Un país en venta, por cese de negocio
Quienquiera que gane la guerra civil en El Salvador va a heredar un país en ruinas que Produce hoy menos que hace una década. Desde 1978 el producto nacional bruto ha disminuido en una tercera parte y cada salvadoreño se ha hecho un 40% más pobre. Catorce meses de combates han dejado ya algunas cicatrices profundas: 1.300 autobuses fueron quemados, dinamitados trescientos transformadores y torres de alta tensión, destruidos o dañados siete de cada diez puentes, 200 de los 600 kilómetros de vías férreas están fuera de servicio y sólo funcionan ocho de las veinte locomotoras. Pero más que los efectos físicos de la guerra ha sido la falta de confianza -fuga de capitales y descenso de la inversión- lo que ha llevado al país al borde de la quiebra.
EN'VIADO ESPECIALEn El Salvador sólo se compran dólares para huir con ellos. Todo lo demás está en venta, como en una liquidación por cierre del negocio. Cinco miliones de pesetas bastan para comprarse en el mejor barrio de la capital, El Escalón, una excelente casi de trescientos metros cuadrados, jardín, pisos de mármol y garaje para cuatro coches. Un Mercedes: en buen estado ni siquiera llega al millón de pesetas.
Este gran saldo nacional está produciendo excelentes ingresos a los periódicos locales, que llenan páginas y páginas con anuncios de lo que los salvadoreños venden. Otro gran negocio, que a veces es un simple timo o una falsificación, consiste en asegurar visados para Estados Unidos.
Si el Gobierno norteamericano abriese mañana sus puertas a los salvadoreños, corno lo hizo dos años atrás con los cubanos de Mariel, es posible que la guerra terminase por falta de combatientes. Sólo quedaría la guerrilla.
Más de medio millón de salvadoreños se calcula. que han huido del país. Los dólares fugitivos son muchos más, por aquello de que abultan menos.
Hasta el año pasado se daba por buena una salida de ochocientos millones de dólares (80.000 millones de pesetas) desde que empezó la guerra. El Banco Nacional maneja hoy cifras superiores a los 2.000 millones (200.000 millones de pesetas), el doble de lo que produce el país a lo largo de todo un año.
Comprar dólares
Nadie piensa aquí más que en vender lo que tiene, comprar dólares y marchar adonde le dejen. Este comprar dóIares a lo que cuesten ha hecho que la moneda nacional se cotice en el mercado negro a cuatro por dólar, cuando el cambio oficial es de 2,50. Esto supone una devaluación real del 60%.
Todos los indicadores económicos presentan signos negativos. La inversión privada no llegó el año pasado a los 250 millones de pesetas a precios de mercado, frente a los seiscientos de 1979, que ya era una cantidad poco satisfactoria.
El paro y el subempleo afectan al 60% de la población en edad laboral. Los salarios están bloqueados por decisión gubernamental desde hace dos años, mientras la inflación superó el 50% en 1981.
En el mismo período, las exportaciones se redujeron en un 29%, en tanto que las importaciones disminuían en un 20%. Esto revela una paralización del aparato productivo, ya que la mayoría de las compras al exterior corresponden a bienes de capital.
Fabricación de billetes
La reducción del gasto público en un 22% no ha bastado para detener un déficit presupuestario que supera ya los 250 millones de dólares y que en gran parte empieza a cubrirse con el expeditivo sistema de fabricar más billetes.
Según la Agencia Internacional para el Desarrollo (AID), el déficit de la balanza de pagos superó el año pasado los doscientos millones de dólares y la deuda externa está por los cuatrocientos millones.
Es muy posible que este mismo año el país tenga que decretar una suspensión de pagos a sus acreedores exteriores.
La reducción del presupuesto no ha afectado a los gastos de defensa, que el año pasado aumentaron en un 60%.
Esta economía de guerra. se ha abastecido a costa de capítulos sociales, tales como vivienda, educación y salud.
Las 'catorce familias'
El analfabetismo sigue por encima del 40%, la mitad de los niños no van a la escuela, sólo hay un médico por cada 3.000 habitantes y más de la mitad de la población de San Salvador vive con sus familias en los llamados mesones, habitaciones de doce metros cuadrados, con cocina y baños colectivos.
Antes del golpe de Estado de 1979, que prometió un profundo cambio de estructuras en el país, se decía que catorce familias eran dueñas de El Salvador. A pesar de la reforma agraria, de la nacionalización de la banca y del comercio exterior, nada parece haber cambiado.
Según estadísticas que maneja la Universidad Centroamericana 119 grandes capitalistas obtienen unos ingresos anuales superiores los cien millones de pesetas, en tanto que el 80% de la población no llega a las 25.000.
El salario anual, promedio de los trabajadores por cuenta ajena (sólo el 40% tiene empleo fijo), apenas supera las 50.000 pesetas.
Esta población infraalimentada y carente de los más elementales servicios médicos tiene una esperanza de vida de 54 años en los sectores rurales y de 59 en la capital, índices auténticamente africanos.
Los más moderados análisis de la realidad salvadoreña admiten ya que en el origen de la guerra civil se encuentra una secular injusticia social y una distribución de Ia riqueza insultante.
La guerra no parece haber hecho, por ahora, sino confirmar esa máxima de que quien más tiene más gana.
El único proceso real de redistribución es el que lleva a cabo una clase emergente: la de los guardaespaldas, excelentemente retribuidos y que, además, se convierten a veces en extorsionadores de sus propios patrones. Este es el caso del comandante Roeder que, después de ser expulsado del Ejército, decidió montar una agencia de seguridad, que no era sino la tapadera para un negocio de secuestros. Está sometido a juicio por dos de ellos, pero se cree que en !,u lista pudiera haber al menos dieciocho.
El procónsul de EE UU
Con no menos de doce guardaespaldas, grandes como columnas, jamás sale a la calle el embajador norteamericano, Deane Hinton, que cada día adquiere más el aire de un procónsul. Tres coches blindados, exactamente iguales y con los cristales oscuros, forman la comitiva del embajador. Nunca se sabe en cuál de ellos viaja Hinton.
El síntoma más claro de que éste es un país en guerra (hasta los porteros de las pocas discotecas que aún abren sus puertas hacen guardia con metralleta) lo constituye la Embajada de Estados Unidos, convertida en un fortín de hormigón, con ametralladoras en la azotea y doscientos marines encargados de su defensa. Agentes del servicio secreto vigilan con prismáticos desde los edificios próximos.
La residencia del procónsul no está peor vigilada, ahora por agentes del FBI. Un circuito electrificado protege los altos muros y pantallas de televisión asoman en todos y cada uno de los salones de la gran mansión.
Pero la vida diplomática de San Salvador está sometida a tales niveles de aburrimiento que el casino que organizan los marines cada dos o tres meses para recaudar fondos es todo un acontecimiento social, en el que de pronto puede verse a Hinton apostando en una ruleta en la que Mario Redaelli, brazo derecho del ultraderechista Roberto d'Aubuisson, actúa de croupier.
Todo un símbolo de que las alianzas norteamericanas pueden ir tan lejos como sea preciso, siempre que se cierre el paso a todo sospechoso de comunismo.
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