Saludo a Octavio Paz
Sucede en ciertas determinadas ocasiones que el tiempo se detenga y condense sin que por ello tome el suceso que las crea carácter onírico, sin duda porque se trata de algunos de esos sucesos reveladores. Y, por ello, sucesos que manifiestan que son en verdad notas casi musicales de un proceso que borra el transcurrir de la historia y sus avatares al revelarla. Se hace un ancho presente. Y la historia suena, canta. Deja de ser esa afligida parturienta del sentido que pide darse en la luz -naturalmente, diríamos-, y que cuando al fin lo logra, el suceso es palabra, "cosa natural": poesía.Tal es el caso de la presencia del poeta Octavio Paz, que no por primera vez, ciertamente, llega a España, ahora a recoger el Premio Cervantes. Un premio no ofrece siempre carácter revelador, poético, aunque debería tenerlo para ser premio, en verdad. Y que, siendo discernido por los llamados a hacerlo legítimamente, por así decir, parezca dado espontáneamente: haber brotado por sí mismo, tal como una flor qué se abre y se posa en el elegido sin por eso crear sombra sobre otros que hubieran podido recibirla, ya que toda viviente flor es única en la historia poética, que es la historia de la lograda identidad.
Más claro está que es necesaria la mirada que recoja tal suceso palabra y el oído que sienta -o al menos presienta- esta música. Y así resulta en este caso admirable melodía y ancho presente el que con motivo de Cervantes se dé este modo de poética, casi impensable historia.
Ya que Cervantes, antes que a hablar o a escribir (esa tan repetida como maléfica lección), nos invita a mirar y a escuchar, nos invita o, al menos, nos lo ofrece. Y así cuando descubrimos por qué sin saber hemos ido a sentarnos sobre un banco de piedra en una plazoleta donde jugaban los niños en alegría y libertad, en un espacio circular creado por unos árboles finos y distraídos, no era por nada de eso ni tampoco por el prodigioso azul de los cristales de un patio habanero sin par, sino porque en el centro se alzaba la estatua de Cervantes, que nos hacia sentimos escuchados sin tener que contar, olvidándonos de nuestro cuento -y más todavía, de nuestra cuenta-, como una música que penetra sin ser notada. Y estos que están siempre escuchando tienen un modo de aparición que, por deslumbrante que sea, no es nunca irruptora; no se personan en parte alguna y ofrecen, por el contrario, un modo de presencia que, aun siendo inédita, no ha tenido comienzo. Así la del poeta adolescente Octavio Paz, en España, en los días de la guerra que tantas presencias suscitaba. No había llegado sin estar por eso de vuelta. Y no era tampoco estatua, ni flor, ni llama, aunque de todo ello tenía. En todos los diferentes lugares donde le he visto, en situaciones incomparables, era así.
Creo que sea cosa muy de poeta que piensa o de filósofo de veras; poeta siempre, aun a pesar suyo, este estar escuchando siempre algo, este nunca caminar solo, que en Octavio Paz se ofrecía como paradigma.
No presta atención este que escucha, más bien parece estar un tanto distraído, como prendido de algo lejano que le llama sin poseerlo. Nada le posee ni busca él poseer nada. El conocimiento no se da en este modo de ser como captación. ¿Cuál es, propiamente, su lugar en el mundo? Aunque atiendan y actúen entre las circunstancias, no están embebidos por ellas. Y si acaso habitan algún centro invulnerable, no lo hacen sentir. Se dejan ir llevados tan imperceptiblemente que podrían parecer a la deriva, no por el agua, sino entre fríos palacios de circunstancias.
"Ensimismados, / altos como la muerte, / brotan los mármoles", dice en El día en Udaipur.
Brotan los mármoles, pues que vivos están, altos y ensimismados; no pueden sepultar ni sepultarse. De la muerte tienen el ser, sin perder la vida. Y navegan por un medio único, inconcebible. "¿Encallan los palacios? / Blancura a la deriva", sigue el poema El día en Udaipur. El día, no un día, que sería como desgajado. El día, pues, hemos de entender, que no acaba ni empieza. El día.
"Como la diosa al dios, / tú me rodeas, noche". No hay transitar de la noche al día. ¿Serán coetáneos los que parecen oponerse: "Blanco el palacio, / blanco en el lago negro"'. ¿Se trataría de un modo de ha.bitar no ya el mundo, sino la misma vida, que no puede ser nunca un estar, sino de alguna inédita o poco dada a conocer libertad en que los contrarios no se anulan, sino que se suscitan sin sucederse?
"Caigo y me elevo. / Ardo y me anego". Y aún más allá, más totalmente: "El cielo nos aplasta, el agua nos sostiene".
El cielo, éste que nos cubre, firmamento que nos mide y sostiene, que nos guía, si nos aplastase sin que nada nos sostenga y cubra, nos dejaría en impensable materia; extensión innecesaria. Mas el agua nos sostiene. ¿Será ella, una vida que se sigue dando en el agua, la que sostiene al que escucha lo que está oyendo siempre, al que escucha, en la que se anega cuando arde, en la que lo eleva?
