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Reportaje:

Retrato de un ecologista

Manuel Vicent

Comencé a interesarme por la naturaleza vegetal aquel día en que mi amigo se tiró por la ventana de un sexto piso llevándose por delante las sucesivas coladas de la vecindad hasta caer, sano y salvo, de nalgas contra una carbonera del patio interior. Algunas horas después el suicida frustrado, mientras ponía un tobillo a remojo en un lebrillo, me contó una bella historia. Dijo que en el trayecto de bajada, a la altura de la tercera planta, había tenido un calambre luminoso en la nuca, en cuyo seno había divisado, durante una micra de viaje, el ejército de Atila acampado bajo unos olmos, comiendo habas secas, germen de trigo y pasas de moscatel al pie de los caballos, a las puertas de Roma. Fue un relámpago.-Los vi felices, desnudos, con la dentadura resplandeciente, en una extensión de flores.

-¿Era Atila de verdad?

-A tres segundos de la muerte uno no se equivoca. De niño leí que los soldados de Atila eran vegetarianos.

La visión de un suicida en el aire puede ser más científica que la de un erudito. Resulta que Atila era un ecologista y bajo sus pies la hierba se convertía en pienso compuesto para la caballería. Ante aquella imagen de guerreros nudistas en un prado de dalias mi amigo sintió un vahído de estética y entonces cayó sentado en la carbonera envuelto en cuerdas de tendedero. Hoy este

sujeto está de predicador al frente de un herbolario, piensa montar una granja biológica, aunque de momento vende galletas de régimen, pan alemán y cualquier clase de hierba salvaje, como cardo santo, corazoncillo, centauro mayor, yemas de pino, trébol de agua, ajedrea y valeriana. Tiene un rernedio para cada caso. El cáncer se va con un choque de cebolla, el infarto se disuelve con zumo de ajo, y así todo seguido hasta el insomnio, el reuma, el estreñimiento y las quebraduras. Pero su especialidad es la dieta. de Atila: habas secas, germen de trigo y pasas de moscatel en cucuruchos de papel de estraza que regala con un pliego de consejos a cuantos sienten la tentación de saltar la tapia desde el sexto piso.

Bigote de remero del Volga, panfleto en el forro...

A este herbolario acuden ahora jóvenes muy espirituales que hacen tertulia acerca del caldo de amapolas, de las propiedades de la frángula para el riñón o del interés del salvado en el intestino grueso. Son charlas religiosas en las que la mística se mezcla con la fisiología, Dios y la función del hígado, el amor y la grasa, la belleza en sí misma y el método para defecar que usan los bramanes de la India. El herbolario del ex suicida es como una sacristía con olor a forraje, donde se expende una santidad huertana en bolsas, a precios casi prohibitivos. Este amigo no ha sido siempre así.

Lo conocí hacia la mitad de los años sesenta, cuando gastaba un bigote de remero del Volga que era sobradamente familiar para la Brigada Social, y entonces siempre andaba con un panfleto en el forro de la chaqueta, una pastoral censurada, un manifiesto de los metalúrgicos o un mazo de octavillas con el anuncio de la huelga. En la universidad era de los que arrojaban tazas de retrete desde el aula de Química Orgánica contra los cascos de la policía. En aquel tiempo los turistas comenzaban a mear dentro del Mediterráneo, vertían ya los posos de sangría en la arena y los excrementos del neocapitalismo estaban diezmando playas, ríos, vaguadas y suaves alcores. Pero él no reparaba en eso. Más bien vivía pendiente de la hora exacta en que se iba a producir el salto en la calle, el encierro en una iglesia o la sentada en clase. Te llamaba por teléfono para darte la consigna siempre en el instante preciso.

-Esta tarde, a las siete en punto, a la salida del metro de Noviciado.

-Vale.

-No te fies de los barbudos que llevan Triunfo debajo del brazo. Son policías.

Conservo todavía su imagen iluminada por los gases lacrimógenos. El tipo se batía bien, tenía reflejos y en el último momento lograba escabullirse del fregado de vergas cuando la caballería rusticana cargaba contra la manifestación. Pero un día fue cazado en la alcantarilla junto con diecinueve conspiradores más y se vio con los huesos en los sótanos de la Dirección General de Seguridad, donde permaneció tres días sin cantar, aunque le enseñó a silbar La Internacional en la celda a un proxeneta. Eso era exactamente entonces: un proselitista del partido, que presumía de que su hijo de veinte meses ya sabía levantar el puñito sonrosado.

