El intelectual de moda
Estampas de una década. Debía dejarse crecer una cabellera llameante como una zarza bíblica y soltar la barba salvaje, equiparse con un cincho y diversos herrajes de soldado pacifista, ponerse una estola con brocados de oro a modo de bufanda de mago y calzarse con zancos holandeses bajo unos pantalones de toldo playero. Era un intelectual de moda. La filosofía daba para eso y mucho más. Tenía que ser estéticamente malvado como Juan Benet, o currante y acelerado como Juan Cueto, cínico como Savater, brillante como Umbral, divertido como Vázquez Montalbán, con el gancho ácrata californiano de Aranguren, dándole a todo eso unos reflejos de joven airado con un toque decadente. Era el intelectual de moda.
Los hermosos caníbales de la radio lo habían cercado, lo tenían metido en el puchero de la ceremonia, y el intelectual se cocía a fuego lento mientras ellos danzaban alrededor con preguntas cada vez más tenaces, más absurdas. Estaba ligeramente borracho todavía, aunque aquella mañana se había desayunado con un bocadillo de optalidones para estar a la altura de sí mismo y hacía esfuerzos desmesurados por aplacar a esos cazadores de cabezas que querían saber su opinión sobre la empanada de lamprea, el desembarco en las Malvinas, las elecciones generales, la receta de jabalí con vino de Burdeos, la estocada fallida con que homenajearon al Papa en Portugal. Aproximadamente el éxito era eso: que los hermosos canibales de la radio, armados con una porra de McLuhan, se metan en tu cama a primera hora del día y te ofrezcan la oportunidad de enseñar a medio país el hígado empapado en alcohol.El intelectual pertenecía a la escuela clásica, es decir, le pegaba a la frasca como un satanás. Todo legal. Nada de marihuana. Era un borracho escueto, uno de esos tipos con el jersei en la espalda y las mangas anudadas entre las tetillas, las gafas de sol en lo alto del cráneo, al que se le ve salir del supermercado de la esquina abrazado a una bolsa de botellas dando la imagen moderna de alcohólico neoyorquino. A los 43 años estaba en plena gloria, había sido bendecido por Aranguren, era la revelación de la temporada. Por ejemplo, aquella mañana lo habían llamado de la Cadena SER para hablar de su libro, algo sobre erotismo estructural en tiempos de las Cruzadas, y allí, en medio de un concierto de baterías de cocina, pisos en Leganés y jabones de tocador, el intelectual de moda, convertido en otra cacerola para amas de casa por la voz torrencial del locutor, tuvo que soltar algunas bobadas. Después se fue despendolado a Radio Nacional, donde le esperaba una tertulia abierta con los hermosos caníbales, obsesionados en sacarle las criadillas al sol. Bip. Bip. Bip. Una descarga de rock le sacudió la resaca.
-Marcha, mucha marcha. ¡Guauuuu! Dubidú, dubidú. Estamos en el aire. ¿Qué opinas de la lamprea?
-Tengo una en el bidé.
-¿Ah, sí?
-Por las mañanas, cuando me levanto, siempre la encuentro leyendo a Horacio dentro del agua.
-¿Y qué come?
-Se alimenta de las compresas que le regalan mis amantes. Usadas, claro está.
-Ahora dinos algo del Papa.
-Me gusta.
-A nosotros también.
-Sobre todo cuando besa aeropuertos. Da muy bien arrodillado sobre una charca de queroseno.
-Ajá. ¿Qué pescado prefieres?
-El torpedo bajo la línea de flotación.
-Y qué pájaro.
-Cualquiera del Gobierno. 0 el cerdo, sí no hay más remedio.
-¡Guauuu! Dubidú, dubidú. Marcha, mucha marcha. Estamos en el aire. Acaban ustedes de oír al famoso intelectual...
Recetas para triunfar
Había que ser duro y tener pegada para triunfar en esta perra vida. Se acabaron aquellos tiempos en que el intelectual tenía el culo gordo y olía a cerrado, a biblioteca con polilla. Sócrates enseñaba filosofía bajo la higuera, pero ahora estaban los chicos de la Prensa, los cazadores de cabezas en la radio, los bares de Malasaña por la tarde, los abrevaderos nocturnos de Oliver y Bocaccio llenos de niñas que esperaban hacer una buena tesina sin preservativo. La nueva filosofía se había posado sobre el capó de la juventud y él tenía que percutir todos los días desde los medios de comunicación para abrirse paso entre aquella pandilla de borrachos que se disputaban la gloria al amanecer.
