Adiós a Campamento
En la primera hora de la tarde del lunes, aún en los oídos el último y estentóreo "¡Despejen la Sala."' de un ujier, tras el "Visto para sentencia" del presidente en funciones de este Tribunal, esa especie de caraba del patio campamental se negaba a disolverse. Corrillos expectantes, paseantes solitarios, asoleamiento generalizado y satisfecho. Como si un nexo invisible hubiera terminado uniendo a esta grey heterogénea que se resiste a disolverse. Al día siguiente, periodistas, amas de casa, funcionarios, militares, estudiantes, habrán expIorado con precaución sus mesas de trabajo, sus despachos, sus libros, domesticidades, el tic-tac de la olvidada cotidianeidad, exhumando correo sin contestar, trabajos y lecturas largamente atrasadas, citas y compromisos envejecidos, problemas nimios y hasta el problema de siempre, el reencuentro con la cara ineludible de la vida.Los tres meses campamentales han aportado a la tropa de Campamento algunas perspectivas, todo lo mínimas que se quiera, sobre este juicio en particular y, en general, sobre la carrera de las armas y las tortuosas relaciones de los uniformados con el resto de sus conciudadanos. Valga como ejemplo: el lunes Tejero se aproxima a uno de los micrófonos de la Sala y con su entonación malagueña, adormilada, muy próxima a una rara tristeza insondable que nada tiene que ver con sus heridos sentimientos patrióticos y mucho con la incurable melancolía de los fanáticos, descalifica a los jefes del Ejército y les reputa de traidores y cobardes. Pese a ser coreado, su incidente procesal es pequeño e irrelevante. Acaso seamos -curiosamente- los denostados periodistas quienes le demos una relevancía de la que carece. Así, te preguntan: "Vaya rifirrafe el de ayer en Campamento". Pues no; menos de un minuto de salida de pata de banco y, en conciencia, ni una línea para la primera página. La primera vez que ves a Tejero te mueve a reflexión; a la segunda o tercera chulería te deja indiferente. Milans, en otro arco de este espectro, impresiona el primer día; el último conmueve.
Y así los tres meses de este juicio han transcurrido con más pena que gloria, bien es verdad, pero sin mayores sobresaltos. Esto en febrero parecía el paso entre Scilla y Caribdis y ha terminado como un paseo, militar, por supuesto. Fuera de Campamento hasta puede haberse albergado la errónea impresión de que los informadores allí acreditados hemos tenido que padecer algún tipo de violencia moral. Nada de nada. Nada que no pueda ser justificado por la nómina. Nada que no pueda ser soportado por el más pusilánime de los espíritus. Insultos y otras hostilidades fueron mínimos en Campamento, y hay que hacer honor a la verdad y admitir que defensores y familiares, mayoritariamente, trasegaron su amargo trago con dignidad y sin violencias. Y otrosí de los encausados (pese a los tres incidentes de este juicio); se cuenten como se cuenten las cosas, el caso es que se han sentado por tres meses ante un Tribunal y, excepción hecha de las anécdotas, han pasado por esa nada deshonrosa horca caudina.
Por una vez, tenía razón el Gobierno
Ya pasado el peor trecho de este tránsito habrá que reconocer que por una vez -y sin que sirva de precedente- tenía razón el Gobierno: lo importante era que el juicio se celebrara. Muchos de los encausados, junto con sus defensores, apostaron a la carta de que la sociedad civil carecía de arrestos y recursos morales para llevar este proceso adelante; creyeron firmemente que no habría juicio. Lo hubo, y largo, y aquellos esquemas quedaron trastocados. En este país, un teniente general y 31 jefes y oficiales del Ejército pueden calentar por tres meses un banquillo de acusados si pretenden vulnerar el orden constitucional. Eso era una hipótesis a principios de febrero y ya es un axioma.
