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En el filo de la muerte

Hay dos imágenes demasiado contrarias, y por ello demasiado inquietantes, que resumen la vida de Romy Schneider: la primera nos devuelve a una adolescente en éxtasis, risueña, irreal, un gramo de cursi, que baja por una colina de estampita hacia los brazos de un príncipe de cuento; la segunda es la de una mujer de mirada transparente sobre un cerco violeta oscuro, el cuerpo menudo e inmóvil contra el fondo de un sucio pasillo, los brazos caídos invadidos por la indolencia y, como un enigma, la sensación de que una ternura violenta brota desde ella hacia el despojo humano que, al otro lado del pasillo, le devuelve la mirada.De una falsa imagen de vida, Romy Sichneider extrajo, después de más de veinte años de éxito y de infortunio, una vigorosa imagen de muerte. Lo que separa a las Romy Schneider de Sissi y Lo importante es amar, es más que la dilatada experiencia en un oficio: es un abismo mental. Un actor o actriz de talento, padece siempre -las excepciones son solo aparentes y se producen en personas dotadas con un fuerte control emocional- un desgaste psíquico mayor que el común en cualquier otra actividad humana. Los motivos de esta trituración -el paradójico fenómeno de que el actor, cuanto más se endurece, cuanto más es golpeado por la vida, mejor ex presa la fragilidad humana- son complejos, pero comprobables en numerosos casos.

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Romy Schneider, se suicidara o no, era ya, a los 43 años, una persona, gastada hasta límites in tolerables, y cualquier forma de muerte prematura es verosímil en su caso. La voluntariedad es casi lo de menos en un marco donde incluso la desesperanza estaba ya agotada. Y lo que in quieta no son los aspectos circunstanciales del suceso, sino precisamente ese marco donde tuvo lugar, que es el del juguete roto, el de la muerte agazapada detrás del éxito. No puede ser casual ese rosario de desdichas que acecha a tantas estrellas desde tantas esquinas. El precio del triunfo es, con frecuencia en el cine, impagable.

Romy Schneider, se quitara o no la vida, tenía ya instalado el suicidio en su existencia. Si despertó o siguió dormido, es lo de menos: estaba allí, en la trastienda de la fama. Como lo estuvo en muchas personalidades frágiles e interiormente devastadas, que murieron, o, peor aun, sobrevivieron muertos, al estrellato. Se quitaron expeditivamente la vida George Sanders, Gig Young, Pier Angeli, Marilyn Monroe, Jean Seberg, Charles Boyer, John Garfield, Steve Cochran, Jorge Mistral, Zbiniew Zybulsky y otros muchos. ¿Pero acaso fueron menos suicidas Errol Flynn, James Dean, Natalie Wood, Montgomery Clift, Judy Garland, Linda Darnell, Broderick Crawford, Gloria Grahame, Alan Ladd, William Holden, Esther Wiliams, Tim Holt, Robert Ryan, John Barrymore o Jean Harlow, entre docenas y docenas de esos despojos humanos a los que Romy miró con la violenta ternura de Lo importante es amar?.

Actores o actrices psíquicamente devastados por su oficio son Rita Hayworth, Lana Turner, Sterling Hayden, Peter O'Toole, Anthony Perkins, Oliver Reed, y están ahí, siguen trabajando, riendo, llorando y haciendo reir o llorar, hasta que un día desaparecen, se van, se apagan, se matan, o acaban como Johnny Weissmüller desnudo y dando aullidos en los pasillos de un hospital psiquiátrico, electrocutados en una bañera como Maria Montez, ahorcados por una bufanda de seda como Isadora Duncan, decapitados por un alambre como Jane Mansfield, o, lo más probable, en la tumba anónima donde se borra día tras día la que fue Greta Garbo. Romy Schneider, una de las mujeres más bellas y tristes del planeta, reposa junto a una bella y triste compañía.

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