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Una cuestión de soberanía

Juan Luis Cebrián

Argentina y el Reino Unido están en guerra -no declarada formalmente hasta el momento- por una cuestión de soberanía. ¿Qué es la soberanía? Los expertos en Derecho político coinciden en la confusión conceptual que este término implica. Parece, empero, que se trataría de la facultad de ejercer la autoridad suprema de forma independiente. Argentina hubiera aceptado retirar las tropas de las islas Malvinas, negociar en el marco de la ONU una solución pacífica al contencioso, instaurar una administración conjunta o internacional... si se respetaba su soberanía. Los británicos han dejado ver claramente que hasta la soberanía es negociable, pero denostan el uso de la fuerza como sistema de resolver conflictos. Todos los imperios coloniales se han deshecho, no obstante, bajo el ímpetu de la revolución y la guerrilla. Y hasta la protesta no violenta de Gandhi en la India enlazaba con una historia de guerras coloniales que inspiró algunas de las mejores páginas de la literatura universal. Los británicos estaban, en cualquier caso, dispuestos a negociar, pero no a reconocer la soberanía argentina de antemano por el simple hecho de la ocupación militar de las islas.Pasa a la página 13

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Y en torno a esta palabra se ha montado un despliegue armamental y logístico, una gran ceremonia de alineamientos y todo un maremágnum de declaraciones oficiales y ardores patrióticos con curas que enardecen a las masas porteñas hablándoles por radió desde los islotes y pañuelos al aire para despedir a la flota de la Union Jack en el puerto de Portsmouth. Ya se han hecho todas o casi todas las consideraciones posibles sobre el caso. El carácter brutal de la Junta que preside Galtieri; el "problema colonial de fondo", como eufemísticamente describe la situación, mediante nota escrita y sin dar la cara nadie, el Gobierno de Madrid; la ofensa imperialista de los británicos hacia un Tercer Mundo que se agrupa casi sin excepciones en torno al ocupante de las islas. Pero quizá no se haya hecho suficiente hincapié en el aspecto burda y trasnochadamente nacionalista que las opiniones de unos y otros adquieren. El nacionalismo ha sido a un tiempo la mentira y el detonador de las guerras de nuestro siglo. Bajo su consigna, las masas han ido enardecidas a luchar y a morir por la patria, sin tener una idea suficiente de qué cosa la patria pueda ser. Un nacionalismo exacerbado y ridículo, frente a las corrientes políticas y morales universalistas que recorrían el mundo, lanzó a los países a una de las guerras más destructoras e inútiles que pueda recordar la Historia: la primera guerra mundial. Los problemas que con aquella matanza universal pretendieron atajar -según decían- los que la organizaron no sólo pervivieron, sino que aumentaron. La segunda Gran Guerra fue fruto de un espíritu nacionalista aún más torcidamente acusado. A su término, sin embargo, el mundo podía resultar confortado con la ilusión de que la victoria sobre el fascismo pudiera dar origen a un hálito nuevo en las relaciones internacionales. Vana esperanza. Todos los esfuerzos de cooperación entre las naciones se han visto rotos cada vez que los intereses egoístas de los Estados soberanos se veían amenazados por ese progreso de la comunidad internacional. Pero, al mismo tiempo, la aparición del arma nuclear, el desarrollo de la electrónica y de las comunicaciones y los acuerdos de Yalta se encargaban de poner entre paréntesis la propia definición de la facultad soberana de los Estados.