Campamento, también, permite una aproximación personal y obviamente acientífica sobre la sociología militar. El Ejército español ni es golpista ni es fervoroso devoto de Juan Jacobo. Sencillamente está perplejo. En estos cinco años todos los ciudadanos hemos visto removidos nuestros horizontes ante los cambios políticos experimentados en el país. El oficial profesional ha salido de esa tolvanera como quien sale de un automóvil tras tres vueltas de campana y tiene la fortuna de resultar ileso: has visto la luneta cuartearse en cámara lenta, te invade la infinita paz que da la seguridad de que acabó tu estúpido peregrinar por el calendario, termina la agitación muscular, sales, te levantas, te palpas y te quedas estupefacto, siempre a medio camino entre el anonadamiento y la ira. Palpándose y estupefacto puede que esté nuestro Ejército ante un camino autonómico que no comprende, unas posibilidades socialistas que no ha estudiado, un terrorismo del que, a veces, se cree único recipiendario y ante una sensación, injusta a todas luces, de rechazo desde el fervor democrático.
Terreno abonado para un estadista. Este país tiene pendientes las asignaturas autonómicas y militares, y estas últimas son las más fáciles si se abordan con un mínimo de sentido común. Oliart ha sido debelado como buen ministro de Defensa porque en una ocasión pasó revista a la división acorazada desde su auto (caía un aguacero) o porque en sus noches toma un folio en blanco y cultiva la métrica. Pues por eso, y con todos sus errores, ha sido un buen ministro de militares. Culto y pausado, tras Rodríguez Sahagún, ha repartido paños calientes entre los resquicios de unas Fuerzas Armadas doloridas. Ha sido un conciliador dotado de la siempre aparente debilidad de los hombres fuertes: ha sentado en el banquillo a los de febrero y ha terminado el juicio. Quienes reclaman gestos azañistas -"Si usted tira la silla yo tiro la mesa"; a más de despachar con los generales manteniéndolos de pie- penetran en los pantanos de lo peor de Azaña, tan buen prosista, tan mal literato, tan excelente estadista y tan mal político.
Y lo que se advierte en el patio de Campamento es ese oficial medio, estupefacto, perfectamente rescatable para la dirección que ha tomado la sociedad civil; pero ni a puñetazos en la mesa ni a empujones. Por supuesto que se ven oficiales con panfletos en la mano y hasta generales que te sugieren un cambio en tus costumbres amatorias cuando no entienden lo que escribes, pero no pasan de ser extrapolaciones de un cuerpo común bastante sensato. El nuestro, en suma, no es un Ejército golpista; es un Ejército estupefacto a la espera de un objetivo profesional. Con soporte financiero para una "force de frappe" (la solución De Gaulle a la crisis de Argel) aquí no había más problema militar.
Tan largo proceso también ha puesto de relieve la vieja tensión entre soldados y periodistas. Vieja querella entre arpías de la misma camada. Unos y otros son de idéntica cuerda, madera, madre, carne de aventura, arranques imprevisibles, gestos heroicos, salidas imprevisibles. Se ignora por qué se llevan tan mal. Acaso Campamento, como campo de experimentación, haya servido para que ambas profesiones se conozcan mejor. Bien es cierto que: se parte de dos supuestos arterarriente falsos: un segmento del estamento castrense tiene a la Prensa por antimilitarista, y una parte de la profesión periodística tiene al Ejército poco menos que por enemigo natural del libre albedrío. Al margen del mutuo desconocimiento sólo se puede cosechar aquí la debelación por parte de los fascistas del derecho a las libertades informativas y el temor a Pinochet que todo ciudadano que se precie -periodista o no- alberga en su alma. Luego, mezclados en el patio de armas de Campamento, adviertes que las diferencias se diluyen y que periodistas y militares tienen más puntos en común que diferencias y que ambos procuran un bien superior.