Rige el predominio del oír y escuchar sobre el mirar y el ver unas distancias del que las vive sutilmente, diferentes, como nos descubre Octavio Paz en su andar marcando límites no fijados de antemano, ni podrían estarlo sin oprimir a una vida tan activa y circunstanciada, tan cercada por el cambio. La aparición de la distancia no se ha convertido nunca en Octavio Paz en una entidad, apenas en un ligero obstáculo salvable sin esfuerzo, mientras que la cercanía revela, en este su vivir, con frecuencia la distancia; una cierta distancia. Su conversación y trato humanos tienen algo de estelar. En su poetizar se me figura que sucede, análogamente, una cierta analogía, pues que en esta su manifestación es válida toda mínima diferencia. En la inmensidad de las distancias que recorre su pensamiento aparece la diferencia mínima; quiero decir, lo inconmensurable.
Ya que es el oído el que nos pone en relación inmediata con el universo, con los astros y sus distancias. El ver topa con las barreras de lo que puede ser medido comparativamente, de una geometría disponible y tranquilizadora, o a lo menos, es lo que ha ido sucediendo en forma angustiosa en este Occidente europeo, donde el laberinto era lugar sagrado en los templos, que había que recorrer en una especie de danza en la Edad Media. No vamos a recalcar el que el centro del aparato auditivo sea llamado, porque lo es, laberinto. El laberinto de la soledad, de Octavio Paz, se me apareció enseguida como lugar privilegiado del pensamiento. Y tiene que serlo, de ser, la suprema generosidad, tan cervantina, de tenderlo, de ofrecerlo sin que sea propiamente suyo.
Sin duda que lo ha recorrido, pues que hay un género de saber que solamente se adquiere padeciendo, según en venerables textos enuncia Esquilo a propósito del padre Zeus. Sabemos, sí, que tras este ciclo trágico se abre el que sea posible padecer por los otros, los otros, los demás que así dejan de serlo. Y ofrecerlo quedando el poeta que esto hace con su propio laberinto, que entretanto se le ha ido desenvolviendo, transformándose, por esa su magnánima acción, en órbita: "Pasado en claro". Pues que esta órbita funciona como el modo en que se coincide con el
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Universo y no como lugar de perenne asentamiento.
La órbita es aquí límite abierto; no se cierra sobre sí misma ni sobre nada, no se cierra. Por el contrario, se abre como lugar de suprema comunicación.
"A través de nosotros habla consigo mismo / el Universo. Somos un fragmento / -pero cabal en su inacabamiento- / de su discurso".
Viene a suceder así porque Animales y cosas se hacen lenguas. La palabra tampoco se le da por sí misma a solas, sino como lenguaje de seres y de cosas. Nunca la creerá suya ni hará sentir que la está dispensando, ni tampoco sirviendo como si pudiera no hacerlo. La elección no asoma su dilema ni su alternativa ante la aceptación sin regateos de la condición humana en el tiempo. Y antes que descubrir se siente descubierto. Y entonces, sólo entonces, descubre lo que es su modo y aun razón de ser: "Desde lo alto del minuto, / despeñado en la tarde de plantas fanerógamas, / me descubrió la muerte. / Y yo en la muerte descubrí el lenguaje
Y así, el lenguaje, palabra en libertad, es el máximo, insuperable, constante descubrimiento. Y lo que podría ser su condena es su prueba: la historia. "Pero también es el lugar de prueba: / reconocer en el borrón de sangre del lienzo de Verónica la cara del otro -siempre el otro es nuestra víctima-".
Y esta historia no puede ser figura retórica ni este lenguaje así descubierto no puede ser sino así, tal como ha sido: poesía en ejercicio. Fidelidad salvadora libre de hechizo y de seducción, palabra portadora de libertad, bañada de luz. Palabra de fresco verdor. Llama. Llama recién lavada. Y así, la palabra, en inacabable e incesante purificación, puede consumir la historia.
No sorprendemos en la palabra de Octavio Paz pasión ni menos aun voluntad de poderío ni de enseñorearse del lenguaje, aunque tan generosa y enamoradamente a veces se confunda y se abrace con los diversos modos del ser viviente. Danza con las sirenas, confiesa. Se amiga con la sierpe misma en un juego, en una danza precursora de la razón. Un sutil racionalismo alimenta, más que sostiene, el paso entre la realidad. El infierno de la razón a solas no le toca porque poéticamente juega con ella. Y poéticamente ha servido a la razón sin descanso. No ha abdicado nunca. Sin ostentación está donde estuvo y, lo que nos parece más decisivo, de la misma manera que estuvo, fiel al día, a ese día único, insoslayable, aceptado sin desafío a potencia alguna que pueda ensombrecerlo ni opacarlo.
Y así, le enviamos nuestro saludo en el día de Cervantes, nuestro Cervantes, con alegría de corazón.
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