-Cuchi, cuchi, ¿y tú qué serás de mayor?

-A fu fa, ba ba.

-¿Lo habéis oído? Ha dicho rojo. Ha dicho rojo.

Mientras tanto, las ballenas eran pescadas a cañonazos, a las focas se las degollaba con garfios, los políticos del sistema abatían ciervos junto al pesebre, y en las cacerías de negocios se disparaba por igual contra todo lo que se moviera: perdices, conejos y ampliaciones de capital. El Mediterráneo comenzaba a dar señales de ser un mar muerto. Pieles de plástico flotaban en el caldo fúnebre y una luz de harina lo ponía todo en evidencia: envases con residuos de pollo, peces con la tripa llena de petróleo, espumosos orines que fueron refrescos multinacionales, preservativos inflados como globos de cumpleaños, diarreas de veraneante endurecidas por el salitre; todo partido por el rugido de las canoas.

La silla de enea, la rueca de bisabuela

Mi amigo comía jamón, salchichas con coca-cola y leía Mundo Obrero amenizado con copazos de cazalla de noventa grados. Odiaba más que nada a los hippies. Sencillamente, no era lícito que los obreros se jugaran la piel luchando contra la dictadura de Franco al tiempo que unos señoritos llenos de piojos se dedicaban a tocar el caramillo bajo las higueras, vestidos de apache, con barbita de Corazón de Jesús y cola de caballo. Si un día llegara la revolución, esa chusma también iría al caldero.

Cuando la vida de Franco aún no había entrado en agujas, la moda de los intelectuales más finos consistía en sentarse en sillas de enea y en, adornar el recibidor con una rueca de bisabuela, con una plancha de carbón llena de cardos secos y con un molinillo de café. Esos eran entonces los detalles ecológicos, que los audaces llevaban al extremo de alquilar una casa de pueblo a cien kilómetros de la Puerta del Sol para poner el fondo de Seix Barral en el establo del pollino. Allí hacían intimidad con un viejo sentencioso que tenía la espalda contra una solana románica y fumaba caliqueño bajo la boina. La pared encalada comenzaba a llevarse mucho y los intelectuales del tiempo le encargaban a un albañil represaliado por el sindicato vertical una biblioteca de mampostería donde se podía ver el Anti-Dühring, de Engels, y la Estética, de Lukács, separados por un porrón de vidrio.

-¿Quieres un whisky?

-Gracias.

-Sírvete tú mismo. La botella está en el sagrario. Tira del angelito.

-Es curioso.

-Este sagrario se lo compré a un anticuario de Arévalo. Quince mil pesetas. Es del siglo XVII. El hielo lo tienes ahí.

-¿Dónde?

-En ese yelmo de tercio de Flandes. Es del siglo XVI.

El no era así. Mi amigo trabajaba de químico en unos laboratorios y los domingos regalaba medicinas en aquel hotelito de la sierra donde acudía a pasar el fin de semana una pandilla de progresistas dentro de las normas de consumo pequeño burgués, en los estertores del franquismo. Era el reinado del Simca. Y los papeles de crocanti, las pieles de plátano y los huesos de chuleta

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aún se podían dejar sobre la hierba después del almuerzo campestre sin que nadie te recordara la consigna de televisión, esa bobada de que el campo es de todos.

Aquellos progresistas de pantalón de pana los domingos de Miraflores no recogían los desperdicios de la sobremesa, pero lavaban el Simca a conciencia con agua purísima de montaña. El coche era el tótem. Allí se hablaba mucho de cilindros y de obreros torturados, de platinos, delcos, carburadores y de registros policíacos a domicilio. Y de paso se iniciaba tímidamente el intercambio de parejas. En el grupo había socialistas de vía chilerta, trotskistas eróticos, eurocomunistas salidos, socialdemócratas ligones, estalinistas misóginos y otros que creían que la reconciliación nacional consistía en meter mano. Pero mi amigo era un rojo puro, no color campari con quisquillas, sino de una tonalidad sangre de toro. Se molestaba mucho cuando veía a un camarada dándose el pico con la legitima de otro al compás de una cosa de Adamo.

