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Reportaje:Estampas de una década.

Cómo hacer feliz a un niño

Manuel Vicent

De hecho, aquel matrimonio quedó roto el día en que decidió no sacudirse más. Un silencio aterrador siguió al fragor de la batalla. Durante algunos meses los vecinos habían oído golpes secos en los tabiques, voces de socorro por el patio de luz y sobre todo aquella marcha militar obsesiva que ahogaba chillidos de rata, chasquidos de vajilla y un sordo temblor de mobiliario. Después de la borrasca, los domingos, el matrimonio salía de casa cogido del brazo, con el hijo acicalado. Saludaba con exquisita cortesía a los pasajeros del ascensor, comentaba con el portero los partidos de fútbol, daba una vuelta por el parque, tomaba el aperitivo y regresaba al hogar con un kilo de pasteles. El lunes, la pareja volvía a las armas. El hijo estaba espatarrado en la moqueta, viendo los dibujos animados, mientras la loza volaba sobre su cabeza, pero el chico se había acostumbrado a abstraerse en medio de las alambradas, de modo que tampoco se movió cuando la madre quiso tirarse por la terraza en camisón. En pleno combate, el matrimonio no dejaba de comer buñuelos de nata, trufas y bizcochos, e incluso algunas noches los últimos retortijones de amor conyugal hacían crujir el catre.De pronto, un día cesó la marcha militar y la pareja se puso a ver la televisión en silencio. Después de todo, era gente con estudios, así que al final optó por hacer las cosas civilizadamente. El asunto fue bastante bien a la hora de repartirse los enseres. Para ti, la consola. Para mí, el tocadiscos. Para ti, Ia piel de tigre. Para mí, la enciclopedia Larrouse. Para ti, la lámpara de cristal de Murano. Para mí, el chino de alabastro fosforescente. Y así hasta la cortinilla de Ia ventana del baño. El hijo estaba tumbado en la moqueta, entre los dos, viendo los dibujos animados.

-¿Y qué hacemos con éste?

-Mierda, callaos, que no me dejáis oir.

Entonces cayeron en la cuenta de lo mucho que querían a aquel pequeño canalla. En el tocadiscos volvió a sonar la marcha militar, la pareja rompió la tregua y se jugó a cacharrazo limpio, con gran temblor de tabiques, el fruto de su amor. Para empezar, la mujer puso los ovarios de leona sobre Ia mesa y lanzó al aire un rugido maternal que hizo trepidar toda la porcelana casera.

-Al niño lo ha parido esta servidora.

-¿Y el bichito? ¿De quién era el bichito?

-Yo qué sé.

-¿Mío! ¡Mío!

-¿Estás seguro?

-El espermatozoide salió de aquí. Mira..

-¿Y qué me dices del lechero?

El búcaro se estrelló contra los fascículos de la estantería y la hembra arañada pidió auxilio otra vez por la ventana del retrete, pero en medio de la refriega el niño no se dignó apartar los ojos de Popeye, que también repartía mamporros en la pantalla de televisión. El padre no podía soportar la idea de quedarse sin aquel encanto de criatura, y amenazó con raptarlo. Estaba dispuesto a todo, a matar a quien fuera, con tal de no perder a ese producto con gafitas de empollón que un día había salido de su uretra. Parapetada en el cuarto de baño, la madre gritaba que el niño había estado nueve meses en su vientre y otras ordinarieces de este calibre. El melodrama, con puñetazos y pasteles, duró algunas semanas, mientras el niño comía pipas como un descosido, tirado en la moqueta, totalmente hipnotizado con los dibujos animados.

-¿Y tú qué dices?

-Mierda, callaos, que no me dejáis oír.

