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Estampas y tambores

Palmas doradas, ramos de olivo ceniciento, romero de reflejos plateados, venían con la Semana Santa desde paisajes escondidos, en el regazo o sobre el hombro de niños que en aquel día estrenaban vestido. Fuera de cada oratorio o catedral, mecido por el retumbar intermitente de sonoras carracas, tal tiempo se anunciaba con un ir y venir de vacaciones, un perenne paso ante pórticos abiertos de par en par, dando paso a oscuros interiores. Allá adentro, en sus velados horizontes a los que tan difícilmente resultaba acostumbrarse, inmensos ejércitos de enhiestos cirios, de velas encendidas rendidas por el calor o el sueno componían tenebrosos laberintos animados por rumores de pasos y secretas devociones.Su resplandor, tranquilo en apariencia, se revelaba, sin embargo, en perpetuo cambio de familias, colegios y corporaciones en torno al túmulo improvisado bajo imágenes escondidas al amparo de paños morados. Toda una teoría de tapices se mostraba animando muros desnudos durante todo el año. En ellos podía seguirse puntualmente la vida de Cristo y muchos otros asuntos, profanos: secuencias de batallas, alegorías de floras y faunas y alguna que otra vida de santo.

Eran la vida entre tanta agonía, reencuentro con el día que afuera esperaba después de tanta oscuridad complaciente, remedo de una eternidad que desde el púlpito nos ofrecían más segura y perfecta.

Mientras tanto era preciso quedar allí dócilmente, con la mano prendida de otras manos puede que más piadosas o más sabias, rezar y meditar en algo que no llegábamos a entender demasiado. Meditar en la muerte, llevar todo aquel mundo de paños morados hasta los remotos rincones del corazón y la memoria a través de una historia aprendida en largas horas de clase y capilla, sufrir por los demás cuando aún no se sabe bien qué cosa viene a ser padecer o gozar.

No quedaba otro camino que esperar a que la mano amiga o, tal vez, enemiga, según la ocasión, se aflojara, quién sabe si también rendida por el tedio o el cansancio, arrastrándonos a casa o al menos hasta alguno de los bancos pulidos por generaciones y semanas como aquélla, cerrada a todo salvo a devociones. Sentarse, santiguarse, susurrar entre labios una oración entrecortada y espiar en torno. ¿Qué pensarían los demás, los mayores, las mujeres enlutadas, aquel revuelo de uniformes recién sacados a la luz del día surcados por hileras de dobleces como los tapices? Seguramente también aquellos Ojos cargados de piedad, aquellos ceños fruncidos, casi inmisericordes, como enfrentados a los cirios; aquellos otros chicos con su traje de gala guardado en el baúl desde el día dichoso de su primera comunión estaban en el secreto del continuo vacilar de luces, de los juegos de terciopelos; negros, de los cercos de Troya o la conquista de Orán, que sólo por entonces se ofrecían desde el Domingo de Ramos hasta el Sábado de Gloria.

La mano amiga

Fuera ya era otra cosa: la mano amiga se retraía del todo a lo largo de una apretada fila de caballetes que agitaba al viento tiras de estampas con vírgenes y apóstoles animadas de torpes resplandores. En un rito se compraba y vendía la, Pasión entera, que, como el ramo en el balcón, al punto se olvidaba una vez vueltos a casa.

El matojo de olivo quedaba, sobre todo, seco y negro hasta el año siguiente, quemado por el sol de junio, aterido por los vientos de enero, magra memoria de unas cuantas jornadas olvidadas. Y cuando, puntualmente, a su tiempo cumplido, era preciso reemplazarlo, se acababa rompiéndolo, tan apegados estaban al recuerdo y a la casa toda su cabellera rancia, su menguado esqueleto.

Con aquel despojo y aquellos cómics piadosos, desplegados y vueltos a plegar como un acordeón devoto, un retumbar rural de carracas, mitad leña de pino, mitad habilidad, daba juego a las manos infantiles entre un caudal de rasos negros, faldas cortas o largas, senos regidos sabiamente bajo medallas de oro o al amparo de abanicos relucientes. El ciego sol de abril, pregonero de fiestas más alegres, teñía de sudor terrazas de cafés y escotes, corbatas nuevas y brillantes fajines; empujaba aquel perpetuo tráfico de capilla en capilla, de piedad en piedad, a la sombra de los primeros toldos que amparaban el vino fino de la hora de comer, el café de la siesta y otros festines permitidos más al norte de la calle de las Sierpes. Por la radio llegaba, además de la música sacra, un rumor de tambores eterno que cubría la Península toda, de Sevilla a Calanda, pregonando remotas procesiones, oscuro laberinto por el que un locutor de queda voz orientaba a los oyentes. Todo ello, día más, día menos, según tiempo y lugar, a lo largo de casi una semana. Luego, al final, el sábado, nos sorprendía con sus campanas esperadas, alzando los telones morados de iglesias de nuevo vacías, abriendo puertas de teatros y cines. Todo volvía a su lugar; tan sólo perduraba en el balcón el ramo. Incluso la mano amiga se alejaba también. Uno y otra fueron por mucho tiempo santo y seña en el camino hacia la adolescencia de una edad, a la espera de los alegres días del verano.

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