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Tribuna
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España y las Malvinas

En el curso de las últimas semanas, con desasosiego y angustia, hemos contemplado todos la evolución del conflicto en tomo a las islas Malvinas. Para los que concebimos la actividad política como cauce y mensaje de racionalidad, angustia Y desasosiego se han visto multiplicados, más allá de las consecuencias inmediatas del mismo conflicto, por la visceralidad que desde nuestra orilla se ha venido apostando en el juicio sobre las causas, los participantes y sus comportamientos. Unos, los más, -o al menos los más vociferantes, por más que sus gritos se revistan -de lúcidos ropajes histórico-sentimentales-, han tomado partido por Argentina. Otros, los menos, y ciertamente los más tímidos, han apuntado veladamente sus preferencias probritánicas.La mía es claramente prohispánica. Y en función de esa preferencia, que no tiene nada de retórico, pretendo obtener unas líneas de conducta que ofrezcan para nuestros intereses nacionales resultados dictados por la cabeza y no por las vísceras.

Violencia anacrónica

El Gobierno argentino ha usado flegítimamente la fuerza para recuperar la soberanla sobre un territorio colonízado. El Reino Unido se había mostrado irritantemente remiso en la solución negociada. La misma naturaleza del sistema argentino le ha impulsa-do a la aventura -suele ser también la fuerza el componente exterior de los sistemas dictatoriales-. Debidamente galvanizados los respectivos espíritus populares, la defensa de unos principios -que para unos resultan sagrados y para otros absurdos- se ha cobrado ya un respetable y trágico balance de vidas humanas. Dicen que no hay guerras justas. Esta ciertamente no lo sería en ningún caso.

Cual letanía, podríamos repasar la no corta lista de casos en nuestra memoria histórica: la descolonización, Indochina francesa, Goa, la autodeterminación de los pueblos, Argelia, Suez, el Vietnam americano, Belice, el Tibet... También Lituania, Estonia y Letonia, Hungría, Polonia, Afganistán, Cuba, el Vietnam soviético, Etiopía, Angola... La Carta de las Naciones Unidas, más allá de los esfuerzos. precedentes para controlar y racionalizar la guerra, establece la prohibición del uso de la fuerza en las relaciones internacionales. Un sistema paralelo de justicia internacional debería hacer impensable ese recurso. Pero incluso en el caso evidente de que este sistema no tenga implantación posible, ¿podría alguien pretender la justificación de la violencia? Y si esa violencia obtuviera satisfacción para sus fines, ¿quién podría evitar su generalización, quién argumentar su ilicitud, quién impedir que la ley de la jungla fuera la única razón en la vida internacional?

El espectáculo del conflicto naval en torno a las islas australes me hiere sobre todo por su futilidad, por su anacrónica violencia, por el amargo gusto de cenizas que todo él desprende. También por la constatación de que, una vez desencadenada, la acción de fuerza, la ley de su utilización se impone sobre cualquier otro razonamiento: los cañones están para disparar, las batallas para pelear, las guerras para ganarlas.

A medias por debilidad y a medias por convicción, España hizo de la renuncia al uso de la fuerza una línea básica de conducta. Sin otra reivindicación territorial que no fuera la de Gibraltar, el principio se aplicaba de manera natural, y se sigue aplicando de modo preferente al Peñón. La España democrática ha indicado muy claramente una vocación prioritaria de tipo europeo y occidental. La opción no excluye, más bien al contrario, una recreación imaginativa y pragmática de las relaciones con los países latinoamericanos. En ese contexto, la opción sí excluye alternativas ideológicas o descriptivas: los sistemas autoritarios, por un lado, el tercermundismo convencional, de otro.

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Opción única

Frente a los partidarios de la permanente indefinición -resto inconsciente de impotencias pasadas- hay que afirmar la conveniencia de una opción única en cuanto a sistema de referencia, completada con datos de indívidualización, cargada de responsabilidades en, cuanto a solidaridades solicitadas, pero también de perspectivas en cuanto a responsabilídades recibidas. No se trata de cerrar los ojos ante los errores del asociado -ni lo hizo Estados Unidos en Suez ante Francia e Inglaterra, ni lo están haciendo ahora los comunitarios ante el Reino Unido-, pero sí de reforzar los sistemas de afirmaciones y defensa de un conjunto de valores que forman la misma esencia del agrupamiento. Occidente ha sobrevivido en esa dialéctica.

En esa misma dialéctica, España está ya embarcada. En ella, estoy formalmente convencido, está la clave de nuestra presencia internacional. a los niveles que nos corresponde. En ella, finalmente, fuera de la fuerza, en la negociación y en Occidente, está la recuperación de Gibraltar. Tengo el máximo respeto por la reivindicación argentina de las Malvinas. Ninguno por los métodos que Galtieri ha puesto en práctica para su recuperación. El mejor servicio que se puede realizar para una adecuada visión del papel hispánico en Latinoamérica consiste, precisamente, en cimentar la hermandad sobre principios comunes de civilización: entre ellos no está la fuerza.

Del Reino Unido tengo, tenemos todos los españoles, un agravio histórico y ahora la duda de si su comportamiento en el escenario del conflicto ha respondido a las exigencias de un guión complicado pero necesario: la contención en el mismo uso de las capacidades bélicas. Sé, sin embargo, que en el futuro inmediato -ya delineado- las relaciones hispano-británicas, en el contexto más amplio de lo europeo y lo occidental, deberán cobrar una gran proyección.

Las Malvinas no valían una guerra. Tampoco valen una fisura en nuestra proyección exterior. Nuestro interés genérico está en propiciar la terminación negociada del conflicto, apoyando todas las iniciativas propias y ajenas que a ello se dirigen. El específico nacional: en profundizar y acelerar sin ambigüedades nuestra voluntad de pertenencia al mundo que nos es propio, el Norte y el Oeste de nuestro solar. Las prédicas sobre el mantenimiento en frío de la cabeza tienen sobre todo sentido cuando la tensión tiende a calentarla. Este es uno de ellos. Por más que en ocasiones como esta uno no pueda evitar el pensamiento de que el destino -y póngansele los protagonistas que se quiera- nos ha jugado una mala gauchada.

Javier Rupérez, diputado y secretario de Relaciones Internacionales de UCD.

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