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Es por eso casi ridículo oír hablar a argentinos e ingleses de la soberanía sobre las Malvinas en un mundo donde la concentración del poder económico y del poder nuclear ha echado por tierra los conceptos básicos del Estado-nación, sobre los que todavía la ciencia política y la verborrea oficial planean indecisamente. Argentina es una nación cuya proclamada voluntad independiente se basa en una deuda externa de 30.000 millones de dólares -de ellos, 2.000 millones con bancos británicos-, pero reclama airadamente su soberanía sobre los islotes del mar austral. El Reino Unido ha perdido en los últimos cuarenta años grandes extensiones territoriales (la India, Rodesia, Kenia, Palestina). En Suez entonó el canto del cisne de su arrogancia colonial. Y, sin embargo, ahora lanza su flota, con un príncipe al frente, a una batalla naval sin precedentes por la soberanía sobre un trozo de tierra habitado por 1.800 ciudadanos, cuyos derechos son utilizados como argumento para intentar mantener una plataforma mínima -y quién sabe si alguna vez útil para Londres- que había casi abandonado en la lejanía del mar. No son las Malvinas ni su soberanía lo que está en juego; es el retorno de un torvo espíritu nacionalista, del militarismo convertido en razón de Estado y en aglutinante de los orgullos patrios lo que traslucen a un tiempo las actitudes de Galtieri y Thatcher. Argentinos e ingleses se han sentido, por lo visto, humillados. Pero la única humillación visible es la de unos gobernantes temerosos de perder su poder, que agitan las pasiones nacionales como argumento de su propia intemperancia. En ambos casos es preciso restaurar el sentimiento patrio. No porque de su restauración se devengue una mejor forma de vida para nadie -argentinos, británicos o malvinenses-, sino porque, si no se hace así, esa nueva y vieja forma de imperialismo que somete a los hombres en nombre del nacionalismo podría venirse abajo. Y con ello, todo un sistema de ordenación de las cosas, del que escapan no pocos grandes temas supuestamente reservados a la soberanía de los países, pero que respeta, en cambio, considerables intereses de los respectivos poderes establecidos. Me pregunto cuántas vidas de soldados ingleses y de soldados argentinos vale entonces esta cuestión de la soberanía de las Malvinas.