La paz, el piso y los sábados

La paz se firmó en un bufete de la calle de Goya. La madre consiguió quedarse con el piso y 2.000 duros más de pensión a cambio de que el padre pudiera pasar con el hijo los ,fines de semana y un mes de vacaciones. Eso quedó muy claro en el documento que formularon los abogados. El niño tenía once años y una carita de extraterrestre. Cuando supo que su padre hacía los bártulos para largarse, aprovechando que la mujer estaba en la peluquería, tampoco apartó la vista del televisor. El padre no quiso hacer una escena al abandonar la casa. Metió en la maleta el último calzoncillo y, con la naturalidad de un viajante de comercio que se va a Ponferrada, atravesó el salón-comedor saltando por encima de la criatura echada en la moqueta.

-Vendré por ti el sábado.

-Vale.

-¿No me dices nada?

-Dame cinco duros.

El hombre salió al rellano y comenzó así una nueva vida. En cierta medida, se sentía eufórico. Y para estrenar la libertad se hizo un chequeo médico. Todo bien. A los cuarenta años tenía la tensión equilibrada, los pulmones limpios, el hígado perfecto, la próstata blanda, las arterias flexibles y un corazón con sesenta pulsaciones atléticas. El soñaba más que nada con recuperar las noches de su juventud. La primera tarde salió como un potro desbocado de la oficina, canturreando, excitado por las luces de la ciudad. Todo aquello estaba de nuevo a su disposición. Desde una cafetería llamó por teléfono a un amigo, a otro amigo, a otro amigo, y, como dos no contestaban y el tercero se había partido una pierna, decidió quemar la noche solo. Entró en un pub y pidió un cubalibre. En la barra había algunos alcohólicos solitarios, un caballero atildado jugaba con la máquina'tragaperras y en la penumbra de los divanes las parejas se daban el pico bajo los grabados ingleses con caballos. Sentado en lo alto del taburete, comenzó a repasar su agenda de bolsillo para trazar un plan de ataque. Doce años de matrimonio la habían llenado de nombres de cuñados, de primos de la mujer, de tíos carnales, mezclados con las señas del puericultor, del fontanero y otros proveedores domésticos. Era la agenda de un pequeño burgués sometido a un entorno familiar bastante cutre, ahormado por el horario fijo entre la oficina y el hogar. Por fin había conseguido quitarse la argolla. De pronto se acordó de aquella chica tan simpática, que se había dejado magrear en el tren, hace un año, en aquel viaje a Barcelona. Tenía su número de teléfono. ¿Cómo se llamaba? En un rincón de la agenda estaba su nombre, enmascarado con la dirección del dentista. La llamó. Una voz de aguardiente se puso al aparato.

-¿La señorita Puri?

-No está.

-¿Tardará mucho en llegar?

-La señorita Puri se ha metido a monja y está de misionera en Bolivia.

-Perdón.

-¿Quién la llama?

-¡Oiga ... ! ¡Oiga...

No tenía ninguna prisa. Aquella noche, el hombre cenó dos bocadillos de calamares en una tasca y, con las manos en los bolsillos, hizo un recorrido solitario por algunos garitos de ambiente. Vio un número de sexo en un cabaré, tomó unas copas en un bar americano, dejándose llevar aún por una mitología de casado en libertad. Realmente, tenía la sensación de ser un concejal de provincias o el representante de una cooperativa del trigo enviado a Madrid. La noche de la capital le pareció un poco desolada, llena de maricones y coches de la basura, pero aun así estaba repleta de posibilidades. En el quiosco de la Puerta del Sol compró los periódicos de la tarde y unas revistas y, silbando en la madrugada, con los pies hinchados, regresó a su apartamento de soltero, de 45 metros cuadrados, donde sonaban unos violines de Frank Pourcel en el hilo musical. Era feliz. No tenía ninguna prisa.

