_
_
_
_
Tribuna:Memorias de Sadat / 5
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

"Nasser siempre dudaba de todo el mundo por principio"

Durante el largo período en que traté a Gamal Abdel Nasser, hubo momentos en que me resultaba imposible entenderle o explicarme algunas de sus acciones. No obstante, mis sentimientos no cambiaron. Eran sentimientos única y exclusivamente de amor; tenía con él una deuda de por vida.En este mundo hay dos lugares en los que ningún hombre puede escapar de sí mismo. Son la guerra y la cárcel. En la celda 54, vivía conmigo mismo. Estábamos juntos día y noche; la soledad era terrible y era la única forma de librarse de ella. Vivía efectivamente con mi ego, pero, a pesar de ello, jamás conseguí alcanzarlo. Era como si algo se interpusiera entre los dos: una oscuridad que llevaba mucho tiempo padeciendo, pero que no había reconocido de manera total, pues no era capaz de sacarla a la luz.

Así es la historia de mis relaciones con Gamal Abdel Nasser, o al menos ciertos aspectos. A lo largo de los dieciocho años que estuve a su lado, hubo momentos en que me resultaba imposible entenderle o explicarme algunas de sus acciones. No obstante, jamás cambiaron mis sentimientos.

Hay quien se ]la preguntado cómo pude pasar tanto tiempo al lado de Nasser sin pelearnos, como les sucedía a sus otros colegas. Igualmente perplejo, un periodista extranjero en Londres llegó a la conclusión de que o bien yo no había tenido la más mínima importancia o bien había sido tan astuto que logré evitar discutir con Nasser. De todos los hombres de la revolución, era el único que me mantenía incólume. En efecto, a la muerte de Nasser era el único vicepresidente de la República.

Si la ingenua perplejidad de esa gente demuestra algo no es otra cosa que su ignorancia de mi naturaleza. Ni tuve poca importancia en vida de Nasser ni fui tan taimado o astuto en ningún momento de la mía. La cuestión es muy simple. Nasser y yo éramos amigos desde los diecinueve años. Luego vino la revolución. Se convirtió en presidente de la República. A mí me llenaba de felicidad que el amigo en quien confiaba se convirtiera en presidente. Y así me sentía cuando Nasser se convirtió en sagrado dirigente de la nación árabe.

Había ocasiones en las que diferíamos, y nos alejábamos durante cierto tiempo, a veces dos meses e incluso más. Esto se debía bien a nuestras diferencias de opinión o a las maniobras de quienes tenían alguna influencia en él; Nasser creía en los informes y tenía cierta tendencia natural a prestar oídos a los rumores y cotilleos.

Sin importar la duración de nuestro alejamiento, éste acababa cuando Nasser me telefoneaba, preguntándome dónde me había metido y por que no me había puesto en contacto con él. Yo contestaba que suponía que estaba muy ocupado y que había preferido dejarle trabajar en paz. A continuación nos veíamos como si no hubiera ocurrido nada. Esto sucedió muchas veces, pero sin tener en cuenta las acciones de Nasser, siempre recibían mi más sincero amor. A finales de 1942, Nasser tomó bajo su control la Organización de Oficiales Libres. Bajo su dirección, y en el curso de seis años, la organización hizo grandes progresos. En ese período entré y salí varias veces de las cárceles y campos de concentración. Cuando salí de la cárcel sentí una urgente necesidad de volver al Ejército y unirme a Nasser y a sus compañeros. Quería participar en los esfuerzos que había comenzado y que habían continuado sin mí. Así lo hice en 1950; este año reingresé en el Ejército.

Regreso al ejército

El boletín militar anunciaba que, contando a partir del 15 de enero de 1950, reingresaba en las fuerzas armadas con el grado de capitán; el mismo grado que tenía cuando lo dejé. Durante este período que pasé fuera del Ejército, mis compañeros habían sido ascendidos en dos ocasiones, primero, al grado de comandante, y luego, al de coronel.

Quien primero vino a felicitarme fue Gamal Abdel Nasser, acompañado de Abdel Hakkem Amer. Por Nasser supe que la Organización de Oficiales Libres había crecido y ganado poder día a día. Como si quisiera probármelo, o quizá para poner a prueba su poder, me pidió que me presentara a los exámenes para poder obtener los ascensos que había perdido mientras estaba fuera del Ejército. Me dijo que no prestara atención a los problemas que iba a encontrar, ya que, independientemente de su naturaleza, la organización los pasaría por alto. Así sucedió efectivamente. En poco tiempo, logré el grado de coronel.

Nasser me pidió que no desempeñara ninguna actividad política abierta, ya que, debido a mi historial de lucha, lo lógico era que me estuvieran vigilando. Sin embargo, esto no le impidió a Nasser revelarme la lista de oficiales en las diferentes unidades del Ejército. Les visitaba y hablaba con ellos, pero la conversación era siempre intrascendente, sin tener nada que ver con la política. De acuerdo con las normas de la organización, no debía descubrirme o permitir que nadie sospechara que pertenecía a los Oficiales Libres.

Era un principio fundamental señalado por Nasser el día que tomó control de la organización, tras mi detención en el verano de 1942. La composición de cada unidad era un secreto que sólo sus miembros conocían.

Mi segundo en el mando antes de mi arresto había sido Abdel Moneim Abd-el Raouf, que había mantenido los contactos con el jeque Hassar el Banna, dirigente de la secta de los Hermanos Musulmanes. El jeque Hassan el Banna se había mostrado de total acuerdo en que la Organización de Oficiales Libres fuera independiente de cualquier otra organización o partido, pues su finalidad era servir a Egipto en su totalidad, y no a un grupo concreto.

