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DECIMOTERCERA CORRIDA DE LA FERIA DE SAN ISIDRO

Curro Romero provoca un conflicto de orden público

Esta no es una crónica de toros, porque no puede serlo. Esta es la crónica de los gravísimos sucesos que se produjeron ayer en la Plaza de Las Ventas, donde Francisco Romero, alias El Curro, fue declarado reo de lesa traición a la fiesta por plebiscito.El llamado Curro, haciendo gala de estilo tabernario y predisposición navajera, provocó en las masas tal alboroto, que apenas hay precedentes, si no es el que ocasionó él mismo en igual lugar de autos, de esto hace ya lo menos siete años.

Su inhibición total en la lidia, los macheteos indignos por la cara del toro, las puñaladas por lo bajo que intentaba pegarle con disimulo y las que le pegó en el cuello sin disimulo alguno, desataron la indignación general en los graderíos, abarrotados de público.

Plaza de Las Ventas

26 de mayo. Decimotercera corrida de la Feria de San Isidro.Cuatro toros de Nuñez Hermanos, desiguales de trapío y muy bien armados; pripnero, terciado, flojo y destrozado en varas; cuarto y quinto, mansos, con genio; sexto, sustituído por uno de Sepúlveda, bien presentado, manejable. Segundo, de Osborne, devuelto por inválido y sustituído por otro de Juan Pedro Domecq, flojo y noble. Tercero también de Osborne, terciado, cinqueño e inválido total. Casi todos suscitaron fuertes protestas. Curro Romero. Pinchazo leve y cae el toro (protestas). Pinchazo hondo en el cuello y bajonazo infame (descomunal escándalo y lluvia de objetos). Rafael de Paula: Dos pinchazos, otro hondo (aviso) y descabello (división). Cinco pinchazos y estocada corta, siempre huyendo (pitos). Pepe Luis Vázquez: Pinchazo, otros dos en el cuello y tres descabellos (pitos). Dos pinchazos y media baja (pitos) Romero fue despedido con bronca y lluvia de almohadillas.

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Pero donde las iras llegaron a unos extremos de violencia que daban miedo fue en el tercio de varas del cuarto toro, cuando el picador, inducido por el jefe de la cuadrilla, que le apremiaba "¡dale, dale!" con la mayor desvergüenza, metió caña, vara y barreno en las carnes inocentes del animal, lo llevó pegándole puyazos hasta el mismísimo centro del ruedo y allí intentó asesinarle. Había reincidencia dolosa, pues al primer toro de Curro lo asesiné también el picador con un lanzazo alevoso atrás que lo tiró sin conocimiento.

En medio de un griterío descomunal, volaban al ruedo almohadillas, botes y otros objetos contundentes; quien tenía paragüas lo enarbolaba amenazador, y había miles, pues la tarde amenazó lluvia; recatadas señoras de cualquier edad se arremangaban el refajo para auparse en los asientos y barbarizar; algunas, presas de gran crispación, enseñaban las uñas. Entre los hombres, los más delicados de salud corrían riesgo inminente de infarto, y los sanos, que echaban espumarajos por la boca, hacían ademán de tirarse al ruedo para dar buena cuenta del culpable, en tanto que sus esposas les retenían chillando, llorosas: "¡Mariano, que te pierdes!.

Desde tendidos de sol arrojaron a la arena y rollos de papel higiénico, y el toro se llevó uno de éstos en el pitón, arrastrando larga tira, que ofrendó al Curro. Pero la protesta no iba por ahí. Nada escatológico cabía en la imaginación del público que, entre estertores y alaridos sólo reclamaba guardias y justicia. "¡A Carabanchel, a Carabanchel!", rugía el foro.

El asombro del gentío no tenía límites, pues no acertaba a explicarse que un cincuentón fuera capaz de burlarle tan por las claras y por su cara bonita (según otras versiones de cemento armado), y al tiempo, a la autoridad y hasta al propio sentido común. El desorden que había en los graderíos hizo temer un conflicto de consecuencias imprevisibles. No nos hubiera gustado estar dentro de la piel del presidente, García Conde.

Dos docenas de toros tuvieron que reconocer los veterinarios para seleccionar los seis que, finalmente, salieron al ruedo, y aún la mayoría de estos no eran de recibo. Dos de ellos fueron devueltos al corral. Dos más, estaban inválidos. La corrida debió de suspenderse por falta de reses adecuadas, pero había entrado una millonada en taquillas y los intereses mercantiles de los organizadores prevalecieron al respeto que se debe a la categoría de la plaza.

La expectación por este festejo era enorme y, desde primeras horas de la mañana, no se encontraban boletos ni de reventa. El público acudía en masa y tropel, convocado por una ensoñación de arte que a veces han exhibido los diestros anunciados. Lo que no sabía el público era que le habían preparado una encerrona; lo que no sabía era que todo el espectáculo estaba montado sobre un fraude descarado y ruin.

Francisco Romero, alias El Curro, hizo que el escándalo se multiplicara hasta el infinito, y sus compañeros de cartel no aliviaron en nada el tenebroso ambiente. Paula toreó fatal y con ridícula multiplicidad de posturas un nobilísimo ejemplar y dio el sainete en otro que tenía genio. Pepe Luis Vázquez naufragó en el desánimo y no fue capaz de resolver, ni siquiera con mediana dignidad, los normales problemas de la lidia. Madrid no le quiere.

Esta no es una crónica de toros, porque no podía serlo. Esta es la crónica de unos gravísimos sucesos que serían inimaginables si en Carabanchel estuvieran todos los que deben estar: el reo de lesa traición a la fiesta, sus cómplices, sus encubridores y algunos más.

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