El desmadre de no comerse una rosca

Cada noche, durante algunas semanas, el hombre separado realizó una descubierta sin comerse una rosca. Iba desmadrado por cócteles, conferencias, presentaciones de libros, exposiciones de arte, coloquios, conciertos de flauta, piropeando a las mujeres. Incluso había llamado a los lejanos compa-

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Cómo hacer feliz a un niño

Viene de la página 11

ñeros del servicio militar. Todo el mundo estaba casado o emparejado, era maricón o se había matado en accidente de coche. La primera panzada de libertad le dejó un poco agotado, por eso esperaba con tanta gana que llegara el sábado para encontrarse con su hijo.

A las once de la mañana, según el acuerdo firmado, la mujer dejó al niño, lavado, planchado y peinado, en el portal, con el maletín de la muda en la mano. Pasó a recogerlo. Estaba deseando darle la sorpresa otra vez. Antes que nada, allí, en la calle, el padre abrió el maletero del coche lleno de regalos. Un balón de reglamento, unos juegos reunidos, un avión teledirigido.

-¿Estás contento?

-Sí.

-También te he traído caramelos.

-Vale.

-¿Quieres algo más?

-Un helado.

-Después de comer.

-Quiero un helado ahora.

-Bueno, no te enfades.

A las once de la mañana, el niño quería un helado con cuatro bolas de chocolate. Entraron en una cafetería y el padre pidió la copa más espectacular de la casa. Mientras aquel extraterrestre con gafitas se ponía morado, el hombre repasó la cartelera del periódico para ver si había algún espectáculo nuevo, un circo ruso, una carrera de motocieletas, un concurso de bomberos, algo con que aplacar la curiosidad de aquella fiera. En la cuarta salida ya se había agotado el circuito por donde arrastra las patas normalmente un divorciado con hijo. Del zoológico se sabían hasta el nombre de pila del último mono. El padre se había metido tres veces en el túnel de la bruja, en el parque de atracciones. Conocían todos los restaurantes chinos de la ciudad, las marionetas del Retiro, el funicular de la Casa de Campo, la venta de perros en el Rastro, el mercado de sellos de la plaza Mayor.

-¿Qué te apetece ver hoy?

-No sé.

-Creo que hay un dinosaurio en alguna parte.

-¿Vivo?

-Disecado

-Entonces, no.

El padre puso unos ojos de angustia metafísica. Pero el niño transigió finalmente, a cambio de otro helado de chocolate. A partir de ese día comenzaron a explorar la ruta de los museos. Efectivamente, en el Museo de Ciencias Naturales había un dinosaurio con las vértebras engarzadas con alambre, y un montón de esqueletos más. Allí contemplaron toda clase de lagartos, pajarracos, fetos de cabra, gorilas y otros monstruos del paraíso terrenal, bajo el polvillo antediluviano extasiado a la luz de la claraboya. De pronto, el niño estornudó y el padre sintió un pinchazo de amor.

-Hijo, ¿estás malo?

-No.

-¿Quieres algo?

-Jugar a los marcianos.

Al niño se le antojó en ese preciso instante jugar a las maquinitas en un bar, y hubo que salir de allí a gran velocidad, dejando atrás a una serpiente con alas. Durante una hora el niño se dedicó a matar marcianos, con un caramelo en la boca, mientras el padre ponía una moneda en la ranura con una cadencia de dos minutos, cada vez que su querido hijito era derribado en el espacio. Después, ya perdidos, se fueron a ver el Guernica, de Picasso. Incluso se metieron en el Museo del Prado. A mediodía comieron en un restaurante japonés, los dos con los pies hinchados y en silencio, a pesar de que una camarera exótica les daba peces crudos y les guisaba en la propia mesa unas hierbas rarísimas, sonriendo con ojitos de almendra, con un almohadón en los riñones y el pelo lleno de espadas. No tenían nada que decirse. Su punto de contacto era el paquete de chocolatinas y el impuesto de cinco duros que el niño reclamaba cada media hora. En mitad de la comida, el padre tragó saliva y preguntó, como quien no quiere la cosa.

-¿Cómo está tu madre?

-Muy bien. Ya ha ligado.

-¿Cómo?

