primera de ellas representa a una familia judía fugitiva de uno de los pogromos de la Rusia zarista que, al amparo de las bayonetas del Ejército, aguarda la resolución de su destino, con el pánico, el estupor y la angustia pintados en el rostro de sus miembros. La otra, a tres jóvenes refugiados palestinos maniatados al borde de una carretera libanesa, a poca distancia de un jeep de las fuerzas de invasión israelíes; el muchacho reproducido en primer término contempla el objetivo con esa expresión de puro vacío inmóvil que a veces engendra la desesperación.¿Comparación fácil? ¿Equivalencia traída por los cabellos? Cualquier relación de similitud o de contraste contiene, sin duda, un elemento arbitrario. Pero el hecho de que parara mientes en ella indica, con todo, que la situación representada ofrecía un elemento común: desarraigo, humillación, injusticia, por un lado; la fuerza bruta, la eterna ley del más fuerte, del otro.

Infinidad de preguntas y respuestas nos agobian con su insistencia: ¿cómo ese vuelco histórico ha sido posible? ¿En virtud de qué moral o lógica el pueblo perseguido se ha transformado en perseguidor? ¿Por qué -en palabras del escritor judío francés Pierre Vidal-Naquet- Israel ha pasado a ser esta alucinante "representación del Estado prusiano como encarnación suprema de la razón en la historia"?

Un escritor sionista, Paul Giniewski, respondía recientemente, en Le Monde (12 de junio de 1982), a su aire y manera: "Los judíos israelíes no son ya los judíos que sufren. Son judíos de pie. Son judíos que han aprendido la lección del holocausto... Los judíos israelíes ya no son los judíos que no oponen resistencia".

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¡Extraordinaria lección en verdad!: la de aplicar al otro aquello mismo que sufrieron y contra lo cual se rebelaron. Un otro que, a diferencia de una Europa culpable de siglos de persecución, matanzas, expulsiones y finalmente holocausto, no les hizo jamás nada antes de que, con violencia y astucia, se apoderaran de sus tierras e, invocando la gran promesa bíblica, sustituyeran a una población con otra, borraran la presencia multisecular de los árabes en el interior de las fronteras del Estado israelí, trazadas por la ONU, y veinte años más tarde ocuparan lo que aún quedaba de Palestina y procedieran a marchas forzadas a su implacable judeización.

Frente a las amenazas casi siempre verbales de unos Estados árabes mucho más propensos a entrar en guerra con sus vecinos y disparar sobre sus propios pueblos que a empuñar las armas en defensa de sus hermanos humillados y ofendidos, Israel ha desenvuelto, en efecto, desde 1956 una concepción prusiana (bismarckiana) del Estado y sus intereses, cuyos fines justifican siempre los medios, cada vez más violentos, con que los defiende: teoría del "espacio vital", guerra preventiva, transferencias forzadas de población, zonas de influencia. Privados de su tierra, su cultura, sus instituciones por unos colonos-soldados cuya mentalidad se aproxima, día en día a la de los inmigrados' europeos que. conquistaron el Far West, los palestinos de Gaza y Cisjordania viven hoy entre alambradas, a la espera de acampar, si las realidades demográficas lo permiten, en futuras reservas indígenas. Como denunciaba el escritor judío marroquí Edmond Amran El Maleh, la clase dirigente israelí ha convertido a la Biblia en un manual de conquista colonial y al paracaidista en el símbolo actual del legado espiritual judaico. La lógica militar de Beguin y Sharon conduce a operaciones de seguridad y pacificación como la que en las últimas semanas ha causado docenas de miles de muertos y heridos palestinos y libaneses, al empleo masivo de bombas de fósforo y fragmentación, a la creación de un universo concentracionario para 9.000 terroristas marcados con cruces blancas. Si tenemos en cuenta, como recuerda oportunamente Eric Rouleau en Le Monde, que los obuses. disparados por los fedayin por encima de la frontera libanesa, desde el alto el fuego establecido en julio de 1981, ocasionaron en todo y por todo un único muerto israelí en el espacio de once meses y que el número de soldados israelíes caídos en el curso de la operación Paz en Galilea es el doble de los que fueron víctimas del terrorismo palestino en los últimos quince años, habrá que admitir -y así lo señalaba el diputado del Kneset Uri Avnery- que, a ese ritmo, Yasir Arafat habría necesitado medio siglo para infligir a sus enemigos tantas pérdidas humanas como las que el general Sharon ha hecho sufrir a su pueblo en sólo tres semanas. Pero, como la propia opinión pública israelí ha acabado por descubrir, el objetivo de Beguin es muy otro: instalar un gobierno protegido en Líbano, favorable a sus ambiciones. "La esfera de interés militar de Israel", ha dicho Shamir, "se extiende en los años ochenta más allá del mundo árabe y englobará países como Turquía, Irán, Pakistán y hasta Africa del Norte y Central" (citado por el diario israelí Yedioth Ajaronot, del 18 de diciembre de 1981).