En las noches de insomnio se había hecho un diseño de sí mismo. Tenía que ser estéticamente malvado como Juan Benet, o currante y acelerado como Juan Cueto, cínico como Savater, brillante como Umbral, divertido como Vázquez Montalbán, con el gancho ácrata californiano de Aranguren dándole a todo eso unos reflejos de joven airado con un toque decadente. Tenía que estar a la altura de una botella de whisky diaria, cuatro anfetaminas y tina gragea afrodisiaca y resistir hasta las cinco de la madrugada descubriendo presocráticos en el fondo de la copa. Además de eso, había que agenciarse un perro y separarse de su mujer. Pero este asunto ya estaba resuelto Hacía un año que la mujer legal se había largado con otro y ahora vivía a solas con un dálmata. Quedaban algunas cosas más. Hacerse experto en vinos y practicar la nueva cocina para poder colocar en medio de una conversación de neomarxismo la receta del besugo con habas o aludir a, la cosecha del 72, que está bien encabezada con mosto de Utiel. Y por encima de todo, ligar, ligar, ligar con esas muchachas que se te restriegan al salir de la conferencia.
Este intelectual comenzó a darse cuenta de que la filosofía era rentable una tarde después de un coloquio en el Ateneo, cuan do se le acercó una chica de BUP que olía a pupitre de colegio de monjas y le dijo:
-Eres muy listo.
-Gracias.
-Me gustaría darme un revolcón contigo.
-¿Cómo dice usted, señorita?
-Que estás muy bueno.
-Ah.
-¿Por qué no me llevas a un motel?
Ellas estaban allí y querían hacer un trabajo sobre su último libro. No había más que alargar la mano y descolgar la manzana verde doncella del árbol de la ciencia. Pero de momento se sentía un poco borracho, estaba en el pasillo de la radio con la vanagloria de la resaca y no tenía fuerzas para levantar el brazo, escondía los ojos como dos fresones detrás de las gafas de sol y hablaba con sus propios caníbales de la mitología de la noche pasada. Nada en especial. Había estado en Bocaccio tomando, copas hasta que se le fundieron los plomos a eso de las tres de la madrugada, y a partir de ahí recordaba poca cosa, sólo que se había despertado sobre el felpudo del gato en una casa extraña junto a una chica en camisón a la que tampoco conocía.
-¿Quién sería?
_Ni idea, oye.
-Cuando te dejamos estabas liado con una rubia de mucha teta que antes le había mordido la yugular a Juan Benet.
-Yo me he despertado con una morena y con un niño que lloraba al fondo de un pasillo. No sé decir más.
Olfateador de solapas
Había amanecido sobre el felpudo de un gato, junto a dos botellas de leche y un cubo de basura. A las diez le esperaban en la Cadena SER para confundirlo con una cacerola. Después tenía que ir a Radio Nacional y largar algunas frases brillantes en medio de un corro de jóvenes agresivos. Luego había que almorzar con unos editores en un restaurante de lujo, gente fina, ya se sabe, de esa que encuentra interesante el suflé de alcaparras, se moja el labio con un gran reserva y pasa la comida hablando de novedades literarias, es decir, del cáncer de un famoso escritor y del solomillo bien pasado. Luego le esperaba un periodista de provincias para hacerle una entrevista en un bar. A media tarde estaba citado en la presentación de un libro con recital poético por medio, y de ahí tenía que salir echando humo hacia una mesa redonda sobre el mundo en el año 2000, organizada por la Asociación de Derechos Humanos, donde él debía actuar de moderador. Aproximadamente el éxito era eso: llegar de noche a Bocaccio como un náufrago feliz y tumbarse en aquel sarcófago de terciopelo a verlas venir amarrado a un mástil de licor escocés.
