La espera de un entendido
Hay una clase de entendido que es un hombre desesperanzado. Nada en el mundo le apasiona tanto como los toros, y no cabe dudar de su sinceridad ni de su sapiencia. Es un individuo al que brillan los ojos detrás de los lentes cuando comenta y explica la foto de Manolete que cuelga llena de polvo de la pared de un bar, y señala con voz conmovida el ángulo que forman la muleta, la pantorrilla del diestro y la cabeza del toro; y aunque uno no vea nada de extraordinario en todo ello, y unas estampas se le asemejen a otras tanto como se parecen los chinos en un desfile, queda convencido, al escucharle, de que el ángulo es algo especial.El ententido, además, es un erudito: no sólo lleva viendo corridas desde que era niño (se acuerda un poco de Manolete, no digamos de Bienvenida y Ordóñez en sus mejores tiempos), sino que es capaz de gastarse 5.000 duros de golpe en Bardón por un librito lleno de monos que para el profano no tienen nada de particular, o de inflarle la cabeza a uno hasta conseguir que lea esa joya literaria titulada Juan Belmonte matador de toros, de Manuel Chaves Nogales. Y sabe distinguirlo todo, hasta del toreo del norte del toreo del sur, que al ignorante suena como cosa muy sutilizadora. Esta clase de entendido no prolifera, y ahora he comprendido por qué. Hay que tener bien templados los nervios y mucha seguridad. Hay que ser poco menos que un iluminado.
Ya me lo avisó antes de entrar:
-No habrá nada, pero en fin...
Parecía conquetería ante el lego, pero no: el entendido permanece en la plaza como una verdadera esfinge. El sabe que allí no se está viendo nada al lado de lo que pudo ser. Confesaré que confiaba en espiar sus acciones, más que otra cosa para saber cuándo debería aplaudir y cuándo podría decir olé sin parecer demasiado imbécil. La corrida, a juzgar por lo que opina el público, no va muy mal. Aplauden hasta a los toros cuando se los llevan barriendo. Pero el entendido no cede un ápice, no se inmuta en ningún instante. Este entendido no tiene nada de castizo. Parece un profesor de universidad. No se le verá nunca en actitud taurina, ni con un puro en la boca, ni opinar, ni gritar, ni vaticinar. Está impasible, como limitándose a constatar por enésima vez que lo que él llegó a ver y recuerda ya no existe.
La gente se anima. A un torero le dan una oreja. A otro, otra, y además parece que se le quiere, porque le cantan "¡torero, torero!" (por primera vez veo como elogio que a alguien se le llame lo que es: a nadie se le ocurriría llamar taxista a un taxista o arquitecto a un arquitecto a no ser que esté en México). Por fin sucede una cosa muy rara: un picador se lleva una gran ovación. Miro al entendido, a ver si me explica por qué.
-Bah.
El entendido seguramente tiene fijas en la memoria una docena de faenas, no más. Pero además -esa es su desgracia- sabe, y no puede pasárselo bien con cualquier cosa. Intento pensar en alguna condena semejante, pero no se me ocurre suplicio tan terrible como este: la espera sin esperanza. Para mayor sufrimiento, el ententido es respetuoso. No se acalora, no se indigan, nunca dirá nada n¡ increpará a nadie. Es más: los ojos de indiferencia pasan a ser de desprecio citando unos descotentos impenitentes (por el tendido del 8) protesta en exceso, supongo que para que no se olvide que son exigentes. El no tiene nada que ver con ellos. Y tiene el buen gusto de ni siquiera cruzar miradas de inteligencia con los que parecen ser de su estirpe. Pero no atiende a la lidia, se ha aburrido ya. A mi inexistente juicio, en el ruedo está habiendo de todo: revolcones, amagos de cogidas, desplantes airosos, capotes partidos en dos, banderillas lucidas, picadores ovacionados, tandas de pases vistosos y desenvueltos. Por fin me atrevo a preguntar:
-Pero, ¿no hay ninguno bueno en estos tiempos?. Si no recuerdo mal, hace unos años seguías a un joven...
-Emilio Muñoz. Cuando era bueno era a los doce años. Desde los dieciséis está corrompido.
-¿Cómo corrompido?.
-Su toreo.
-Vaya por Dios.
Cada vez se desentiende más. Habla un poco -la conversación no es para mis oídos- con un viejo aficionado que acaba enseñándole un recorte de color verdoso que ha sacado de la cartera. Le insisto:
-¿Y no había otro, un francés, que seguiste por la Camarda?.
-Patrick Verin.
-¿Qué, también corrompido?.
-Un espejismo. Este se distrajo y no cuajó. Demasiada niña arriba y abajo, y así no hay forma.
-Pues también es mala suerte.
Cuando todo ha terminado, ya de salida, de pronto se le iluminan los ojos como cuando explica el ángulo de Manolete y me hace, por fin, un comentario espontáneo:
-¿Te has fijado qué mundo tan delicado es este? Nunca había nada en la arena. Hasta la flor más pequeña la recogían los peones y la devolvían. Deferencia hacia el que la tiró y pulcritud en la arena. ¿Has visto cómo la limpian después de cada toro?.
El año que viene el entendido seguirá a otro niño de doce años que acabará corrompido; toreará en su casa a solas, nunca ante amigos; comprará más libros; y no faltará mañana. Nadie espera tanto como el que no tiene esperanza.
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