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Tribuna
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La seriedad de la alegría

Cada vez que la fiesta se rocía con su propia verdad (por ejemplo, en la temporada pasada, con la reaparición de Antoñete, es decir, con todo ese grado de alcohol y todo ese grado de azúcar que Chenel distribuyó en el viejo sabor del ya remoto vino del toreo), cada vez que esto ocurre, los protectores de animales, inconscientes o declarados, ponen el grito no en el cielo sino en la Prensa diaria, en forma de furibundas cartas al director, el cual va y las pública, no sabemos si porque es un demócrata impetuoso o un sádico encubierto, que de esa forma ayuda al protestón a alcanzar su carné de antiguo. Porque lo primero que es necesario concederels a los antitaurinos es que no son originales: hay que reconocer que sus diatribas y sus sofocaciones no carecen de antigüedad; son monótonas sus protestas, es cierto, pero ya sancionadas por los siglos, casi por el olvido. Por otra parte, es verdad que el enojo del cejijunto cae siempre en el vacío, pero es cierto también que esa derrota viene de tan atrás que ya es ilustre.Están perdiendo esa disputa desde hace mucho tiempo y a mí, que no soy vengativo, me producen ternura. Lo que resulta menos apacible es que en esa polémica, que los taurinos ya tenemos ganada desde la infancia de nuestros bisabuelos, tercien creyendo que favorecen al toreo otros taurinos demasiado sabios que a la postre, y me temo que sin quererlo, le arrabatan algo a la fiesta. Por ejemplo, los graduados del saber mirar, los que un día se van a asignar a sí mismos el premo nobel de aficionados al toreo, que en la corrida del pasado sábado pretendieron devolver al corral, por cojo, a un toro que ni siqyuiera estaba bizco. Ni cojo, desde luego. Piensa uno a veces que a quien siempre se presenta enseñando algo le queda que aprender.

Por ejemplo, también, el señor presidente de la misma corrida. Tal vez debido a que devolvió a un bicho por cojo, y puede que por manso (¡ay, Señor, si cundiera!) con lo cual se perdieron quince o veinte minutos, el señor presidente, por ganar un minuto o dos, resolvió que el quinto de la tarde se alejase del tercio de varas a penas sin catarlas. Lo que los mas exagerados susurraron del señor presidente no lo puedo reproducir: sí les diré que a Antoñete no le hizo gracia esa premura, que sus banderilleros estuvieron a punto de ser asesinados por aquel bicho entero, que el diestro no pudo hacer con él mas que, matarlo, que el toro beneficiado no abrió la boca ni siquiera para reírse. Alrededor de mi se dijo que el señor presidente le tenía manía al maestro Chenel (que estaba a punto de levantar la feria -tan bostezada que venía- después de la magistral dignidad y la sofacante belleza con que había peleado con su primero de la tarde); ni quito ni pongo rey: esto es lo que decían esos malvados. Qué horrorosa perversidad: quizá lo que ocurrió es que la presidencia quiso probar con hechos ese viejo refrán que dice que hasta el más sabio se equivoca. El toro se quedó sin sanear, con la cabeza más alta que un pobre de solemnidad; Antoñete sin poder redondear una actuación que ya había sido, en su primero, valiente, sentimental y digna de lo que ocurrió; la plaza en pie aplaudiendo, y el público sin la oportunidad de respetar al señor presidente, que tiene todos mis respetos, puesto que en un instante supo, el solo, más que Chenel, su picador, su cudrilla, el toro, la afición y yo. Un sabio.

Instantes de emoción

Con otras formas de la sabiduría, los diestros confeccionaron suficientes instantes de emoción. El joven mexicano estuvo valiente y alegre en su segundo, a pesar del esfuerzo psicológico que debió de llevar a cabo para enfrentarse a toros de casta tan distinta a la del toro mexicano. Con Manolo Vázquez, la andanada del 7 estuvo injusta en el primero, ahorrativa del aplauso más allá del ahorro y casi más allá de la avaricia; y él estuvo a su vez injusto con el público en su segunda res, a la que no logró hacer otra cosa que mostrarle demasiado respeto. Chenel, por matar mal a su primero, perdió una oreja que la plaza le devolvió en forma de entusiasmos y vuelta; Chenel, con su sentido de las distancias, su valor y su parsimonia sonora, había sabido crear, a la vez, un sobrecogido silencio y un clamor caudalosos. Esa es ya su costumbre. Por eso somos sus deudores. Qué alegría asistir a una cosa tan seria.

Porque resulta que el torero es una de las más serias alegrías inventadas por la solemne vejez de la cultura, y por el arte, la dignidad, el coraje, el júbilo y la pena de los hombres. "Cuando el río suena..." es un viejo refrán que los antitaurinos desconocen como desconocen la riesta. Sólo que, como ya lo dije, hace ya tanto tiempo que heredaron esa ignorancia, que ya casi merecen un premio a su fidelidad. Premio que podría consistir, por ejemplo, en un cartel de toros firmado y dedicado por Belmonte, Agapito, Picaso... y por mi padre, que el sábado duisfrutó con esa calma incomparable que él sabe introducir en su pudorosa alegría. Los hombres -Antoñete, mi padre- son así. Conocen la seriedad de la alegría y saben transmitir la alegría de la seriedad.

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