Música, larvas y chales en la sala de conciertos
La temporada de música clásica prácticamente ha terminado con el asentamiento de la primavera. En esta temporada las orquestas nacionales y alguna que otra internacional, han ofrecido un pro grama que no ha variado mucho con respecto al de los años anteriores. Pero no sólo se han repetido los programas sino también los ritos de interrelación del comportamiento de la orquesta y del público asistente a los conciertos, que da como resultado un ambiente específico. Este fenómeno es analizado desde una óptica intimista e irónica por el autor de este artículo.
Cualquier aficionado a la música es también, lo reconozca o no, un frasco de larvas. El asiduo a una sala de conciertos guarda, bajo la rutina de los abonos, caldeando la espera en largas colas, un residuo oscurísimo, que la música mina y despierta. Tras su saludo al acomodador amigo, más allá de la charla animada sobre las excelencias de un disco reciente, o lo espléndido o catastrófico que ha sido Bayreuth este año, anida una tribu de topos.Las orquestas, en su aspecto, resultan prácticamente idénticas. No puede negarse, en la gesticulación de un director o el mechón de un solista, una variable dosis de gracia, garra, garbo o brío. La dimensión puramente visual es, reconozcámoslo, en cualquier caso, modestísima.
Grupos más o menos numerosos de señoras y caballeros sentados o de pie, abrazados a diferentes instrumentos, diseminados sobre la tarima de un escenario sin adornos o delante de un cortinón, de un telón neutro, amenizado, en el peor de los casos, con retóricas campestres, mitológicas, arpas, volutas y otros vericuetos de la visión.
Y el llamado público, oyendo y mirando. Mirando, pero oyendo. Oyendo e, inevitablemente, mirando. Las imágenes, conocidas o previsibles, reciben, a través del oído, por la emoción que el oído agita, una luz inédita, una capacidad de evocación, una riqueza de sugerencias, que la imaginación más veloz difícilmente obtendría de una figura que, sin música, bien poco dice: un señor de edad tocando el violonchelo.
Patios de butacas, plateas, anfiteatros, abarrotados de oyentes. De oyentes que miran lo que, con mínimas variantes, han visto mil veces. Espectadores de su propio hervor.
El aplauso, que premia un coro o una batuta, se utiliza sobre todo para, manoteando y chillando "¡bravo, bravo!", aliviar el ahogo probable del que acaba de someterse a una catarata de sensaciones perfectamente personales e impecablemente incomunicables. Poco importa Brahms. Aquí se viene a padecer.
El alimento del espíritu consiste en una sesión de complicidad tumultuosa. La música garantiza la soledad de cada cual, permite el paladeo de infinitos jugos. Cada localidad es un islote de angustias y alegrías de los que ocupan las butacas en sus distintas filas.
La fila veintidós, o la catorce, colecciona un rosario de recipientes, pechos o cerebros, donde los recuerdos se engarzan, se precipitan, donde el oleaje del estado de ánimo del espectador de los conciertos golpea en el adagio, que lo rechaza, lo acaricia, lo consuela, lo niega.
Quien entra en la sala de los conciertos va a dar rienda suelta a todo lo que no confiesa, a chapotear con furia o melancolía en todo lo que no toca, a lamentarse o agradecer todo lo que no escucha.
La música no es un recreo, no es un gesto oculto, no es una cita, sino tinieblas para las tinieblas. El "auténtico aficionado" acude con su negrura no para elevarse o purificarse, sino para charlar en el pozo sin fondo de sí mismo con la destilación del pozo sin fondo del compositor y de los intérpretes, conversación soterrada y sin palabras, consigna de catacumbas para ratas sensibles que unas veces cubren las delicias de su espantoso vicio con la languidez de un chal y otras veces disimulan las tribulaciones que acaban de atravesar criticando despiadadamente al trombón solista.
Alvaro del Amo es escritor y especialista en temas musicales.
Babelia
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