Falsa cortina entre civiles y militares
Y esa falsa cortina entre civiles y militares se descorre cuando recapacitas en una sociedad, cierto que nada militarista, pero apasionada por los juegos de la guerra. Juan Benet o Sánchez Ferlosio podrían pasar horas discutiendo en qué ocasión fue cerrada con mayor acierto una de las tres "tes" navales de la historia: Jutlandia, Port Arthur o el estrecho filipino de Surigao. Y pena de que la fuerza naval argentina no abandone sus bases, por ver si en el estrecho de San Carlos se vuelve a dar la olvidada e improbable orden de formar línea de combate en la esperanza (casi de obseso ajedrecístico) de cerrar una vez más la "T". En suma: este es un país de aficionados militares que, lógicamente, mantiene relaciones de competencia absurda con los profesionales de la materia. Pero el caso es que unos y otros estimamos que nos odiamos cuando en el fondo nos parecemos demasiado.
El juicio también ha sido una representación y corolario de pasiones. Es incierto que los dipsómanos y los niños sean los mejores exponentes de la sinceridad, entendida como limpieza psicológica. Los más sinceros, por más que mientan, son los encausados. Milans (que hace carreras con la medalla militar prendida en el "chándal") sólo piensa en que su pena puede obligarle a vestir uniforme de soldado raso y prescindir del honor de tres ayudantes. Armada es una continua oración y un deseo patente de recluirse en su pazo de Galicia al calor protector de su familia (antes que un militar es un alma dolorida). Tejero ya lo dijo en el juicio: "Yo soy de los que creo que si se golpea esa pared con la cabeza acabará por ceder". Piensa ya en cómo abandonará su cautiverio y de qué manera urdirá su tercer golpe de mano contra este Estado. Un psicópata vestido de verde y querido por sus guardias. Cortina: el agente secreto que, como todos los agentes secretos por convicción, ama la autoinmolación ("Por encima de ti y de mí está España", le dice a su novia). Muñecas: esa mirada fría y contenida que no golpea en vano; como las horas sus palabras siempre hieren y la última mata. Un caballista que no pierde el tiempo. Pardo Zancada: la gran esperanza blanca de los golpistas, presentado como oficial casi mitológico ha resultado un ídolo de barro ordenancista, burócrata y contradictorio. Y así podría retratarse a los demás, incluido ese paisano que oculta tras la tienda de campaña de su chaqueta la conspiración civil no encausada en este juicio por la nunca agradecida prudencia de una democracia que sigue negándose no ya al ajuste de cuentas histórico, sino ni siquiera a una exacta justicia pormenorizada. Y además se quejan.
La verdad es que visto este juicio para su sentencia poco más que al principio sabemos sobre aquellos sucesos. Convencimientos morales (de los que tendrá que abusar el Tribunal para redactar los hechos probados), evidencias recabadas de la lógica de las cosas, deducciones traídas por los pelos del sentido común y un cúmulo de verdades a medias que enredan esta historia contada por un mentiroso antes que por un loco. La verdad del 23 de febrero tardará en saberse y no lo será por los libros que redacten sus protagonistas. Pero de las sentencias, ahora en sus vísperas, este país espera el final de la saga de los generales bonitos, la erradicación de los espadones y la remisión de los visionarios militares (o de cualquier otro oficio, que los hay) al juez de guardia.
El recinto campamental está siendo desguazado. Se retiran los camiones de Intendencia y se desmantelan los barracones de telefonía y transmisión gráfica. Se enrrollan las alambradas tendidas, se almacenan las vallas de "Línea de policía, no pasar" y se devuelven a Tierno Galván banquitos y plantones vegetales. Los círculos de Policía Nacional que alcanzaban hasta la plaza de España ("Aquí alguien podrá hacer una barbaridad, pero no se escapa", afirmaba su responsable) tomarán otros destinos. La seguridad interior de la Guardia Civil registrará otras pertenencias. "Herr" y "Negro", dignos de las páginas del hermano listo de Lawrence Durrel -Gerry- olisquearán otras esquinas en busca de la goma que mata. Es el siempre necesario desmoronamiento de la memoria y el arrumbe de las miradas, las horas, recelos, depresiones, euforias, amistades vanas, odios innecesarios, aciertos y fracasos, aguante y miserias de los días de Campamento.
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