En el mismo contexto debe analizarse el papel de España en el conflicto y las dificultades que encara ahora el Gobierno frente a la OTAN y el Mercado Común. ¿Cuáles son sus posibilidades de llevar a cabo una política exterior no sólo proclamada, sino verdaderamente, soberana?. Pues ahora resulta que el servir la vocación histórica de América nos lleva a un conflicto con nuestra vocación histórica europea. Siempre he sospechado que la petición española de ingreso en la Alianza Atlántica se basaba, en cierta medida, en algunas renuncias previas cuyo reconocimiento resultaba poco brillante. Argumento decisivo fue la negativa rotunda del Gobierno de Estados Unidos a negociar un tratado bilateral fuera del marco de la OTAN y la falta de alternativa española a semejante e intransigente posición (probablemente por temores a un debilitamiento interno de nuestra todavía delgada estructura política). Resplandecían el sometimiento a voluntades ajenas de nuestra propia voluntad soberana y la suposición, a mi juicio infundada, de que el otanismo era la única vacuna eficaz contra el militarismo golpista. Todo parece trastocado ahora. Y bien se ve que las cauciones y recomendaciones que se hacían en el caso OTAN no eran necesariamente fruto de sentimientos prosoviéticos o antinorteamericanos, sino dictadas muchas veces por el simple sentido común. ¿Qué clase de aliada va a ser España -parecen preguntarse hoy los europeos- que en una guerra del Reino Unido con un país tercero se muestra simpatizante de este último? ¿Cómo hubiera funcionado el bloqueo económico de Europa a Buenos Aires si España ya hubiera formado parte de la CEE? Pero ¿qué clase de aliados vamos por otra parte a tener los españoles -pueden nuestros ciudadanos interrogarse- que sostienen una situación colonial en nuestro territorio y utilizan sus facilidades logísticas para emprender esta guerra decimonónica y absurda que pagará su precio en vidas humanas y en un peligroso aumento de la tensión internacional? Una cuestión de soberanía en torno a las Malvinas ha cancelado por el momento nuestras aspiraciones a una solución negociada sobre la propia soberanía de Gibraltar. Lo que es peor: pone en entredicho la capacidad del Gobierno español de mantener actitudes seriamente independientes -¿soberanas?- en política internacional. Nada nuevo ni peculiar de este país o de este régimen, ni de este partido en el poder. Todo el nacionalismo franquista no pudo impedir la entrega de las colonias africanas, el desastre de Ifni o la retirada del Sahara. El reconocimiento de la propia, debilidad en un mundo subyugado por la fuerza no puede, por lo demás, ser nunca humillante. Lo humillante fue reproducir esa forma de imperialismo exterior que padecíamos con el imperialismo nacional aplicado sobre la espaldas de los españoles. Y, sin embargo, es preciso suponer que entre el todo y el nada, aun en este mundo dependiente al mil por ciento de la amenaza nuclear, los tipos de interés de un solo país y los acuerdos entre poderosos, las naciones pequeñas o medianas como la nuestra tienen y pueden desempeñar un papel propio sin ser siempre sucursales de los intereses de las grandes potencias. Es en esto en lo que se ha mostrado balbuciente España en su más reciente historia, precisamente por ese empeño en suponer que sólo la política exterior basta para afianzar el edificio interno de la política, y que una actitud de alineamiento incondicional con Estados Unidos era el único e indicustible rumbo a seguir. Hace ahora dos años que el canciller mexicano Castañeda vino en visita oficial. a Madrid con una propuesta probablemente utópica, pero que trataba de romper, siquiera desde el símbolo, esta dependencia casi absoluta que la mayoría de los Estados sufren respecto de los más poderosos. Su oferta parecía simple. Creemos -decía- una sociedad de naciones de clase media, de países no enteramente desarrollados, pero claramente alejados de las estructuras y realidades del Tercer Mundo, que nos permita intentar escapar del dictado de los grandes. Aquí ni siquiera fue escuchado. Obsesionados con el proyecto otanista y equivocados en la manera de negociar nuestra incorporación a Europa, Latinoamérica sólo parecía un juego de palabras. Nuestras relaciones con Cuba, con Nicaragua, con el propio México, con el Pacto Andino, han sido consciente y casi científicamente obstruidas por el inmenso vecino del Norte. Mientras Francia y la República Federal de Alemania enviaban armas a la Junta sandinista, España se negaba a las peticiones que en ese sentido se le hacían; mientras algunas potencias europeas buscaban en El Salvador una solución diferente a la que representaba la propuesta de Napoleón Duarte, España se alineaba con las visiones cargadas de prejuicios del Departamento de Estado. No hay que echarle la culpa a un ministro, ni siquiera a la sucesión de ellos en el palacio de Santa Cruz. Lo que aquí ha faltado desde hace años ha sido una definición pública -que se ha querido paliar con declaraciones generalizadas cuya inoperancia es ahora palpable- sobre cuáles son los intereses y las preocupaciones esenciales españolas en materia de defensa y política exterior. Y las opciones recientes se tomaron no tanto por atender a nuestros principales problemas de seguridad como por servir una concepción del mundo previamente establecida, que difícilmente España va a poder cambiar en solitario, pero que sin dudase encuentra en un proceso de cambio. Es preciso preguntarse si teníamos necesidad de correr a colaborar en su conservación, y a qué precio.

¿Puede España, después de las Malvinas, integrarse en la OTAN sin encontrar una solución previa a Gibraltar, si es Gibraltar, como dicen, una cuestión de soberanía? Esta es la mínima pregunta que se hacen hoy paradójicamente incluso aquellos que opinan que lo de la soberanía comienza a ser el embuste sobre el que los Gobiernos edifican y justifican las más absurdas de las arrogancias. Como ésa de lanzar a los hombres a una guerra de cuyas consecuencias, sin comerlo ni beberlo empezamos a sufrir los españoles, y entre cuyas causas, envueltas en las grandes palabras, sólo es posible discernir la ambición de unos gobernantes dispuestos a mantenerse en el poder, electoral o dictatorialmente. Aunque sea a base de cimentar los mitos barrocos de la patria sobre la sangre inocente y perpleja de unos cuantos marinos de veinte años.

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