Por supuesto que este intelectual glorioso hacía más de un año que sólo leía solapas, pero tenía bastante con eso porque su labia era muy potente y estaba en forma. En los días de menos agobio social metía la cuchara en el interior del libro de moda, olisqueaba con olfato de perdiguero el ambiente y escribía un artículo en el periódico. Su buzón aparecía despanzurrado por las convocatorias, las editoriales le mandaban las últimas cosas y por la mañana el teléfono no dejaba de sonar. Gente de Murcia le invitaba a dar una conferencia, una asociación de vecinos quería que lanzara el pregón en la fiesta del barrio, un círculo de jóvenes de extrarradio lo llamaba para que hablara bajo una carpa. Y sobre todo, cuando el sol apenas había llegado al tejado, ahí estaban ellos, los hermosos caníbales de las ondas tirándole del pijama.
Aquella noche, cuando entró en casa y el dálmata le lamió los pies tuvo una revelación, como un sonido de trompetas que le resonó en los bulbos de la nuca anunciándole un tiempo nuevo para él. Nada extraño por otra parte. Sabía que llegaría ese momento. El intelectual fue a mirarse en el espejo del lavabo. Allí se dio cuenta de que era físicamente un tipo vulgar, tirando a esmirriado, con ojeras, el bigote de brigada con hebras blancas, el pelo corto, el pantalón gris, los zapatos comprados en unas rebajas y un jersei de pico. Había que cambiar de imagen. Eso era todo. Dejarse crecer una cabellera llameante como una zarza bíblica y soltar la barba salvaje, equiparse con un cincho y diversos herrajes de soldado pacifista, ponerse una estola con brocados de oro a modo de bufanda de mago y calzarse con zancos holandeses bajo unos pantalones de toldo playero. La filosofía daba para eso y mucho más. Al día siguiente tenía que dar una charla en un café cantante y pensaba presentarse con los nuevos arreos de la gloria.
-¿Seguro que viene el joven maestro?
-Sí.
-¿A qué hora se aparece?
-A las seis en punto. Una mujer madura con traza de profesora de instituto, sonrisa dulce y gafas color vainilla, aculada contra un coche, contestó con fervor que el joven maestro se manifestaría a sus seguidores a las seis en punto. Los profetas siempre acuden a la cita; de lo contrario avisan. Frente al café cantante del barrio de Malasaña, cerrado todavía, se veían jóvenes barbudos apoyados en las fachadas con un libro bajo el brazo; un corro de niñas, que el día de mañana tomará marihuana con botijo, saltaba a la comba en la
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plaza del Dos de Mayo; unos viejos daban cabezadas en un banco con la boína aireada por la brisa de primavera; furgonetas de reparto descargaban refrescos multinacionales para abastecer los garitos de iniciación que abren cuando cae el día. Hacia la puerta del café llegaban más adictos. Se sentaban en el capó de los coches, se saludaban entre ellos con sus nornbres y esperaban con pasividad de neófito a que algún sacristán descorriera la cerradura del santuario de la lógica.
-¿Seguro que vendrá?
-Sí.
-Estos intelectuales de moda suelen tener mucho cólico nefrítico. Y de pronto te dan plantón.
-Este no tiene cólicos.
-Menos mal.
A la hora convenida se abrieron las puertas del café cantante y los discípulos pasaron a ocupar sillas y divanes con la cadencia y el silencio con que se llena un aula. Era un público joven, dominado por la barba y las lañas contraculturales. Había de todo. Desde una chica con el pelo teñido de rojo como una borla de cardenal o la pasada con sombrero de rnormona y flecos de reina comanche, hasta el señor suizo con pinta de fabricante de manteca o el muchacho lavado que lleva en la cara una dulzura de alumno predilecto. Era una parroquia desigual de discípulos de la universidad, gente nueva, oyentes curiosos, clientes turísticos, unificados por dentro con la devoción al joven intelectual de moda. Una música de organillo comenzó a sonar sobre el cenáculo para amenizar la espera.
