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Thomas Mann: anclado en el tiempo

Televisión Española dedicó unos programas a Thomas Mann y lo hizo en una fecha poco habitual para los seguidores del autor de La montaña mágica. Otra cosa, no extraña, pero sí casual, es que Mann aparezca en un programa titulado Un mundo feliz, que es una minima parte de la obra de Aldous Huxley, antítesis literario del ciclópeo alemán.

La fecha de Mann suele ser el 6 de junio. Todavía recuerdo el centenario de su nacimiento - 1875- y la impresionante movilización de las secciones culturales de todos los medios de comunicación. Esto sucedió en el mundo entero. Se publicaron extensas biografías, textos valorativos, análisis comparativos. Se desmenuzaron presuntas influencias de Flaubert, Tolstoi, Dostoievski y Balzac. Se repasó su vida, sus cambios políticos, su carácter y todo el árbol genealógico de su madre brasileña. ¿Por qué tanto interés en recorrer, año tras año, el itinerario de un escritor olvidado para lectores sin tiempo y sin memoria? No he encontrado todavía la respuesta. Mejor dicho, he encontrado una: Mann no quería que la hubiese, lo cual, para los sin tiempo y sin memoria, tiene que ser desolador.

Muerte de Rilke

Mientras Mann nacía en Lübeck, en ese mismo año, 1875, y en otras geografías bien distintas, pegaban sus prímeros vagidos Rainer María Rilke -muerto por una rosa-, Antonio Machado -asesinado por la melancolía- y Albert Schweitzer, llorado entre acordes de un órgano. ¿Quién o qué estrella, fortuna, hado o destino unió a estos hombres en ese año? A lo mejor fue el otro, el de las secretas leyes de Jorge Luis Borges.

La saga de los Mann está contada en Los Buddenbrook. Sin haber cumplido los treinta años, Thomas nos descubre un cosmos, su mundo, que jamás abandonaría. En esa su primera obra larga está su forma de narrar, sus pensamientos, su estilo, su frío espíritu analítico, su paciencia para el detalle y toda esa morosidad perfeccionista hasta la angustia. Los Buddetibrook es la historia de una familia -su familia- a lo largo de cuatro generaciones; desde el principio de la novela, con la inauguración de la lujosa y gran mansión por el anciano Johann Buddenbroock, hasta el final, con la muerte del biznieto de Johann, descendiente de una familia podrida, todo está contado con la perseverancia y el sufrimiento de un disecador, de un lapidario consciente de que un golpe de aire, o tal vez un susurro, puede quebrar la obra de arte. ¿Influjos de Ibsen en Los Buddenbrook? Es posible. Para mí es el vaticinio de una forma de vida imposible, no sólo en una arrogante Alemania, sino en una débil Europa agotada de cascos y otras prepotencias. Porque Thomas Mann se autoinmola al destruir a su génesis, su mundo, su familia, que, irónica, nunca morirá, ya que él, Mann, la cargó sobre sus hombros y convivió -sufrió- con ella hasta el fin de sus días, como quien lleva un cilicio, soportándolo con enternecedora devoción.

A los quince años, Thomás Mann, alumno conflictivo y conflictuado, suple las líneas, los ángulos y las aristas de una estancada pedagogía con la estimulante lectura de Homero, Perrault y Andersen. De pronto, la pedrada: los Mann están arruinados. Todo se vende para aplacar préstamos y facturas; la opulenta mansión, de Lübeck, los cuadros, los libros, la plata, las alfombras. Las grioradas cosas cotidianas -el precio del pan, un médico que no puede llegar a tiempo, la humillación de un alquiler impagado- sacuden la displicencia burguesa de los Mann-Buddenbrook. Thomas es el que sale mejor parado: un poco de dinero materno y algunos envíos de su hermano Henrich lo rescatan de un anodino empleo en una compañía de seguros. Escribe unos cuentos breves e, inmediatamente, le llega la fama con Los Buddenbrook. Mann tiene veinticinco años y un montón de dinero por los derechos de autor y las traducciones. Y también una mujer, Katia, hija del multimillonario C. Pringheim, célebre por sus teorías matemáticas y sus colecciones de arte. Thomas Mann habita en un castillo maravilloso cerca de Munich, pasa las vacaciones en otro situado en las dunas de Midden y, cuando llegan los primeros fríos, marcha a invernar en la gran casona rural que ha adquirido en las orillas del Isar. Los tres habitáculos -al igual que el comprado en California en 1947- tienen el denominador común de la grandiosidad de las bibliotecas.

La gran novela de esa tranquila época -1910- es La muerte en Venecia, en donde el personaje, Von Aschenbach, le pelea el espacio a la belleza y a la fatalidad, y muere, más que del cólera, de no poseer a Tadzio. Apenas se escuchan las primeras bombas en 1914, Mann deja de escribir -sólo produce Reflexiones de un hombre apolítico, otra de la que abjurará-, y mientras él se apunta al nacionalismo, su hermano Henrich lo hace en el banco de las democracias. La ruptura es inevitable. Más tarde, ya finalizada la guerra, y a propósito de las Reflexiones, Thomas Mann se inquieta al manifestar su temor por "haber facilitado armas al oscurantismo al querer satisfacer la necesidad de libertad espiritual", lo cual le vale, claro es, el calificativo de traidor por parte de los medios conservadores europeos, aunque Mann experimentaba grandes prevenciones hacia la democracia.

Su obra cumbre aparece en 1924 y continúa la línea de Los Buddenbrook. La montaña mágica es un libro denso, por donde desfilan las peripecias de Hans Castor, las ideologías -el liberalismo, el nacionalismo- y, por supuesto, toda la cultura de una civilización putrefacta, producto de "la fascinación de la muerte, el triunfo del desorden extremo sobre una vida basada en el orden".

En 1925, Mann comienza su etapa viajera y también un acercamiento a las ideas de su hermano Heinrich. Hay un viraje hacia un socialismo nebuloso y, otra vez, las derechas le atacan con ferocidad. Mientras el cabo Hitler recluta adeptos para la manada parda, Thomas Mann pronuncia su famoso discurso Adhesión al socialismo, lo cual le vale el incautamiento de sus propiedades, la quema de sus libros en las plazas de Alemania y el exilio.

Símbolo de la libertad

Durante unos años, Mann es el símbolo de la libertad. Sus discursos en Estados Unidos y su íntima amistad con Zweig -un hombre que prefirió matarse antes que vivir en la ignominia-, Freud, Feutchwanger y Einstein, no le quitan tiempo para la trilogía José, Carlota en Weimar, y otros trabajos como Advertencia a Europa, aviso que no sirve absolutamente para nada.

Todavía Thomas Mann nos sorprende con su fabuloso Doctor Faustus, que prefiere la fama a la juventud y, para conseguirla, está dispuesto a vender su alma; Mann tiene 73 años. Aún hay tiempo para finalizar, antes de la muerte -12 de agosto de 1955- un antiguo proyecto llamado Félix Krull. El hombre de confianza cierra definitivamente un círculo en donde la fábula hindú -Las cabezas traspuestas- alterna con la admiración por Goethe -Los amados retornos- y la leyenda religiosa -El pecador sagrado- con la novela corta -El cisne negro-.

Los taxidermistas del análisis han encontrado en Mann influencias de Nietzsche y Schopenhauer, en lo filosófico, y de Schönberg, Mahler y Wagner, en la ambientación novelística. Para mí, Thomas Mann es un arqueólogo de la novela, que un día se puso a escarbar el mundo con su portentosa erudición y se dio cuenta de que la vida es una parábola.

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