Cuando ingresé en el campo de concentración, Nasser estaba todavía en Sudán. Le habían enviado allí con su batallón a finales de 1942. En cuanto llegó a Egipto, Abdel Moneim Raouf se puso en contacto con él para atraerle a la organización. Nasser era un oficial sobresaliente y esa era la base que nos habíamos marcado: no se aceptaría a nadie en la organización que no destacara en su trabajo en las fuerzas armadas. Al fin y al cabo, un oficial sobresaliente estaba en una posición de confianza y sería fácilmente seguido por sus hombres.

Nasser a la cabeza

Nasser respondió inmediatamente. Tras su ingreso no resultó difícil quitar del medio a Abdel Moenim Abdel Raouf y tomar él mismo el control de la organización.

El modo de dirigir la Organización de Oficiales Libres de Nasser era diferente del mío. Creó unidades secretas en el Ejército, desconocidas entre sí. El número de miembros aumentaba día a día, hasta que la organización incluyó a todas las fuerzas armadas y, sobre todo, departamentos bastante delicados, como el de la Administración del Ejército.

En 1951, Nasser creyó que la organización había alcanzado su madurez y que necesitaba un tipo concreto de dirección. Muchos miembros habían empezado a preguntarse sobre el dirigente o dirigentes de la organización.

Se tomó, pues, gran cuidado en la formación del comité constituyente. Nasser empezó a escoger a los miembros de entre quienes había conocido personalmente en la guerra de Palestina, sus amigos y los dirigentes primitivos de la organización antes de que él tomara el control.

Mi elección parecía ser una prueba de su lealtad. Es cierto que yo había fundado la Organización de Oficiales Libres, pero había estado ocho años alejado de ella, desde mi salida del Ejército en 1942 hasta mi regreso en 1950 Nasser no figuraba entre quienes actúan en base a sus sentimientos por la gente, a menos que esos sentimientos surgieran de una firme amistad como era el caso con Abdel Hakeem Amer.

A pesar de que nos habíamos hecho amigos a la temprana edad de diecinueve años, no puedo decir que nuestra relación fuera otra que de respeto mutuo y confianza. No se trataba, desde luego, de una relación de amistad. A Nasser no le resultaba fácil establecer una relación de amistad en el sentido auténtico de la palabra, porque era una persona siempre llena de dudas, precavido, lleno de amargura muy excitable.

La lealtad

No quiero despojar a Nasser del elemento de lealtad que había mostrado al elegirme como miembro del comité constituyente. Sin embargo, le añado otro elemento más, la inteligencia. Basándose en mi conducta en las fuerzas armadas y en su conocimiento desde la temprana edad en que nos conocimos de que yo era un hombre de principios, no le resultó difícil a Nasser darse cuenta de que podía confiar en mí y de que su acto (le lealtad al elegirme me haría, a su vez, mostrarme leal con él durante toda la vida.

A causa de ello, Nasser venía corriendo a verme en cuanto regresaba a El Cairo, describiéndome los problemas que estaban surgiendo con algunos miembros del comité. Recuerdo esos días lejanos. No exagero si digo que Nasser se pasaba cinco días conmigo cada vez que yo venía de vacaciones a El Cairo, y esas vacaciones no duraban nunca más de una semana.

A cada oportunidad, estudiábamos la situación de la organización y las dificultades y problemas que se nos venían encima. Nasser sentía un gran respeto por mi experiencia. En 1951, por ejemplo, se le propuso que empezara la revolución con un gran número de asesinatos. Nasser me pidió opinión. Le contesté: "Es una equivocación, Gamal. ¿Cuáles serían los resultados? ¿Dónde nos llevarían los asesinatos? Los esfuerzos que tendríamos que emplear en los asesinatos serían los mismos que tendríamos que emplear en la revolución. Tomemos el camino directo y honroso. Hagamos de la revolución nuestro primer objetivo".

Finalmente llegó la revolución, en 1952, y tomé parte. Mi participación no fue una cuestión de gran importancia para mí. Lo más importante era el hecho de que se había llevado a cabo la revolución. El sueño que se había apoderado de mi vida desde que era niño de apenas doce años se había convertido en realidad.

Eso fue lo que me hizo vivir dieciocho años junto a Nasser sin pelearnos. No deseaba nada. No tenía ninguna exigencia, sin importar cuál era mi situación, miembro del consejo revolucionario, secretario de la Conferencia Islámica, director del diario Al-Goumhouria, vicepresidente de la Asamblea Nacional o incluso presidente de la misma. Mi amor por Nasser jamás cambió: nunca variaron mis sentimientos hacia él. Estuve a su lado en la victoria y en la derrota. Puede que eso fuera lo que le hizo a Nasser echar un vistazo a su alrededor al cabo de dieciocho años. Había una persona con la que nunca se había peleado.

Gran deuda

Viví en una deuda permanente con Nasser. Jamás podré olvidar que fue él quien me metió en la Organización de Oficiales Libres a mi reingreso en el Ejército, tras un alejamiento de ocho años; ocho años que pasé en cárceles y campos de concentración.

Por eso dije antes que el amor todo lo vence. No fue fácil quitar la venda de los ojos de Nasser; en su interior estaba lleno de contradicciones que sólo Dios conocía. Mi deber como amigo es no revelarlas, pero ahí estaban. Nasser murió sin haber disfrutado la vida como los demás; la pasó en continuos estados de agitación. Le devoraba la ansiedad, dudando de todo el mundo por principio. La consecuencia lógica fue que Nasser dejó tras de sí un horrible legado de rencor, entre sus más íntimos colaboradores y a todos los niveles del país. Por este motivo, algunos de los que sufrieron injusticias dieron rienda suelta a su amargura a su muerte, acusándole de obrar en provecho propio. Yo, al igual que todos los que le conocían bien, testifico que Nasser era completamente inocente de tal acusación.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_