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No todo es cuestión de honor

Me aburría en el Palau de la Generalitat. Era la celebración del Día del Libro, se iban a entregar algunos premios. El presidente Pujol se ha dado cuenta de que hay que hacer caso a la cultura y ha empezado a repartir premios. Así se lo han aconsejado algunos de sus cortesanos. Max Cahner creo que enhebraba un sabio discurso, erudito y pulcro, que es lo que él sabe hacer. Pero no sé bien lo que decía, por la sencilla razón de que apenas se le oía. En la presidencia, y bajo el retrato del Rey, estaban con aire sacerdotal los que hoy dirigen la política y la cultura catalanas. El aire olía a misa. Ya sé que la mayoría de los actos académicos institucionalizados son así, y también sé lo que cuesta conferir un carnet de identidad a la lengua y a la cultura catalanas. Pero aquello parecía un velatorio, sólo que el muerto nadie sabía quién era.Vi a ex compañeros de universidad que un día vistieron el uniforme de la acracia y que hoy lo han trocado por el de funcionario. Tenían la piel macilenta y el aire cansino de los que han sido domesticados antes de los cuarenta. Una mezcla de satisfacción exterior y de medrosidad interior. Entre sus sombras, imaginé la nuca cana, erguida e impertinente, del poeta Pere Quart. Comprobé con alegría que la nuca inhiesta seguía revelando su aire entre diabólico y profético.

Luego de los discursos vinieron aplausos puestos al baño maría. Entonces se levantó Pere Quart, o Joan Oliver, y habló en nombre de los premiados: recordó que los premios vienen a ser, más o menos, una cuestión de honor. Sólo que él hacía mucho tiempo que había borrado esa palabra de su vocabulario. Afirmó que no comparecería jamás en el campo del honor ni con una escoba. Pero dijo algo que no deberían pasar por alto estos jóvenes funcionarios que tienen la jubilación asegurada. Es decir, que a veces los premios son cuestión de necesidad. "De modo que lo que puedo hacer es embolsármelo", añadió. Eso fue una impertinencia, no cabe duda. Porque la teoría del sacrificio poético no cuadra con el lenguaje de la necesidad. Sin embargo, eran 300.000 pesetas -menos de lo que ganan algunos políticos de la Generalidad en un solo mes- que ayudarían al poeta a sobrevivir un poco más.

Claro que Pere Quart es escritor y, por consiguiente, utiliza el lenguaje artístico menos rentable: el de la palabra. Y escribe en una lengua llamada minoritaria, la cual, que yo sepa, ningún ministro de Cultura del poder central se ha molestado todavía en aprender. Pere Quart dijo hace dos años en un homenaje popular que se le concedió en el teatro Romea abarrotado -donde, por cierto, no vi a ninguna de las personalidades que ahora le daban el premio en la Generalidad- que si los catalanes fuéramos negritos del Africa se nos haría más caso. Lo malo es que los misioneros de la Santa Infancia pretendían imponer el catecismo en una lengua que no era ni la bantú ni la batussi. Y ahora hay misioneros que hablan en castellano y otros que lo hacen en catalán. Está bien que se les den honores e incluso tan generosas dádivas, para que puedan pagar facturas de gas atrasadas, pero los escritores catalanes no deben nada a nadie. Hacer la opción de escribir en catalán y no aspirar a un seguro sueldo de funcionario es algo demasiado duro, y ni este Gobierno ni ningún otro sabrán pagarlo. Son demasiados los escritores catalanes que han muerto sin una estufa de gas butano para que les diera algo de calor, pero aquellos eran otros tiempos y el general Franco ya murió. Demasiados nombres que se murieron de asco en el destierro interior y otros que se perdieron por el desierto del exilio sin pasarse a una lengua más rentable, como el castellano.

Nadie tiene el monopolio de la patria catalana, la patria no son ellos, es algo que forma parte de tu cuerpo, de tus sentidos y tus intuiciones y, en último extremo, de la palabra, que nos une y nos diversifica.

Ya sé que la Generalidad pasa por ciertas penurias económicas. Ya sé que la vitalidad de nuestra literatura no depende de ellos, pero también hay que decir que no todo es cuestión de dinero. Depende de la fe de los nuevos políticos y, sobre todo, de su miedo. Miedo a la Cataluña subterránea, discrepante, enloquecida o aventurera. Miedo a la Cataluña que tantea entre tinieblas. En fin, a la Cataluña que está creciendo, para bien y para mal. Y este miedo no es nada nuevo bajo el sol catalán: es el que obligó a autoexiliarse a muchos de los que creyeron que decir la verdad, la propia por lo menos, es una cuestión esencial. La misma que impulsa a Pere Quart con sus 82 años. La misma que llevó muy lejos a Josep Pijoan, por ejemplo, rechazado por una Cataluña europea y civilizada que no podía entender que este gran intelectual amara a una mujer por detrás de la Iglesia.

En fin, que no todo es cuestión de honor. Y que no deja de ser un desafío apasionante ver cómo se va a sobrevivir dentro de la propia familia.

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