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Tribuna:
Tribuna
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Yo disiento

El 23 de febrero de 1981, mientras el Gobierno de la nación y los representantes de¡ pueblo español se encontraban reunidos para la investidura de un nuevo presidente del Gobierno, un reducido grupo de jefes y oficiales de la Guardia Civil asaltaron con las armas en la mano la sede de la representación nacional, secuestraron, bajo amenaza de muerte, a los miembros del Gobierno y del Parlamento durante cerca de dieciocho horas e intentaron subvertir el orden democrático establecido en la Constitución que el pueblo español, con la sanción del Rey, se ha dado a sí mismo.Son de sobra conocidos los autores de estos delitos. Enjuiciados por la jurisdicción militar, han sido sometidos a un proceso que han aprovechado, en numerosas ocasiones, como plataforma de propaganda política, difundiendo falsedades que enturbian la clara actuación del Rey y exponiendo, con desprecio al tribunal militar que les ha encausado, ideas contrarias a la democracia y a la Constitución.

Ante las sentencias dictadas por el Consejo Supremo de Justicia Militar, dentro del respeto que tal institución me ha merecido siempre, me veo obligado en conciencia a manifestar mi opinión política en las siguientes, consideraciones:

Entiendo que las sentencias no protegen de manera suficiente los derechos del pueblo español. El rigor no consiste en concentrar las responsabilidades, sino en castigar adecuadamente a todos los culpables. La ejemplaridad no se produce si quedan sin castigar comportamientos intolerables. La justicia penal también debe ser disuasoria, y no se disuade a los que puedan participar en una rebelión militar si se personalizan las penas en los promotores y se libra a quienes las secundan y actúan fuera de la ley. Nunca puede ser aceptable que quede un amplio margen de irresponsabilidad para quienes intervienen en un golpe de Estado y con su actuación provocan amenazas que ponen en crisis la democracia en España.

Porque la crisis de la democracia implica necesariamente la crisis de todas las instituciones españolas -la Corona, el Parlamento, el Gobierno, las Fuerzas Armadas, los partidos políticos, la Administración y los mismos tribunales de justicia-, que sólo en el orden democrático que el pueblo español, en el ejercicio legítimo de su soberanía, se ha dado a sí mismo encuentra su verdadero sentido y fundamento.

Pienso que una crisis de este tipo abriría paso al miedo como factor determinante de la política española. Alguna vez señalé que sólo había que tener miedo al miedo mismo. No hay libertad bajo el miedo, no hay derechos ciudadanos bajo el miedo, no se puede gobernar bajo el miedo. En un ambiente de temor continuo a un nuevo y posible golpe, se confunden los ideales comunes con los intereses de los grupos, se usurpan las representaciones más legítimas y se hace imposible la libre expresión de la voluntad popular y, con ello, la paz y la concordia de todos los españoles.

Creo que el miedo traería consigo la involución de la vida española. Con la involución viene el separatismo institucional, que implica que los que son sólo elementos de un todo armónico pretenden constituirse como un todo, con desprecio a la mayoría, e imponen una especie de presión institucional, cuyas consecuencias la historia por desgracia nos ha mostrado.

Desde mi profundo respeto a la institución militar, creo que la terminación del proceso por los hechos del 23 de febrero tiene que dejar limpia y clara ante la opinión pública la actitud de las Fuerzas Armadas, a las que todos los ciudadanos hemos concedido como institución el privilegio extraordinario de usar armas para guardar y hacer guardar el orden constitucional, y que realmente así lo han hecho durante toda la transición y en plena democracia, con excepciones como la del reducido grupo de asaltantes al Congreso.

Por eso es natural que la lectura de la sentencia produzca desasosiego entre quienes padecimos la violencia golpista y entre todos los demócratas del país y aun del mundo entero. Son muchos los puntos concretos que merecen un comentario pormenorizado. Pero, aun a riesgo de simplicidad, quisiera concentrar mi atención en uno de estos puntos: la absolución de algunos oficiales que ejercieron violencia física contra los representantes del pueblo y actuaron con sus armas en contra del poder civil, encarnado en el Gobierno y en el Congreso de los Diputados.

No parece admisible, por tanto, que, por lo que: respecta específicamente a los tenientes de la Guardia Civil procesados, se haga jugar, de algún modo, la eximente de obediencia debida, aduciendo "que su error no resultaba vencible en sus circunstancias" y que "Ios acontecimientos de la noche del 23 y madrugada del 24 de febrero presentaron apariencias suficientemente confusas y expectantes para hacer dudar, incluso a mandos muy superiores, de las decisiones a tomar, y por ello a dilatar su adopción en espera de que la situación apareciese como clara y resueltamente decidida". La situación estaba ya decidida por la Constitución y estaba decidida por el Rey. La actitud del Rey hizo imposible que jugara este engaño y, por otra parte, no parece lógico que los tenientes de la Guardia Civil, que deben conocer la Constitución y el Código de Justicia Militar, puedan caer en un engaño de este tipo. Resulta evidente que el Rey no puede realizar indicaciones contrarias a la propia Constitución, que es la norma que establece las competencias de la Corona.

Es preciso dejar muy claro que en España no existe un poder civil y un poder militar. El poder es sólo civil. Atentar contra este hecho es subvertir el orden institucional, hacer prevalecer la fuerza contra la legitimidad, tratar de usurpar la jerarquía cívica en aras de una presunta disciplina que se podría ejercer contra los supremos intereses del pueblo.

Frente a esto no pueden tener éxito las falsedades y las insidias propagadas durante el proceso y que la propia sentencia hace bien en rechazar de supuestos deseos del Rey. Como tampoco cabría admitir la peregrina idea de una unión directa, exclusiva y excluyente, entre las Fuerzas Armadas y el Rey, que no tiene otro objetivo que colocar al propio Rey y a la misma institución militar al margen de su instancia legitimadora: el pueblo español.

Adolfo Suárez era en 1981 el presidente constitucional del Gobierno español.

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