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El público de la ópera y el 'caso Pilar Miró'

El público que abucheó en el teatro de la Zarzuela la dirección de escena de Pilar Miró y los decorados de Gerardo Vera para Carmen dio una interesante señal de identidad. Es, probablemente, el único público concreto y definido que queda en el teatro (normalmente desdeña el otro teatro, el de hablar, el del espectáculo).

Ese público procede de la época en que el teatro era propiedad de la burguesía: lo pagaba, lo sostenía, tenía sus actores y sus autores, segregaba los empresarios y los intermediarios que se lo fabricaban, y la crítica necesaria en sus periódicos propios. Había una clase dominante y esa clase producía el teatro que necesitaba. Esta no es una valoración peyorativa: se sabe el papel político que ha desempeñado la burguesía en Europa, y concretamente en España y no es cuestión ahora de analizarlo.Es un hecho. A partir de un momento histórico el teatro empezó a no ser propiedad de la burguesía, y la burguesía misma comenzó a revisar sus conceptos del mundo y la sociedad. Fue por entonces cuando desapareció la ópera en Madrid. Se convirtió en una fiesta esporádica. Algo, como es hoy, para unos cuantos días al año. Aún así, con la intervención del Estado. El Estado sustituyó a la burguesía en la financiación del teatro -como en tantas otras cosas de la vida económica, política y social de los países-, y la burguesía comenzó a retirarse de las salas que ya no dominaba.

"La primera de abono"

El público de la ópera de Madrid -sobre todo en la primera de abono- es un público superviviente de otra época. Todavía hace un esfuerzo por vestirse, por mantener un antiguo fasto. Renuncia a desaparecer. Pueden verse ya en el patio de butacas algunas personas sin corbata o con trajes de sport. Hay incluso advenedizos que imitan y les sale mal: puede verse a alguien con corbata blanca y chaleco de frac, pero con chaqueta de esmoquin.

El público de la primera se defiende. Practica la endogamia y la herencia. Mantiene sus abonos, los transmiten a sus hijos. Quieren que todo sea como antes. Personajes de Chéjov pasados por Galdós. Ya saben que para recoger sus migajas de época, para hacer unos cuantos días al año lo que sus padres o sus abuelos hacían casi a diario en el Real, necesitan del Estado. Aún siendo caras las butacas -3.300 pesetas fuera de abono, 29.700 el abono para diez funciones- su precio no puede sufragar el coste de la ópera.

El Estado sigue siendo imprescindible. El Estado actual, o la forma de régimen en que se desarrolla, no les gusta enteramente. No les gusta tampoco en la ópera. Si descendemos de la noción abstracta y demasiado generalizadora de Estado a la de los altos funcionarios que programan y administran la ópera nos encontramos con que están realizando un verdadero esfuerzo para vitalizar la ópera: es decir, para que no siga siendo el patrimonio de una clase residual La ampliación del número de representantes, el descenso de precios de las representaciones tercera y cuarta, su forma de distribuir las entradas -siempre pocas para la demanda-, sólo forman parte de ese esfuerzo, que es mucho mayor. Tienen que manejar un presupuesto escasísimo, unas dificultades grandes de contratación. Y tienen un grupo de presión -el que representa ese público- que quiere ver a los grandes divos.

La pequeñez del escenario, el número elevado de actuaciones en el extranjero de los divos, la obligación de responder a un cierto repertorio, agobia ese trabajo. Con todo, hay una seria propuesta de renovar la ópera. Renovar su público, renovar o ampliar las clases sociales que puedan tener acceso a ella; renovar, también, la presentación, el montaje de las óperas. No se puede hacer en España lo que en otros países. Un Zefirelli, lo que fue un Visconti, lo que es hoy Peter Brook con su Carmen de París, no podrían trabajar en las condiciones en que se hace aquí: sin tiempo para ensayar, sin una compañía estable, sino formada de aluvión con lo que se puede encontrar, sin medios técnicos suficientes.

Sufrimiento del innovador

Se trata de que algunos directores de teatro o de cine y televisión introduzcan una óptica nueva en el escenario. Algunos no se atreven, otros aceptan el desafío, como Francisco Nieva, el año pasado, como Pilar Miró, este. Sufren. Y se ven rechazados por ese público superviviente que quiere, sobre todo, que todo sea igual a como fue. Son capaces de soportar las innovaciones de El árbol de Diana porque ha sido un estreno, y porque tienen cierta confianza en un gran director como José Luis Alonso. Pero al año pasado no soportaron que Nieva introdujera algún personaje mudo en la acción de Tosca. Quieren que la ópera -la sociedad, el Estado, el mundo- sean siempre iguales a sí mismos.

No han soportado la Carmen de Pilar Miró. Se podría hacer como reparo crítico -que no viene a este caso- la observación de que Pilar Miró ha hecho una especie de hibridación entre una forma conservadora de mantener el movimiento de escena -colocación de coros, pasillo central formando un eje de simetría, cantantes de cara al público- y la audacia en el vestuario -predominio del blanco y el negro, incluso en los trajes de toreros y picadores, con alguna nota de color-; pero, en ningún caso, un montaje reprobable. Se le reprobó, y de una manera bastante ruidosa y espectacular. Había que pensar que se estaba reprobando rechazando y negando la introducción en la ópera de personas que representan otros sectores de la sociedad -Pilar Miró ha tenido una excesiva ampliación de esa capacidad de presentación heterodoxa por su Crimen de Cuenca y el escándalo formado en torno a esa película por sectores muy parecidos a los del público de esta primera de abono- y, simultáneamente, a los que en nombre del Estado tratan de introducir a personas otras en su ópera.

Rechazan al mismo tiempo una innovación -por otra parte, moderada- y una intrusión en su mundo, en el mundo que ellos representan, tratan de sostener y de perpetuar. Es una sociedad muy respetable. En otros tiempos se les ha debido un intento de estado liberal, un fomento de las artes y las letras y algunas aportaciones que recoge la historia de la Edad Moderna. Su problema -problema principalmente para ellos- está en su incapacidad de evolucionar. Se asiste a un suicidio, a una especie de autoconsunción. Y eso la distingue de otros centros mundiales de cultura.

El público del Metropolitan, el del Covent Garden, el de la Opera de París; y el del Scala, o los de los múltiples teatros estatales de ópera en Alemania o en Italia, pertenecen en gran parte a esa misma clase conservadora y perpetuadora de sí misma: es capaz de todas las innovaciones y de todas las contribuciones a reproducir su arte bajo formas distintas. Son ellos los que experimentan, los que fomentan una determinada producción innovadora. Son países donde la ópera está viva y no fosilizada. Y donde esas clases están también actuando con su propia fuerza creadora, y no negándose a una evolución.

Queda el párrafo obligado: no sólo el público de la ópera no es ese, ni es así. El abucheo a Pilar Miró y a su escenógrafo no era el único ruido que se oía en el teatro la noche de Carmen. Simultáneamente había aplausos para las mismas personas. Pero parece un atributo y hasta un privilegio de esa clase que sus ruidos negativos sean siempre más fuertes y más aparentes que los sonidos aprobatorios o estimulantes de otros... Parece que están solos.

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