Los pacifistas de Nueva York
TAL VEZ medio millón de personas se manifestó en Nueva York para pedir la paz y el desarme. No había ocurrido nada parecido desde que se alzaron las protestas populares contra la guerra de Vietnam. Entonces los movimientos de toma de conciencia adoptaron simultáneamente otras posiciones políticas -contra el racismo, contra el imperialismo, en favor de la seguridad social y del regreso a una democracia que consideraban vulnerada- y se concretó un movimiento vigoroso pero efirnero de nueva izquierda que permitió a los poderes hablar de los radicales con el tono peyorativo que destina a los extremistas. El movimiento pacifista europeo, que Reagan ha tenido ocasión de experimentar en su viaje reciente, ha sido considerado también como rojo, y no han faltado las acusaciones de que está financiado por Moscú, sobre la base teórica de que Moscú necesita urgentemente negociar y desarmar, y las más, dirigidas en el sentido de que lo que pretende la URSS es paralizar y dividir al mundo occidental. No debe faltar razón a esta atribución de intenciones a la URSS, pero acusar al pacifismo de secundarlas es algo que no tiene sentido. La idea misma de desarme y negociación está contenida en las conversaciones de Ginebra, en la próxima entrevista, de Reagan con Breznev y en la asamblea general extraordinaria de las Naciones Unidas, motivo inmediato de esta manifestación, que acudió hasta sus puertas para ejercer una presión en el mismo sentido. El desarme y la paz son ideas integradas en la concepción del mundo occidental. Unicamente sucede que esas ideas no consiguen penetrar en la práctica y se ven continuamente burladas. No hay mayor burla en el campo de la política que mantener un lenguaje y una retórica afinados con un sentimiento universal mientras se practica exactamente lo contrario. La primera gran reunión internacional para el desarme y el control de las situaciones bélicas no procedió directamente del pueblo, sino de los grandes caudillos europeos: se celebró en La Haya en los albores de este: siglo. En aquel momento, el arma más mortífera era la ametralladora, que acababa de inventar el ingeniero americano Iram Stevens Maxim. Desde entonces ha habido dos grandes guerras mundiales, varios centenares de guerras menores o locales, y las armas han llegado a las bombas nucleares, las de neutrones y los prodigiosos proyectiles dirigidos por ordenador que triunfan en las Malvinas y en Líbano. Sin embargo, las conferencias y negociaciones de desarme y paz no han progresado: están en el mismo lenguaje, las mismas propuestas y el mismo énfasis que tuvieron en La Haya. No han ido más allá, salvo en una proliferación burocrática considerable. Diricilmente se puede calificar como extremistas, rojos o vendidos al oro de Moscú a quienes se manifiestan en la misma tendencia oficial pero piden que se cumpla. Más que movimientos de conciencia son llamadas de atención de personas que se sienten en peligro. Las guerras que están ahora en acción hacen sentir más ese enorme riesgo de todos: no tanto por la posibilidad de que los conflictos, hasta ahora locales, se diseminen, sino por las justificaciones que por todos los bandos se dan para esta última ratio a la que Richelieu acudía señalando sus entonces toscos cañones, Argentina, como Israel, ha acudido a la guerra después de declarar la inutilidad de las negociaciones, desprestigio acogido con alborozo por los militaristas y totalitarios del mundo; el Reino Unido, respaldado por Estados Unidos y la OTAN, ha acudido a su vez a la primera para demostrar que "la agresión no compensa"; Estados Unidos, en cambio, sostiene a Israel y apoya su línea de fuego -una agresión que sí compensa- por la seguridad mundial.
Tiene razón el alcalde de Nueva York -participante de la gran manifestación pacifista- cuando señala que en la URSS ese tipo de acciones conduce directamente a la cárcel (no hay que ir tan lejos para esa demostración: veinte pacifistas fueron detenidos el sábado en la plaza de la Opera de Madrid), y esa es una de las diferencias que glorifican el sentido de la vida propio de occidente y que nadie desea que desaparezcan, como no sea en el mejor sentido: el de que libertad individual y colectiva regresen a la URSS. Aparte de esa diferencia hay una igualdad, una coincidencia: la de que el rearme es similar en las dos potencias y la de que la URSS mantiene otro tipo de agresiones que ni siquiera permiten la respuesta armada, corno en Polonia o en Afganistán, porque su fuerza es enorme y aplastante, al mismo tiempo que implacable. No hay ni puede haber exclusiones ideológicas en la presión en favor del pacifismo, ni siquiera tendencias geográficas. El hecho de que estas manifestaciones parezcan convenir más en estos momentos a la URSS por sus razones subjetivas o por sus equívocas formas políticas no tiene por qué teñir al pacifismo de lo que realmente es ni tiene por qué justificar su persecuciónen nombre de lo que no es.
No es fácil de probar históricamente que los movimientos pacifistas han evitado guerras menores y tal vez una guerra mayor; pero se puede conjeturar que algunas guerras -Vietnam, Indochina, Argelia- han terminado como consecuencia de la acción popular; y que algunas situaciones internacionales -Suez, Hungría, Checoslovaquia, Polonia, el bloqueo de Berlín, el de Cuba en la crisis del Caribe- no han derivado a más por esa misma presión. Y que algunos grandes políticos del mundo -incluido Reagan- saben que el pacifismo puede cambiar el sentido de las elecciones (las de noviembre en Estados Unidos están haciendo ya cambiar de postura a Reagan y al Partido Republicano). Esta es una conquista de nuestra civilización -que tantas otras cosas ha perdido- a la que no se puede renunciar.
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