-Que ya está ligada.

-¿Con quién?

-Con un hombre con barba.

-Vaya.

-¿Te acuerdas de aquel señor que te vendió la enciclopedia?

-¿Con ése?

-Sí.

-¿Y qué tal?

-Me ha comprado un scalextric.

El padre se atragantó y el golpe de tos le sacó un brote de soja por la nariz. Así que la mujer ya había ligado. Y encima, el niño estaba feliz porque aquel placista con barba le había comprado un aparato. El niño, ahora, quería dos helados con nueces, uno detrás de otro.

-No te importa, ¿verdad?

-No, no.

-Tú puedes comprarte otro.

Realmente, la mujer había encontrado acomodo con facilidad. Para eso bastó con ponerse de acuerdo con otras amigas separadas e ir en tropa un par de tardes a tomar el té a la cafetería Richelieu o a Mazarinos y darse un garbeo luego por Royalty, sentarse en una butaca de cuero con la pierna cabalgada y esperar a que entrara la trucha. Una mujer separada y maciza, de 35 años, es una pieza cotizada en la cacería de media tarde en la ciudad. La madre se había limitado a dejar al niño en la moqueta, unido indisolublemente a la televisión, y a orearse un PCICO por los viveros donde abrevan, al caer el sol, los divorciados. Los hay de todos los tamaños, a elegir. Altos, bajos, gordos, flacos, calvos o con melena, con tripa o sin tripa, solitarios, sentimentales, atletas, herniados, de pecho de pájaro, beodos y abstemios.

La mujer separada no ligó a la pareja en un bar especializado, sino en una librería, donde trabajaba por las mañanas. Hubiera preferido a un intelectual de esos que se quitan las gafas para hacer el amor y lloran dioptrías sobre el regazo femenino. Pero, al fin y al cabo, aquel corredor de libros también llevaba barba. La cosa fue que todavía se le debía un plazo de la enciclopedia Larrouse. Había que saldar la cuenta y apuntarse a unos fascículos de aves o a un diccionario de cocina. La primera cita formal, ya con la escopeta preparada, fue en el propio sofá del hogar. El placista se sentó allí y la mujer le preparó una copa. Antes de lanzarse al ataque, el barbudo miró con cierto reparo al niño tirado en la moqueta, que comía pipas, cara a la televisión.

-No te preocupes. No está para nadie.

-Se puede escandalizar.

-¡Qué va!

-Me da no sé qué meterte mano aquí.

-Este niño es extraterrestre.

Con la tripa llena de peces crudos, el padre y el hijo se fueron a remar al estanque del Retiro. En realidad, el que remaba era el padre, sudando a chorros, mientras el hijo daba lengüetazos a un helado de cucurucho.

-Y entonces, ¿qué pasó?

-Comenzó a besarla.

-¿Y tu madre?

-A ver.

-¿Y tú, qué hiciste?

-Le pedí que me comprara un scalextric.

Al caer la tarde del sábado, totalmente derrotado, el hombre llevó a aquel ser con gafitas de empollón y carita de extraterrestre a su apartamento amueblado, donde sonaba en el hilo musical un concierto para cuerda. Antes que nada, el niño enchufó la televisión y, a renglón seguido, se tiró en la moqueta. No quiso ducharse ni ponerse el pijama porque Popeye ya estaba haciendo de las suyas. El padre repasó las llamadas del contestador automático. Nada. Un tipo que se había confundido con el número de la lavandería. La voz del conserje de la finca que le daba la dirección de un ebanista. Nada. De pronto salió ella. Aquella chica de la oficina. Con una tonalidad cariñosa le decía que a las nueve estaría en la cafetería Riofrío. El hombre miró angustiado a su hijo. Le pidió por favor que le dejara salir. Era una cita muy importante.

-¿Has ligado?

-Sí.

-¿Y esa chica es muy importante para ti?

-Sí.

-Entonces, cómprame una bicicleta.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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