Vestidura de revelación
Y de pronto se presentó él, medio disfrazado de García Calvo, con las vestiduras de la revelación, aunque sin el bigotazo de herradura y la melena flamígera. Venía con gorra de cosaco y camisola abombada de violinista zíngaro, polainas de caballista y un cíngulo dorado en el lumbar. El héroe iba a hablar del lenguaje como creación de la realidad, de la cuantía y el tiempo, de lo continuo y discontinuo. Se produjo un aplauso cerrado antes de que abriera el pico. Luego, mientras el joven intelectual iba soltando conceptos intrincados sin aliviarse o profundizaba sobre la marcha en los propios circuitos de la improvisación sin conceder nada a la galería, algunos devotos ponían cara de estar oyendo chino embotellado, otros asistían a la ceremonia como quien escucha música celestial con el entrecejo cruzado. La filosofía, puede apuntillar a una oveja merina, pero aquel joven tenía magia, era Anaximandro soltando un discurso bajo una parra, Sócrates recostado en una escalinata del ágora, Diógenes dentro del bidón.
El profeta tenía en torno al calcañar un aro de íntimos que sabía descifrar todos sus gestos e intervenía en el debate haciendo la pared en el regate de ideas. Después venía una capa de seguidores que no se enteraba de nada, pero se sentía a gusto bajo el sonido filosófico. Un tercer estadio lo formaban los recién llegados, turistas culturales, que se adensan en el corro con la oreja ladeada como quien oye a un sacamuelas que en lugar de regalarte un peine te vende un concepto de Tales de Mileto. Estaban lejos aquellos tiempos cuando al joven intelectual se le veía solo, en pie, apoyado contra una columna en Oliver, con una copa en la mano pensando en el éxito. Por fin el éxito había llegado. Y ahora las mujeres lo palpaban.
-Dime algo profundo para mí sola.
-En Bocaccio a las dos.
-¿De verdad?
-Allí verás la unidad de Plotino en mi ojos.
-Qué bien.
-Te espero.
-Vale.
Aquella noche, después de la charla presocrática en el café cantante de Malasaña, el joven intelectual cenó en un restaurante del Madrid viejo con unos del cine que querían hablarle de un guión. Aquella noche también cumplió el rito como otras veces. A la hora en punto entró su alma en pena a través de las cortinas de Bocaccio y se sentó en el sarcófago de terciopelo. La chica ligada en la conferencia estaba allí. Todo en regla. Comenzaron a beber hasta que, llegado el momento, se hizo la oscuridad en el cerebro. No recordaba nada. Sólo que al día siguiente en su cama había una mujer desconocida, que no era la chica de Malasaña. Sonó el teléfono. La mujer cogió el aparato.
-Te llaman de la radio.
-¿Y tú quién eres?
-¿No te acuerdas.? Me recogiste en una gasolinera.
-Ah.
Los cazadores de cabezas le llamaban por teléfono para que contestara a una encuesta; mientras, aquella mujer desnuda andaba por la leonera tratando de poner orden en las cosas. Era una de esas que quiere arreglar tu vida con una bayeta.
-Lárgate o llamo a la grúa.
-Antes dame los siete billetes. -¿Qué?
-Una es profesional.
Al salir a la calle con la resaca agarrada a las cejas, el intelectual de moda vio el buzón de la portería atiborrado de nuevas convocatorias. Aquella mañana tenía que ir otra vez a la radio para hablar del amor platónico entre más baterías de cocina. Después había una comida con los del jurado del premio de ensayos. Por la tardo le esperaban en el coloquio sobre el medio ambiente. Iba por una acera de la Gran Vía cuando le saltó el cable ante un escaparate de ante y napa. Sintió una raya de fuego detrás de la oreja izquierda y cayó desplomado. Algunos peatones quisieron darle agua del Carmen en un portal, pero en seguida se vio que la cosa era más importante.
Después de pasar un mes en el pulmón de acero el cirujano pensó que con una operación de cerebro el joven intelectual quedaría totalmente reparado y sería tan inteligente como antes. El trabajo con el bisturí fue una obra maestra. Entre las sábanas aparecía un boquete en el cráneo del héroe, que estaba profundamente anestesiado. El cirujano le pellizcó un hilo del cerebro con una pinza electrónica y el intelectual de moda, en un reflejo mecánico, gritó:
-Mamá, mamá.
-Llama a su madre.
-Es que le he tocado el nervio de la infancia. El cerebro es una caja de resortes. Aquí está la historia resumida en un código. Verás como ahora mueve un codo. Efectivamente, a los tres meses el intelectual de moda estaba otra vez en Bocaccio empinando el codo con una placa de platino detrás de la oreja. Mañana tenía que ir a la radio, dar una conferencia, y así todo seguido.
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