Simultáneamente al desarrollo en Israel de esa mentalidad del pilgrim estadounidense o surafricano, que niega al otro -el indio, el negro, el árabe- la dignidad humana propia en la medida en que obstaculiza, con su mera presencia, la realización de la utopía, el pueblo palestino de la diáspora -2.670.000, de un total aproximado de 4.500.000- ha adquirido poco a poco, en los últimos 35 años, los principales rasgos y, características de la bimilenaria diáspora hebrea: agilidad intelectual, conciencia aguda de su personalidad en medio de una masa indiferente y a menudo hostil, recurso a la cultura y la técnica para hacerse indispensable y garantizar así su supervivencia. Los palestinos de hoy son los nuevos judíos de un mundo árabe que tiene tan pocos deseos de absorberlos en su seno como ellos de ser absorbidos. La historia de los últimos quince años les ha mostrado que no deben esperar nada de los demás y que para subsistir como pueblo sólo pueden contar consigo mismos. Las presuntas diferencias entre Estados árabes progresistas y moderados, entre amigos de verdad y amigos tibios, no existen: en ¡a hora de la verdad, todos se han conducido con ellos con ejemplar egoísmo. La ayuda puro cálculo, afán de control, deseo de revestirse de su nobleza y prestigio. El pueblo palestino no puede olvidar el Septiembre Negro ni las carnicerías de 1977 perpetradas o toleradas por el Ejército sirio. Si alguna ventaja ofrece el drama actual es la de haberlos liberado por fin de la tutela interesada de sus supuestos amigos, concediéndoles esa libertad de que siempre dispone el que no tiene ya nada que perder. La increíble pasividad del mundo árabe al martirio cotidiano de Beirut refleja crudamente no sólo la correlación real de fuerzas entre Israel y sus vecinos, sino también el miedo de éstos a los palestinos y a sus propios pueblos. Paradójicamente, las únicas manifestaciones masivas de protesta contra la invasión de Líbano, llevadas a cabo en Oriente Próximo han acontecido en Tel Aviv. Más allá de la simple comprobación de que el pueblo israelí comienza a abrir los ojos a las consecuencias desastrosas y a la larga suicidas de la política de sus dirigentes, son un testimonio elocuente de que un sector cada vez más vasto del judaísmo repudia abiertamente la utilización de su admirable legado espiritual al servicio de una causa injusta.

No es una casualidad si los mejores escritos de protesta de la política israelí que he leído en las últimas semanas han sido obra de judíos no sionistas y aun sionistas. Sin ánimo de abrumar al lector, he seleccionado unas cuantas respuestas de varios autores de indiscutible dignidad intelectual a los argumentos de la propaganda oficial de Tel Aviv, tendentes a exculpar sus actuales matanzas en nombre de las víctimas del genocidio hitleriano.