Escenas de celo ibérico

Aquel intercambio de parejas no era nada ecologista. Era más bien una moda industrial, importada de oídas desde California, algo que salía en las revistas serias en inglés con una connotación sociológica. Pero aquí sucedía que entre ellos se enamoriscaban, se sentían modernos y a la vez desarrollaban escenas de celo ibérico, y al final la fea y el tío plasta se quedaban sin catar nada, como siempre.

-Oye, no seáis así. Dadle al menos un beso a la dentona.

-Qué horror.

-La chica está liberada. No escurráis e bulto.

-A ésa, que se la beneficie un pez.

En aquellas sesiones eróticas se veía en un rincón a un marido desahuciado, muy manazas para el amor, leyendo un libro sobre las cruzadas, ya la casada dentona bostezando en otro sofá, mientras los demás coqueteaban con la mujer de otro y los más rudos cometían medio adulterio detrás de una cortina. Entonces llegaba mi amigo con el panfleto caliente, recomponía aquella frivolidad californiana y se empeñaba en hablar de la realidad objetiva.

-Mañana hay encierro en San Ginés.

-¿De qué se trata ahora?

-De los represaliados de la Perkins.

-¿Hay que llevar merienda?

-Nada. Cóctel molotov y misal.

Allí mismo el camarada comenzaba a pedir limosna para los presos políticos. El objetivo era llevarle una ensaimada a Marceli no Camacho a la cárcel de Carabanchel unos turrones a Sánchez Montero y sobrasadas para la tropa. Así estaban las cosas. Cuando el general Franco hizo la primera flebitis y mi amigo escondía a clandestinos del exilio francés en las buhardillas, una nueva juventud se había instalado en las plazoletas. Aparecieron los primeros pasotas, los primeros profetas orientales, se estrenaban otras vibraciones, llegaban las tribus adolecentes con la onda ecologista Venían con macutos de apátrida, con chalecos de vaquero, tocando una flauta de indio peruano. Ellas traían polvo de estrellas en los pómulos, batas de seda transparente y medias de lana con franjas de colorines. Compraban virutas de incienso en el Rastro, se perfumaban con pachulí y cantaban baladas acerca de la bondad universal. Las fábricas vertían residuos venenosos en ríos trucheros, las centrales atómicas elevaban los mazacotes sobre el paisaje con una sombra de cemento, donde la ovejita Lucera del tío Felipe comía tomillo radiactivo. Pero los obreros estaban más contaminados aún por el cabreo y a la revolución se la veía asomada a una ventana de Vallecas. Mañana había jornada de lucha. Mi amigo se ponía una zamarra acolchada y acudía a la obra.

Así fue cómo murió Franco. En el corazón de la nueva juventud había valles húmedos, ríos navegables, llanuras de esmeralda donde pastaban vacas rubias de ojos verdes. La espiritualidad más avanzada consistía en sentir la animación de los insectos, ensimismarse con las lagartijas, contemplar las mariposas destelladas de lumbre, las moscas hermanas volando, oler el espliego abrasado por el primer sol. Pero en Atocha había refriega con la policía. Era el ensayo general con todo. Y mi amigo estaba allí, bajo los botes de humo. La punta de la estética se alimentaba con miel de romero. Por las calles de la ciudad se veían ya los primeros gimnastas con chándal, que corrían, cosa extraña, sin que les persiguiera nadie; los artistas cotizados se habían refugiado en un molino y los evangelistas más pobres comían higos chumbos en taparrabos, trepaban como ardillas hasta la última almendra del almendro y dormían en chozos de pastor o en alquerías derruidas con aljibe, leían a Krisnamurti a la luz de un carburo que abrasaba pestañas y mosquitos.

