Civilismo y militarismo
Hasta hace unos días no había yo podido conocer en toda su amplitud la defensa que el letrado López Montero hizo del teniente coronel Tejero en el famoso juicio que se ha celebrado en Campamento. Me interesaba este texto desde que, a través de resúmenes de Prensa, supe de la tesis histórica que en él se desplegaba; más o menos ésta: la historia contemporánea de España se articula en una sucesión de golpes y pronunciamientos militares, a veces obedeciendo a un impulso soberano -el de Fernando VII, en 1814 y 1822; el de Alfonso XIII, en 1923-. Según la farragosa y nada ágil argumentación de López Montero, la continua implicación militar en el plano político es una constante ineludible, un motor fatal de todo nuestro pasado próximo; algo así como la coartada justificativa de una reiteración golpista -en el presente, en el futuro-. El éxito de los golpes más decisivos convirtió a sus autores en héroes -y aquí se subrayan los cambios de régimen operados en el último siglo: el que trajo la Restauración; el que dio paso a la dictadura; el que advino con la República (!!); el que, con la última guerra civil, abrió los cuarenta años del franquismo-. Ciertamente, quien no esté versado en la historia contemporánea española puede naufragar, leyendo este alegato, en un confusionismo rayano con la enajenación mental. Por eso he creído necesaria una clarificación de urgencia.
Ante todo, conviene hacer la siguiente advertencia. Los primeros pronunciamientos -los que brotan en el reinado de Fernando VII- son consecuencia, o saldo tristemente negativo, de nuestra gloriosa guerra de la Independencia (que fue simultáneamente revolución, según el expresivo título utilizado por el conde de Toreno). Lo dijo ya Galdós: "Sí; al mismo tiempo que expiraba la gran lucha internacional, daba sus primeros vagidos la guerra civil; del majestuoso seno ensangrentado y destrozado de la una salió la otra, como si de él naciera". Y luego, la supeditación de lo civil a lo militar en el reinado de Isabel II -lo que Jesús Pabón llamó "el régimen político de los generales"- fue, a su vez, resultado o secuela de la guerra civil. Los grandes caudillos del siglo XIX eran, al mismo tiempo, jefes de partido -así, Espartero del Progresista, Narváez del Moderado, O'Donnell, de la Unión Liberal-. Resulta innegable que a esa oscilación de la historia española entre guerra y pronunciamiento se debe, ante todo, el retroceso del país en el plano internacional, su anquilosamiento en el subdesarrollo.
La revolución de 1868, posible sólo gracias a la incorporación de los altos mandos militares al llamado pacto de Ostende, fue la culminación de todo el ciclo, e implicó por primera vez el divorcio -casi total- del Ejército y la Corona. Bastó la experiencia del sexenio para que los niÍsmos que habían abierto aquella caja de Pandora volviesen sobre sus pasos. El golpe de Pavía -un auténtico golpe, el que más recuerda, en cuanto a la técnica, las caracteristicas del 23-F-, no fue, sin embargo, un intento de cambio de régimen bajo una dictadura militar; Pavía, gran amigo de Castelar, se limitó a evitar un retroceso en el caos abierto por la guerra cantonal y por la tercera guerra carlista, realidades de primer plano en aquella España. Pero ni siquiera puso fin a la República, sino al Parlamento inviable de 1873.
En cuanto al pronunciamiento de Martínez Campos, no deberíamos olvidar nunca que se produjo contra la expresa voluntad de Cánovas el Castillo: ya que el proyecto político de éste, bosquejado en el repudio de los precedentes isabelinos, apuntaba, ante todo, a un civilismo capaz de situar en su lugar (en su lugar descansen) a las salas de banderas. Cánovas quería reanudarla historia de España; reanudarla por encima de las perturbaciones anómalas de una guerra civil siempre abierta, de un pretorianismo o un cesarismo amagando siempre la posibilidad de que España se homologase con Europa. Y en realidad, la iniciativa de Martínez Campos -una simple proclama al frente de una modesta brigada- lo que vino a poner de relieve fue que no era necesaria: todo respondió porque el terreno estaba preparado por la eficacísima acción proselitista de Cánovas. En cambio, sí cabe atribuir otro alcance -otro sentido- al gesto de Martínez Campos: esto es, el reencuentro del Trono y el Ejército, el reverso exacto de lo que fue el 68. Pero el propio general tenía una contextura mental muy distinta de la de los caudillos isabelinos; él vino a inaugurar -junto a. la discretísima y eficiente figura de Jovellar- el nuevo modelo del militar atenido a sus estrictos cometidos profesionales, encuadrado en la obediencia a la legítima autoridad civil. En todo caso, Cánovas, para evitar nuevas tentaciones caudillistas supo hacer de Alfonso XII -tan diametralmente alejado de la imagen de Isabel II- un rey soldado, a cuya suprema jefatura se atendría en lo sucesivo toda la inquietud castrense. Martínez Campos y Jovellar fueron los instrumentos idóneos para la "empresa de paz" dirigida por Cánovas y presidida por el rey.