"La envergadura de esta operación de desviación y manipulación es insólita", escribe, por ejemplo, El Maleh. "Se nos prohíbe pensar como antes e incluso pensar quien critica al Estado de

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Israel atenta a la memoria de Auschwitz; trabaja, lo quiera o no, en función de nuevos holocaustos... Se pretende extender aquella inocencia, pagada con sangre y sacrificio, a todo un Estado, para así ampararlo de toda crítica, para santificar hasta el más nimio de sus actos" (El Viejo Topo, junio de 1982).

Para Maxime Rodinson, "los dirigentes de Israel se sirven una vez más del nombre y de las pasadas desdichas de todos los judíos para cubrir una operación brutal que, a pesar de su título engañoso, no puede traer la paz a Galilea, ni a Israel, ni a nadie. Una vez más, la inmensa mayoría de los media colaboran en el camuflaje. Una vez más, los virtuosos de la intelligentzia manipulan, al servicio de una mala causa, la metafísica, el psicoanálisis, la poesía, la mística, la superioridad del monoteísmo o los sufrimientos de millones de mártires" (Un désastre pour les autres, le Monde, 12 de junio de 1982).

Contestando a las tesis expuestas por el nuevo filósofo Bernard Henry-Lévy, Guy Konopnicki escribía en Le Matin: "Este modo de razonar no es realmente nuevo. L'Humanité, que no cultiva la nueva filosofía, cuenta incluso en su plantilla con un especialista venerable: basta acusar a la URSS de instalar un Quisling en Varsovia, perseguir a sus judíos o asesinar a los afganos, para que el viejo Wurmser despliegue inmediatamente el dispositivo conceptual empleado por Lévy a propósito de Líbano. La URSS no puede ser culpable de los crímenes de que se la acusa, puesto que sacrificó a veinte millones de sus hijos en la lucha contra Hitler. El Gobierno de Israel, incluso cuando se equivoca, no puede ser asesino, porque los judíos fueron víctimas del holocausto. Siguiendo las pautas de Lévy y Wurmser, podríamos pintar de rosa la totalidad de la historia, empezando por Francia: ésta no empleó la tortura ni realizó matanzas en Argelia, puesto que sus soldados, los mismos, lucharon contra el nazismo; los jemeres rojos, esos combatientes de la libertad, no cometieron los crímenes que se les imputan, ya que fueron víctimas del napalm de los americanos..."

Apuntando a la creciente toma de conciencia por parte de la comunidad judía de la mentalidad bismarckiana de los dirigentes israelíes y a su rechazo de los métodos brutales con los que éstos pretenden resolver ilusoriamente el hecho nacional palestino, Eric Rouleau escribía: "Los disconformes, en Israel y en la diáspora, son minoritarios, pero no marginales... En Estados Unidos como en Europa, numerosos representantes de la intelligentzia judía, y no de los menores, han dado libre curso a su bochorno ante unas prácticas que hieren su sensibilidad, ya se trate del humanismo secular, ya de la moral del judaísmo". El reciente manifiesto de tres personalidades tan relevantes como Mendés France, Nahum Goldinann y Ph. Klutznik, en favor de un "acuerdo político entre los nacionalismos israelí y palestino" y la apertura de negociaciones con miras a la futura coexistencia entre ambos pueblos "sobre la base de la autodeterminación", es un índice alentador de que la razón y la justicia se abrirán algún día camino entre los hijos de las dos grandes familias semitas, y la dialéctica del verdugo-víctima y víctima-verdugo cederá lentamente paso a la necesaria aceptación del otro: no ese menos ser carente de esencia -según las categorías hegelianas-, que convierte hoy al palestino en un simple estorbo al supuesto diálogo entre Israel y el Padre Eterno, sino un ser de carne y hueso en el que el israelí, al contemplarlo, contemplará al fin, sin telarañas, la grandeza y dolor de su propio pasado.

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