Y así pasó lo que pasó. El rinoceronte del franquismo, malherido, emprendió la huida hacia adelante y se refugió en la espesura de la democracia. Mi amigo quedó desmarcado. No así sus camaradas de célula ni los componentes de aquella feliz camada progresista de Miraflores. Unos han sido concejales comunistas, otros han salido diputados socialistas, unos son directores generales centristas, otros están de catedráticos en la universidad, o ejercen la medicina con éxito, o rigen un bufete famoso, o se sientan en el despacho principal de una empresa. En cambio, a aquel luchador rojo un expediente de crisis lo dejó sulfatado a la puerta del laboratorio farmacéutico. De pronto, se vio en la calle, y desde la acera asistió a las primeras festividades de la libertad, con un gozo íntimo, pero con la mosca en la oreja. Y llegado el momento votó.

La felicidad estaba abajo

Un día de democracia lo encontré en una esquina, prácticamente ya sin culo, arrastrando los mocasines, con un maletín de muestras en la mano. El tipo era corredor de productos farmacéuticos y su gracia consistía en visitar cada jornada cuatro sanatorios y veinte consultas de una tacada, para ofrecer píldoras, grageas, polvos, jarabes, a comisión sobre pedido. Me habló del desencanto, del consenso, de una jaqueca, de que no veía a ninguno de los viejos camaradas Aún tuvo humor para burlarse de un sujeto que pasó por delante, en calzones, jadeando, uno de esos atletas de asfalto. Luego desapareció con el muestrario, hasta que, una tarde, sonó el teléfono:

-Que Antoñito se ha tirado desde un sexto piso.

-¿Se ha matado?

-No del todo.

Fui a casa a verle. Me lo encontré sentado en una mecedora con un tobillo a remojo dentro de un lebrillo con agua salada. Y en seguida me hizo partícipe de su conversión. Se había asomado a la ventana y, de pronto, el patio interior le pareció sumamente atractivo. Una especie de voz aquí, en el cogote, le dijo que la felicidad estaba abajo. No lo pensó más. Dejó el cigarrillo a medias en el alféizar y se arrojó en plancha. Saulo tuvo que caerse del caballo. El necesitó la altura de una sexta planta. Y en el trayecto de bajada tuvo la visión.

-Te juro que vi a Atila desnudo.

-¿Cómo era?

-Rubio. Estaba comiendo habas secas, germen de trigo y pasas de moscatel en un prado de flores. Me sonrió con una dentadura muy blanca.

-Has tenido suerte.

-Me han salvado las cuerdas del tendedero. A mitad de camino estaba arrepentido. Pensé que, si me libraba de la muerte, me haría vegetariano, ecologista, como Atila.

Nuevo apostolado

Antoñito cumplió la promesa, y después de cuarenta días de meditación ventral con el tobillo azul, se dedicó al nuevo apostolado. Se compró un chándal y comenzó a correr entre la cementera de Azca a la hora más procaz del día. Dejó de fumar, alquiló una bicicleta y siguió una novena de purificación en el parque del Retiro. La química, la medicina científica, la carne y la política le. arquean el diafragma. Cogió el traspaso de un herbolario y allí ha instaurado la nueva religión. Ya no sabe quién es Carrillo.

Se levanta a las nueve de la mañana, y antes que nada, despierta el alma con una sesión de yoga tántrico. Se pone cara a la ventana de su antiguo suicidio y aspira con un método del Tibet el prana matinal que Dios le envía por el aire del patio interior. Después toma una infusión de hierbas salvajes, bardana, hiedra trepadora, zarzaparrilla y salvia. Se pone el chándal y sale despepitado, dando cuatro kilómetros de zancadas hasta la tienda. Allí come galletas de trigo duro con granos de anís y predica la armonía panteísta a los clientes. Enseña a defecar en cuclilIas, según las reglas de los bramanes; da consejos de semillas, recomienda que la gente se emparede con arcilla ante cualquier dolor y él mismo se ofrece de cobayo para cualquier nuevo potingue. La espiritualidad le ha dejado la cara de bambi feliz a los cuarenta años. Por la tarde pasea en bicicleta por el parque, y a cada hora de reloj se detiene, abre el zurrón, pega un boca do de frutos secos y respira profundamente, después de masticar cincuenta veces justas. Ni una más ni una menos.

Pero él sueña con montar una granja biológica, donde todo sea natural o hecho a mano, para compartir con Atila una silla de enea, el zumbido solar de las moscas, el perfume silvestre que te lija el fondo de la nariz y una buena sopa de amapolas. Habrá que ver a Atila, recostado contra el horizonte, comiendo un filete de espinacas.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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