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VIGÉSIMA CORRIDA DE LA FERIA DE SAN ISIDRO

Una corrida de toros

Mereció la pena. La plaza se cobró los réditos de las siestas, los bostezos, los escándalos y la estupidez. Han sido sacrificios sabiamente invertidos, por lo que se vió ayer. Veinte mil espectadores en el coso, millones frente al televisor, asistieron nada más y nada menos que a una corrida de toros.Hasta Palomar, que es de la seria Soria, parecía nacido ayer en el mismísimo Triana. "¡Así, así queremos los toros en Madrid!", gritaba el graderío. Hasta los exigentes aficionados de los altos del siete, los puristas del ocho, vibraban con el suceso. Había toros y toreros; había emoción y sol. Había muchos aficionados y pocos turistas japoneses. Los aplausos no eran gratis.

Ruiz Miguel ha mandado conservar la cabeza de su primer toro, el que dió oportunidad a la concurrencia para abroncar con reciedumbre a la autoridad, materializada ayer en el comisario de policía Portolés. También tiene derecho el personal (y muy pocas ocasiones, para qué nos vamos a engañar), a sacarle la lengua al que manda.

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El gran espectáculo

Todos ganaron ayer

Si los aficionados ganaron, los oficiantes triunfaron. Victorino, que estrenó corbata, no se dió a conocer hasta el segundo toro, medio perdido en los bajos del tres. Luego ya no pudo escapar al entusiasmo. Sus vecinos le homenajearon con una merendola servida sobre el granito de los asientos y empujada con un candeal de metro y medio. Cinco millones, peseta más, peseta menos, dicen que se ha llevado el ganadero: ganados se los tiene.

Ni siquiera le preocupaba a la asistencia la confirmación de que Romero, don Francisco, no será autorizado a torear mañana. Sí hubiera habido aburrimiento, ya habría quinielas sobre su sustituto. Nadie se ocupó en tal menester. Alguno de los triunfadores de ayer, se comentaba. Los tres se lo merecerían.

Informaciones, que puso en su día una pica en el flandes taurino con aquellos soberbios suplementos no podía reestrenarse con mejor pie. Herrero Mingorance, que va a ocuparse allí de los toros, buscaba algún santo para ponerle vela de gratitud. Ramón Sánchez Ocaña y Mario Trinidad iban por primera vez en esta feria a los toros y acertaron.

El único que se vió privado del dulce placer del espectáculo fue ese señor de la contrabarrera del uno (toda la plaza le conoce ya), que se toma los güisquies de tres en tres y anima siempre a los vecinos. Algún desaborío del callejón, probablemente de los que nunca pagan, se sintió molesto por el entusiasmo del aficionado y le envió a los guardias. A punto estuvo el insensato de recibir las iras del circo, con todo mérito.

Lo dicho, en corto y por derecho: una corrida de toros.

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