La recuperación del prestigio ante Europa, la iniciación de un despliegue de reconstrucción interior atenido a la normalidad de un Estado basado en el poder civil, fueron fruto del esfuerzo acorde de Cánovas y de Sagasta -su partenaire en el llamado "turno pacífico"-. Bajo el Gobierno largo de Sagasta (1885-1890), ya en plena regencia, el edificio canovista culminó en un doble logro: civilismo e inflexión democrática. El último pronunciamiento del siglo -el del coronel Villacampa- naufragó estrepitosamente, en una realidad muy distinta de la de mediados del siglo; la inflexión democrática se alcanzó en el restablecimiento del sufragio universal (1890).
Sólo el perturbador impacto del desastre ultramarino pudo provocar un retroceso en esta esperanzadora trayectoria; y a ello contribuiría, simultáneamente, la desaparición de Cánovas (1897) y la de Sagasta (1902). El tránsito de un siglo a otro registra un renacer del militarismo político en el plano de la Restauración. A partir de 1898, el Ejército vivirá la desazonada inquietud que en él provoca esta doble exigencia: de una parte, el deseo de redimir sus reales defectos de estructura; de otra, el afán de desquitarse de sus presuntos fallos en la acción. Al mismo tiempo la inestabilidad de los partidos, sin claras jefaturas, suscitará un retorno a los periclitados esquemas isabelinos; se vuelven los ojos hacia generales ilustres, Polavieja en el lado conservador, Weyler en el liberal. La crisis de 1905 -una iniciativa de la guarnición de Barcelona (al menos, de sus elementos más arriscados) contra la Prensa catalanista-, reflejo claro de la alarma que en las salas de banderas suscita la posibilidad de que la escisión ultramarina se reproduzca en suelo peninsular, abrirá paso a la ley de Jurisdicciones, exigida por el estamento castrense en pleno: ley que pone bajo el Código de Justicia Militar y bajo tribunales militares cualquier delito contra el Ejército o contra la Patria; lo cual significa, pura y llanamente, una ruptura con la democracia y el civilismo recién alcanzados por el sistema. Todas las crisis posteriores que pautan el reinado de Alfonso-
XIII son un resultado de ese paso en falso. Así, la liquidación del tremendo estaffido barcelonés de 1909 -la semana trágica-, a través de las duras condenas de octubre -discutibles según una jurisdicción civil-; lo que implicaria la crisis del maurismo, y a la larga, la de los partidos dinásticos (1913). Así, la aparición de las Juntas de Defensa (1917), que ensancharía las dimensiones de aquel grave yerro: el Ejército se constituyó desde ese momento en mentor de la autoridad civil, que, presionada por la simultánea subversión de las nuevas fuerzas -sociales, políticas- desplegadas amenazadoramente contra el régimen, claudicó de lleno ante los pronunciados. El gran revés de Annual, en Marruecos (1921), y la polvareda de las responsabilidades en que las izquierdas antimonárquicas se esforzaron en implicar simultáñeamente al Trono y al Ejército, tendieron el plano inclinado hacia la dictadura en que había de culminar fatalmente el proceso abierto desde 1905.
A propósito del golpe de Primo de Rivera, el abultado alegato de López Montero presenta las cosas de manera que da por cierta la iniciativa del rey para impulsar -o dar luz verde- al general (si bien se ve obligado a advertir: "aunque naturalmente... esa luz verde no quedará reflejada por escrito ni en papel timbrado del Estado"). En realidad, Primo de Rivera actuó por su cuenta y riesgo (véase cuanto sobre el caso dice el gran historiador Jesús Pabón en el segundo volumen de su magna obra Cambó). Pero ante los hechos consumados, el rey hubo de plantear al Gobierno García Prieto el problema: ¿podía resistirse a la iniciativa militar? El Gobierno se limitó a contestar que no. En el intervalo, Primo de Rivera había hecho llegar a don Alfonso -a través del capitán general de Madrid- un segundo mensaje apremiante: su majestad debía saber "que pretendía hacer la revolución bajo el signo de la monarquía, pero que si encontraba obstáculos, se vería obligado a darle otro carácter" (ese mensaje telegráfico es prueba evidente de que si el pronunciamiento fue al cabo aceptado por el monarca no había obedecido a una orden de éste). Conste que con ello no niego el gran error -por muy patrióticas que fueran sus miras de don Alfonso: decidirse por una dictadura como salida a la obturada marcha política del país tal como ésta se planteaba desde 1918; ahí está su famoso discurso de Córdoba. Pero el rey pensaba en una dictadura asumida por él mismo. La consulta a Maura -no, por cierto, conversación verbal- tenía este sentido. Y la respuesta del político mallorquín -"que gobiernen los que no dejan gobernar"- descartaba la implicación directa de la Corona, indicando la posibilidad de dar un margen de confianza a los representantes de las Juntas de Defensa.
