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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Insolidaridad

DE LAS razones utilizadas a fin de justificar las subidas de precios de diversos productos y servicios, el pretexto esgrimido por la compañía del Metro para explicar la elevación de los tacos de diez billetes, previa aprobación de la Junta Provincial de Precios, es posiblemente la mas absurda y rechazable. El propósito de suprimir la reventa, calificada, de lamentable espectáculo, sirve, así, de coartada a un nuevo encarecimiento de la vida. A través de un procedimiento casi subrepticio, y con este inesperado disfraz, millares de personas, forzados contra su voluntad a utilizar ese incómodo e inseguro medio de transporte, no podrán permitirse el mínimo ahorro de los tacos y de los billetes de ida y vuelta y verán deteriorada sus modestas economías como consecuencia del -aparente- propósito de que jóvenes sin empleo y trabajadores en paro no encuentren en esa reventa un alivio a su situación.Algunos sectores sociales y grupos políticos parecen obsesionados en perseguir cualquier diminuta industria que los marginados del trabajo traten de poner en marcha para ir matando el hambre y combatiendo el ocio. Se persigue a los vendedores ambulantes, se acalla a los músicos de fortuna, se asedia a quienes mercadean frutas y verduras en las esquinas de los barrios periféricos y se castiga hasta a las vendedoras de flores. En ocasiones estas implacables persecuciones manejan como aparente justificación los peligros para la salud de alimentos eventualmente adulterados. Se diría, sin embargo, que el auténtico móvil de esas rígidas prohibiciones es un ordenancismo ferozmente volcado sobre esos infractores pero benevolente con los fraudes de la Seguridad Social o con las irregularidades en la concesión de licencias de importación para el aceite de colza desnaturalizado. Es cierto que la venta ambulante puede perjudicar a los comerciantes modestos y que algunos puristas de la estética urbana puede encontrar desagradable ese espectáculo. Pero hay que recordar otras situaciones históricas similares, en las que la solidaridad y la obligación de aliviar la desgracia ajena prevalecieron sobre cualesquiera otras consideraciones. Durante la gran depresión de la década de los treinta, que arrojó a la ruina y al paro a millones de norteamericanos, en Estados Unidos se multiplicaron estos pequeños oficios callejeros, de los que quedan testimonios literarios inolvidables en las novelas de John Steinbeck y John Dos Passos. Lo mismo sucedió en Francia, en el Reino Unido y en Alemania cuando los desmovilizados de la guerra encontraban dificultades para readaptarse a la nueva vida y a la nueva economía.

Algunos de los lamentables espectáculos que se ofrecen en las calles de nuestras ciudades tienen la virtud de enfrentarnos con situaciones reales de nuestro país protagonizados por sus mas desvalidos ciudadanos, aunque contrasten con los discursos pronunciados sobre los manteles para glosar los progresos de la democracia y con los encendidos autoelogios de los gobernantes. Incluso quienes se muestren mas fríos hacia los gestos de solidaridad deberían reflexionar sobre la conveniencia de que los dos millones de parados -cifra que se discute puntillosamente en ridículos porcentajes como si fuera más importante la fidelidad estadística de la burocracia que el drama de los desempleados- no sean acosados en exceso ni encuentren cegados todos los caminos. Respetando los derechos de todos, y fundamentalmente los derechos de los ciudadanos y consumidores, la venta callejera debe contemplarse como la expresión de un fenómeno social nacido del paro y la desesperación y como una devaluada forma de vida que tiene derecho a la existencia. Ni siquiera los predicadores de la máxima según la cual es preferible la injusticia al desorden pueden cebarse con el mínimo desbarajuste visual que representan los vendedores ambulantes que tratan de conseguir mediante estos humildes oficios, que a nadie enriquecen, la manera de no irse a la cama sin cenar. En cualquier caso, la hipócrita indignación contra los reventas del Metro clama al cielo, ya que su actividad apenas lesiona los intereses de la compañía, no encarece el precio del billete para los usuarios y ahorra tiempo y colas a los viajeros en las horas punta. Tal vez si los señores ministros y el resto de la clase política viajara en Metro apreciarían las ventajas de ese pequeño comercio y no se sentirían tan escandalizados por su existencia.

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