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Decrece la popularidad de la gestión socialista en Francia

Por primera vez desde que los socialistas accedieran el poder, en mayo de 1981, parece erosionarse seriamente la popularidad del presidente de la República Francesa, François Mitterrand, y más aún la del jefe del Gobierno, Pierre Mauroy. Las duras consecuencias de la crisis económica y las torpezas repetidas de la acción gubernamental han colocado a la Administración socialista frente a una realidad que ya no tiene nada que ver con el estado de gracia que la arropó durante su primer año de gestión.De un mes a esta parte, los sondeos de opinión pública empezaron a dejar de sonreír a los dos primeros personajes del Gobierno socialista francés. Pero el bajón más revelador se ha producido estos últimos días: Mitterrand, de un golpe, ha perdido siete puntos, pasando de un 48% a un 41 % de ciudadanos satisfechos con su gestión como presidente. El número de descontentos aumentó, paralelamente, ocho puntos, al pasar del 32% a 40%.

Su primer ministro, Mauroy, que el mes último aún contaba a su favor con el 45% de los franceses, según la misma encuesta -realizada por uno de los dos grandes institutos de la opinión de este país (IFOP)-, se encuentra ahora con que sólo el 39% están contentos con él y, por el contrario, el 40% se declaran insatisfechos.

Estas fotografías de opinión, reflejo de un momento concreto, hay que analizarlas con cautela. Pero el declive en las últimas semanas ha sido abultado y además coincide con un estado general palpable, caracterizado por manifestaciones críticas o de decepción que los más moderados interpretan como pasajeras, pero en las que también se atisba el inicio de una etapa amarga para el poder socialista.

Las consecuencias de la persistente crisis económica son la causa principal de la decepción o de las explosiones de irritación de diversas categorías de la sociedad francesa. El Gobierno, tras un año de gestión, lo confiesa expresamente; pero con su nueva política económica ha refrendado el fracaso de su estrategia inicial, fundada en la reactivación por medio del aumento del consumo.

Doce meses después de la llegada de los socialistas al poder el déficit presupuestario supera los cien millones de francos (1.600 millones de pesetas); no se sabe cómo cubrir los pasivos impresionantes de la Seguridad Social y del paro; la balanza de pagos arroja un profundo desequilibrio; las tasas de paro y la inflación no han mejorado; y dos devaluaciones de la divisa -en los meses de octubre y junio- han cerrado el primer ejercicio de la nueva Administración.

Todo ello ha forzado a los responsables socialistas a cambiar radicalmente de política, pasando de la técnica del gasto a la de la austeridad, alineándose así con todos los demás países industrializados. Pero a la hora de apretarse el cinturón, es decir, a partir del momento en que el Gobierno se ha visto forzado a establecer el bloqueo de salarios y de precios para combatir la inflación, el egoísmo nacional se ha puesto en pie de guerra. Los agricultores, los empresarios, los cuadros y una parte sustancial de los trabajadores multiplican las amenazas.

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Por otra parte, los métodos de Gobierno -calificados de ingenuos en un primer tiempo, pero que se justificaban porque veintitrés años de oposición habían deshabituado a los socialistas de la gestión pública- no han alcanzado el grado de madurez esperado por muchos franceses. Días atrás, la denominada batalla de París, sobre el estatuto de la capital, ha dejado un gusto amargo en la opinión pública. En pocas horas, el Gobierno y los responsables del partido socialista ofrecieron una nueva y estruendosa exhibición de caos ideológico-táctico, que no favorece su credibilidad.

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