A la larga, la dictadura -aun teniendo en cuenta sus logros positivos y, sobre todo, el no haberse manchado con la sangre de sus adversarios- fue un fracaso: liquidó el intrumental político de la Restauración sin lograr proveer al régimen de otro nuevo. En su caída arrastró a la Corona, y vino a ser así responsable directa de la República. (Lo que no tiene sentido es afirmar que el frustrado alzamiento de Jaca trajo la República, más bien habría que decir que la República vino a pesar del fracaso de Jaca).
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Cabe afirmar, con propiedad, que la España contemporánea -la del último siglo- ofrece dos modelos: el de un civilismo a la europea -tal como lo brinda el sistema Cánovas- y el de un militarismo incompatible con la democracia -tal como se insinúa desde 1905, para cristalizar entre 1923 y 1930-. Fue este último modelo el que se impuso durante cuarenta años, tras el último golpe triunfante en lo que va de siglo: el del 18 de julio de 1936, punto de referencia al que apuntan en realidad cuantos pretenden justificar el golpe fracasado del 23-F. Por eso conviene insistir en la ejemplaridad histórica que se deriva de aquel doloroso trance. Quizá quepa justificar una apelación armada (yo no la justifico) en la situación de crispación social provocada por el fracaso republicano en cuanto fórmula de convivencia (el propio Indalecio Prieto reconoció que las izquierdas habían perdido sus razones morales frente a los golpistas de 1936, después de lo ocurrido en octubre de 1934). Pero aun dando por cierto que la revolución -muy problemática- preconizada por el extre mismo izquierdista podía avalar la réplica M Ejército, sin duda respaldado por amplios sectores sociales, es preciso reconocer dos cosas. En primer lugar, que la guerra civil multiplicó inconmensurablemente -en pérdida de vidas humanas, en retroceso económico (hasta la década de los cincuenta no se recuperarían los niveles de producción de 1930)_ los males que pretendía evitar. En segundo lugar, que los que alcanzaron la victoria no supieron - o no quisieron- hacerla paz. El terrible coste de la guerra -y de las represiones que la acompañaron a un lado y otro de las trincheras- no fue compensado con un intento sincero de reconciliación hasta 1976. Esa fue la empresa y el logro de nuestro Rey. Su programa de auténtica paz entre hermanos no desplazó a los vencedores de 1939; simplemente les obligó a sustituir triunfalismo por generosidad integradora. La construcción de un Estado democrático, atento a la realidad de España y del tiempo, fue casi un milagro: evitó el revanchismo, soslayó la revolución, se respaldó con el asentimiento del último Parlamento franquista. Abrió camino luego a aspiraciones históricas de los pueblos españoles no castellanos, erróneamente sofocadas durante medio siglo. Y hubo de hacer frente a la continuación de la ola terrorista, que lucha hoy por la vuelta a la situación represiva en la que, durante. la dictadura, halló su mejor justificación, su más estimulante caldo de cultivo.
La intentona de 1981 fue pura y exactamente una negación de la soberanía devuelta a los españoles por el Rey. Incluso para los que siguen justificando -y exaltando- lo ocurrido en 1936 es imposible establecer paralelismos entre una y otra fecha histórica. Una República que se identificaba erróneamente con una versión de la República, declarándose beligerante frente a la otra, encarnaba la España oficial de 1936. Una monarquía democrática decidida a no excluir garantizaba las libertades de 1981.
En la historia contemporánea española -insisto- no es necesaria, fatalmente, una cadena de golpes, cada uno de los cuales se justifica en el anterior. La historia contemporánea española puede brindar un modelo civilista -el de 1876, el de 1976- y un modelo -Ya inviable en el contexto europeo- que, frente a la Constitución escrita, erige al estamento militar en eterno poder constituyente. Al defender el primero es necesario rechazar, de una vez por todas, la pretensión de identificar el honor del Ejército con el del reducido sector castrense empeñado en resucitar la vía del golpismo isabelino. El honor del Ejército sólo puede cifrarse en servir, con la abnegación que le es propia, lo que. la voluntad mayoritaria del país, depositario único de la soberanía, le señala poniendo en sus manos los medios necesarios que él mismo costea. Estamos en Europa y en el siglo XX. Estamos en la España de 1982, no en la de 1936.
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